Mentime que me gusta: bienvenidos a “La era del conspiracionismo” de Trump y Bolsonaro

En su nuevo libro, Ignacio Ramonet parte del asalto al Capitolio estadounidense en 2021 (que se repitió en Brasil de un modo sorprendentemente similar en los últimos días) para explicar una nueva era signada por el culto a la mentira, las fake news y la desinformación. “Los hechos ya no importan”, afirma el sociólogo y semiólogo español, ante la supremacía de “los sentimientos y las emociones”.

En "La era del conspiracionismo", el escritor, periodista, sociólogo y semiólogo español Ignacio Ramonet parte de la irrupción al Capitolio estadounidense por parte de fanáticos trumpistas en 2021 para explicar de qué manera la sociedad pasó a rendirle "culto a la mentira".

La irrupción al Capitolio por parte de cientos de fanáticos trumpistas a comienzos de 2021 marcó, para el escritor, periodista, sociólogo y semiólogo español Ignacio Ramonet, un antes y un después, el comienzo de “una nueva era”: la del conspiracionismo. Y los acontecimientos sorprendentemente similares que vivió Brasil en los últimos días -cuando cientos de bolsonaristas invadieron el Palacio presidencial, el Congreso y la Corte Suprema de Brasil en busca de una intervención militar al gobierno del nuevo presidente, Lula da Silva- parecen darle la razón.

En su nuevo libro, La era del conspiracionismo, editado por Siglo XXI, Ramonet utiliza el caos del Capitolio estadounidense, que describió como un “parteaguas”, para desandar las raíces de este movimiento que, aunque hace algunos años podía parecer no más que un rejunte de hechos aislados, hoy se planta como el resultado visible e inquietante de la legitimidad y el poder de movilización que ha alcanzado en nuestra sociedad el culto a la mentira.

¿Cómo explica el autor la instauración de la mentira, la relativización de la verdad y la desestimación de los hechos? Para Ramonet, la receta para este oscuro panorama actual es bastante simple. A la creciente industria de las fake news (noticias falsas) y sus omnipresentes activistas digitales se la mezcla con la experiencia personal de pobreza y falta de oportunidades y, ¡voilà!: cada vez más personas terminan convencidas de mentiras infundadas y salen a defender, ya no de manera aislada sino organizadas, insólitas teorías ultraconservadoras nutridas de racismo, discriminación y violencia.

En esta nueva era que plantea Ramonet, los hechos ya no importan. Datos y argumentos pasan a un segundo plano ante la supremacía de los sentimientos y las emociones. La verdad no ha muerto, como afirmó el semanario estadounidense Time en 2017. Sigue viva, solo que nadie la está mirando.

“La era del conspiracionismo” (fragmento)

En sus cursos del Collège de France, el filósofo fran­cés Michel Foucault acostumbraba a decir que la verdad, a lo largo de los tiempos, contrariamente a lo que se cree, no ha sido ni absoluta, ni estable, ni unívoca: “La Verdad tiene una historia –afirmaba– y esa historia, en Occidente, se divide en dos períodos: la edad de la verdad­-relámpago, y la edad de la verdad­-cielo”.

Desde los orígenes de la humanidad hasta el siglo XVIII dominó la verdad-relámpago, o sea, la “verdad revelada” que se manifiesta en un lugar preciso, en un momento preciso y por la intermediación de una persona precisa. Por ejemplo, en la Grecia antigua, en el oráculo dedicado al dios Apolo, en Delfos, la pitonisa Pitia, el día siete de cada mes, poseía el don de predecir el futuro… Y eso no se discutía.

Esa verdad-­relámpago la expresan, asimismo, en las reli­giones animistas, el hechicero y el chamán cuando traducen o interpretan los mensajes de una divinidad en materia de salud, de sentimientos o de destino. Para los católicos, esa verdad­relámpago es la que manifiesta también el papa, en el Vaticano, cuando habla ex cathedra, incluso hoy.

La pasión por la “verdad revelada” ha engendrado, duran­ temilenios, generaciones de fanáticos y de idólatras, azote de heréticos e infatigables armadores de inquisiciones. En esa verdad­-relámpago aún creen (aunque lo ignoren) todos aquellos –y son millones– que consultan a diario el horósco­po. O los que compran asiduamente billetes de lotería a un vendedor preciso, en un local preciso y apostando por un número preciso.

La verdad-cielo es la que se manifiesta en todo lugar, siem­pre, y para cualquier persona. En otras palabras, es la verdad de la Ciencia. La de Galileo, de Copérnico, de Newton, de Einstein. En principio, es absoluta, más allá de las circuns­tancias. Empezó a sustituir a la verdad­-relámpago en el si­glo XVIII, en Europa, en la época de las Luces y la Ilustración, a medida que la racionalidad metódica se fue imponiendo en las universidades y en los círculos intelectuales. En esa verdad-­cielo se fundamenta, desde hace tres siglos, lo que lla­mamos el progreso moderno, científico y técnico. Pero hoy, esa verdad­-cielo está en crisis.

Y lo está porque ella también ha suscitado sus violentos fanatismos, en particular políticos. En nombre de la diosa Razón, la Revolución francesa instauró el Terror y guillotinó a miles. El colonialismo y sus crímenes se fundamentaron, en el siglo XIX y primera mitad del siglo XX, sobre la base “científica” de que los europeos eran una “raza superior”. El Tercer Reich hitleriano se apoyó en una interpretación ra­cista de las “ciencias biomédicas” para llevar a cabo el mons­truoso intento de exterminio de los judíos, de los gitanos y de las personas con discapacidad de Europa. Y en la Unión Soviética, el estalinismo promovió el mito del lyssenkismo, una absurda “nueva ciencia genética” según la cual las plantas podían ser modificadas por el ambiente al que se encontra­ran expuestas, sin tener en cuenta su herencia genética, lo que causó, en varias regiones de la URSS, en particular en Ucrania, unas hambrunas apocalípticas.

En los años noventa, el físico Gerald Holton, profesor en la Universidad de Harvard (Estados Unidos), en su conocido libro Ciencia y anticiencia, ya avisaba que el populismo, la propaganda, la irracionalidad y el nacionalismo constituían los ingredientes perfectos para poner en duda la lógica cien­tífica, y para apuntalar de ese modo las doctrinas de sistemas políticos mágico-­autoritarios. También, en 1995, el célebre astrofísico Carl Sagan anunció –en su obra El mundo y sus demonios– que, en nuestras sociedades contemporáneas, a medida que las tecnociencias iban ganando terreno, se multiplicaban paradójicamente las actitudes pseudocientíficas, anticientíficas y conspiracionistas.

La verdad­-cielo también está en crisis porque en ella se basa fundamentalmente el “progreso industrial”, y este ha sido cau sante de una serie de grandes catástrofes ecológicas en todo el planeta: Three Miles Island, Seveso, Bhopal, Chernóbil, Dacca, Tianjín, Fukushima, lo cual ha demolido, en la mente de muchos, la esperanza en la ciencia moderna y en su capaci­dad para edificar –como soñaban los ingenieros del siglo XIX y los “socialistas científicos”– un “mundo perfecto”.

Según afirma Ramonet, "los hechos ya no importan" en un mundo signado por los sentimientos y las emociones.

La mentira como norma

Lo cierto es que, en el nuevo ecosistema de la comunicación, esa verdad-­cielo ya no parece necesaria. Lo demostró también la campaña electoral victoriosa de Donald Trump en 2016. El culto de la mentira y la difusión de “propaganda gris”, o sea, de noticias falsas, se convirtieron, a partir de entonces, en una práctica regular y habitual al más alto nivel. Jamás en la historia de Estados Unidos el candidato presidencial favo­rito de los sondeos se había transformado en la fuente princi­pal de informaciones espurias.

Según el verificador de datos del diario The Washington Post, durante los cuatro años de su mandato, el presidente republi­cano faltó a la verdad más de treinta mil quinientas veces. En sus discursos, afirmó, por ejemplo, que el papa Francisco lo apoyaba. Era falso. Repitió que Barack Obama había naci­do en Kenia. Otra mentira. Afirmó que millones de musul­manes habían festejado el ataque contra las Torres Gemelas. Falacia. Afirmó que la representante demócrata de Minnesota, Ilhan Omar, había expresado su apoyo al grupo terrorista Al Qaeda. Engaño. Repitió más de cien veces que, antes de su presidencia, Estados Unidos tuvo, durante años, un déficit comercial anual de quinientos mil millones de dólares con China. Falso. Reiteró que el ruido de los molinos de energía eólica “causa cáncer”. Absurdo. Repitió decenas de veces que Hillary Clinton era una “nueva encarnación del demonio”, que había “vendido misiles y armas sofisticadas a los terroris­ tas de Daesh”, que le había “pagado millones de dólares al director del FBI para que la ayudara en su campaña” contra él y, por último (sobre ello hablaremos más adelante), que dirigía ¡”una red de pornografía infantil desde una pizzería”! ¡Y el 42% de los estadounidenses le creyó!…

Hoy sabemos que Trump utilizó empresas como Cambridge Analytica, especializada en el análisis de datos a gran escala (big data) mezclando tratamiento cuantitativo de informa­ciones con elementos de psicometría y de psicología comportamental, para cambiar la intención de voto de millones de electores.

También se apoyó en verdaderas oficinas de elaboración de fake news, que le fabricaron algunas de las que difundió, como, por ejemplo, una comunidad de Facebook, “Ending the Fed”, cuya sede se hallaba en Rumania, dirigida por un joven de 24 años, Ovidiu Drobota, y que contaba con millones de seguidores. De esa manera, Trump normalizó la mentira, reduciendo las expectativas de veracidad. Mentía tanto que las agencias de verificación de datos no daban abasto; no con­ seguían seguir su ritmo. De tal modo que cada nuevo engaño del mandatario, al ser más enorme y más escandaloso, volvía el precedente más aceptable.

Los acontecimientos recientes ocurridos en Brasil (con la invasión de fanáticos bolsonaristas en el Palacio Presidencial, el Congreso y el Tribunal Supremo de Brasilia en busca de una intervención militar al gobierno del recientemente elegido presidente, Lula da Silva) son un fiel reflejo de aquellos ocurridos, dos años atrás, en Estados Unidos.

“Los hechos ya no importan”

A partir de ahí, los hechos objetivos dejaron de tener la misma im­portancia. Y empezó a imponerse la posverdad. Ese concepto, así como los de verdad alternativa y de fake news, se ha genera­lizado, sobre todo desde que, como lo explica una politóloga, cuatro eventos electorales cambiaron para siempre, en 2016, la historia de la información: “El referéndum sobre el Brexit en junio de 2016 en el Reino Unido; el plebiscito sobre el acuer­do con las FARC en Colombia en octubre de 2016; la campaña y el definitivo éxito de Donald Trump en las elecciones presi­denciales de los Estados Unidos en noviembre de 2016, y el re­feréndum constitucional en Italia en diciembre de 2016. Estos cuatro ejemplos paradigmáticos de cuatro eventos políticos cuyos resultados descolocaron todos los pronósticos ‘lógicos’ y ‘esperables’, contribuyeron notablemente a incrementar el uso de la palabra posverdad, a partir de 2016″.

Ya en julio de ese año, Newt Gingrich, uno de los líderes del ala ultraconservadora del Partido Republicano, explicaba el impacto comunicacional de Donald Trump de la siguiente manera: “Los hechos ya no importan. Las estadísticas teórica­ mente pueden ser correctas, pero no es donde están los seres humanos. La gente está asustada. Los ciudadanos sienten que su gobierno los ha abandonado. Veinticinco millones de ame­ricanos se han caído de la clase media… Y ese drama hay que expresarlo no solo con hechos sino con sentimientos”.

Arron Banks, el principal financista en el Reino Unido de la exitosa y mentirosa campaña del referéndum en favor del Brexit en junio de 2016, confirmaba esta “crisis de los hechos”: “Los hechos ya no funcionan –declaró– y eso es todo. La cam­paña de nuestros adversarios, en favor del mantenimiento del Reino Unido en el seno de la Unión Europea, presentaba hechos, hechos, hechos y más hechos… Simplemente no fun­cionó. Tienes que conectar con la gente emocionalmente. Eso explica también el éxito de Trump”.

Ese año, en Alemania, Angela Merkel y su partido cristiano­ demócrata (CDU) sufrieron un fuerte revés electoral: “La derrota más importante que sufre la CDU desde 1948″. La canciller alemana la justificó de la misma manera: “Vivimos tiempos posfactuales. La gente ya no se interesa por los hechos, sino por los sentimientos y las emociones”. Con cierta fatali­dad, el lingüista y filósofo Noam Chomsky acabó también por admitir: “La gente ya no cree en los hechos”. Y, finalmente, el 3 de abril de 2017 –una fecha que habrá que recordar en la historia de la comunicación–, el semanario estadounidense Time concluyó preguntándose a plena portada, con grandes letras rojas sobre fondo negro de luto: “¿Ha muerto la ver­dad?” (Is truth death?), parafraseando la célebre afirmación de Nietzsche cuando, en 1883, anunció: “Dios ha muerto”.

Todos estos fenómenos han creado una inmensa confusión en la opinión pública. Apaleados por el cataclismo social, y asustados por la pandemia de covid­19, muchos ciudada­nos estadounidenses de la clase media blanca se ven, además, azotados por incesantes ráfagas de memes, verdades emocionales e informaciones ficticias… No encuentran certidumbres ni explicaciones claras a su inconsolable desgracia. Los me­mes, como ya explicamos, se difunden con una rapidez viral y pueden alcanzar una popularidad planetaria sin que ello tenga nada que ver con sus atributos de veracidad. La posver­dad supone también la relativización de lo cierto, la intras­cendencia de la objetividad de los datos, y la supremacía del discurso emotivo.

Quién es Ignacio Ramonet

♦ Nació en Redondela, España en 1943.

♦ Es escritor, periodista, geopolítico, sociólogo, semiólogo, catedrático de teoría de la comunicación y una de las figuras principales del movimiento altermundista.

♦ Es autor de libros como La golosina visual, Cómo nos venden la moto, Un mundo sin rumbo, El imperio de la vigilancia, Hugo Chávez: mi primera vida, Cien horas con Fidel e Irak, historia de un desastre.

♦ Ha recibido galardones como la Medalla de Oro del Senado francés, el Premio FAO España, el título Hijo predilecto de la humanidad (otorgado por el Congreso Hispanoamericano de Prensa), la Orden José Martí (otorgada por la Sociedad Nacional Honoraria Hispánica Sigma Delta Pi), entre tantos otros.

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