A principios de la década del 80, cuando todavía era una niña, la escritora y periodista argentina Catalina Lascano tuvo que emigrar a España junto a su madre y su hermano, un chico tres años mayor que, debido a una parálisis cerebral, no podía valerse por sí mismo. Para 1988, ese hermano ya no estaba, y no solo eso: “Para mí, ese fue el año en que nos olvidamos de él”, escribe la autora.
En su primera novela, Aquí estoy yo hablando todo el rato, Lascano atina a atravesar los espesos silencios familiares para reconstruir la memoria de su hermano a través de recuerdos guardados en cajas y bauleras, cartas, cassettes, juguetes, álbumes de fotos y todo cuanto contenga un rastro de ese familiar cercano que, a pesar de haber muerto a los diez años, el tiempo no ha podido alejar.
“Empiezo a escribir, entonces, para registrar una obsesión: encontrar a mi hermano en un papel, en una receta amarillenta de un médico que lo vio hace cuarenta años, en alguna foto que todavía no vi. Busco registros de su existencia en todos los rincones”, escribe Lascano.
Editada por Rosa Iceberg, Aquí estoy yo hablando todo el rato es una novela que se mueve entre países, entre idiomas, entre la salud y la enfermedad, entre el afecto y la brutalidad, y entre la obsesión y el amor que, al fin y al cabo, son indistinguibles. En este imperdible debut narrativo, la narradora escribe su propia versión de la historia familiar y recrea, a partir de la memoria, una vida aparentemente perdida que, al invocarla, aparece, ya no por arte de magia sino por el arte de la literatura.
“Aquí estoy yo hablando todo el rato” (fragmento)
No hay muchas fotos de mi hermano de bebé. En las pocas que hay se ve un bebé gordo, grandote. Había nacido con casi cinco kilos y “parecía un chico de tres meses”, como decía siempre mi abuela. Sí las hay de él con dos y tres años; podrían ser las fotos de cualquier chico, excepto que no hay ninguna en la que se lo vea caminando o en triciclo, o aunque sea de pie. Siempre sentado, acostado o a upa de alguien.
En la playa en Mar del Plata en 1981 no desentonaba tanto sentado entre mis primos mientras posaban todos para una foto: en traje de baño, con el pelo medio largo y despeinado por el viento, apenas encorvado y mirando hacia abajo, podría ser un chico más, que justo no miró a cámara en el instante indicado. El sol le pega fuerte en la cabeza y me doy cuenta de que tenía el pelo rubio, casi amarillo. Yo nunca tuve el pelo así, tan claro.
Hay una foto mía con él que es una de mis preferidas. Estamos en la playa, en España. Cuando la revelaron un sellado automático le imprimió en el dorso la fecha: septiembre del 84, aunque probablemente haya sido tomada en agosto. El lugar es Marbella, lo sé porque mi mamá contó este viaje en las grabaciones de los cassettes que les mandaba a mis abuelos en Argentina.
En la foto estamos los dos sentados en la arena, yo tengo cuatro años y él acaba de cumplir siete, aunque no parece haber mucha diferencia de edad entre nosotros, no se ve que sus piernas son más largas. Él tiene puesta una remera rayada y un shorcito amarillo con pintitas de colores y ribetes colorados; como está sentado de frente con las piernas un poco abiertas se ve, debajo del short, un pañal.
Yo tengo puesto un traje de baño-bombacha que se ata a los costados con una tira y unos moñitos, podría decirse que estoy haciendo topless. A mi mamá le parecía una estupidez que en Argentina las nenas usaran trajes de baños enteros, incómodos, y no bombachitas como en España, “si no tienen nada que taparse”, decía. Ella también empezó a hacer topless en la playa ese año. En la cabeza yo tengo puestos, a modo de vincha, unos anteojos de sol de plástico amarillo en forma de corazón. Mi pelo es más color dulce de leche, el de mi hermano oscureció y ya no es rubio.
Lo que más me gusta de la foto es que con la mano izquierda yo le estoy levantando el mentón mientras lo miro y le sonrío, buscando que él mire a la cámara, y seguramente porque mi mamá me estaba diciendo “a ver, levantale la pera a Pipo para la foto”. Me gusta la delicadeza con que agarro su cara, con la palma abierta y los dedos separados, con cuidado. Imagino que fue un movimiento lento y amoroso.
Mi mamá siempre llevaba la cámara a todos los viajes que hacíamos por España y sacaba fotos para ella y para mandarle a la familia; están todas guardadas en distintos álbumes. Cada vez que venía alguien a visitarnos volvíamos a los mismos pueblitos y paisajes pintorescos cerca de Madrid, y volvíamos a posar en los mismos lugares.
Me gusta mirar la ropa que usábamos. La de mi mamá, sobre todo, coqueta y canchera en los ochenta. El buzo que se puso para mi cumple de cuatro años hoy lo uso yo. En varias fotos tengo puesta la misma ropa que tenía puesta Pipo unas hojas y unos años atrás.
En las fotos de su cumple de diez, mi hermano está sentado en el sillón del living junto a sus invitados, tres amiguitos míos que eran hijos de amigos de mi mamá. Él está mirando a cámara, aunque el truco está en que la persona detrás de cámara se dio cuenta de que, si se agachaba un poquito y sacaba la foto en un mínimo contrapicado, podía adaptarse a la altura de su mirada y hacerlo parecer un poco más normal.
Parece más grande en esas fotos, como de doce. Se lo ve largo y flaco, con una melenita canchera y una camisa de manga corta con algunos botones abiertos, porque es agosto y hace calor. Tiene casi cara de adolescente, la mandíbula más marcada y las ojeras típicas de nuestro lado paterno. Podría decir que tiene un aire rebelde, una pinta de superado o aburrido o de estar esperando que terminen de sacar la foto para ir a encerrarse a su cuarto. Cuatro meses después, mi hermano murió.
En el cajón de un placar en el lavadero de la casa de mi mamá encontré un sobre con los papeles del ingreso de ella al Ministerio; son de febrero de 1983. Había un original y dos fotocopias. También había una copia certificada de las partidas de nacimiento de mi hermano y mía, fotocopiadas varias veces. A la mía la conocía de memoria, pero nunca había visto la de mi hermano. No sabía que había nacido a las 17:15 ni que mis papás habían vivido en Juncal 1652. Tampoco me acordaba del nombre completo: se llamaba Esteban Alfredo. Lo llamaron como un bisabuelo y de segundo nombre eligieron el de mi tío abuelo, que aparece también en la partida de nacimiento porque fue el médico obstetra de mi mamá.
Vi también, por primera vez, su número de DNI, que empezaba con 25 millones. Los seis números restantes son muy fáciles de memorizar y lo primero que pensé fue que seguramente yo lo hubiera sabido de memoria y que nunca hubiera tenido que preguntárselo para hacer trámites o llenar formularios. Lo siguiente fue darme cuenta de lo inútil de ese pensamiento: de seguir vivo, Pipo no habría usado su DNI para anotarse en la facultad ni para sacar un pasaje ni abrir una cuenta de banco. Seguramente es el tipo de cosas que se podría imaginar mi mamá, que fantasea con cómo sería la vida de él hoy.
Busqué online el padrón electoral y puse su documento: “No se ha encontrado ningún resultado con los datos ingresados”.
En mi partida aparece el mismo lugar de nacimiento que en la de él, el Instituto Argentino de Diagnóstico, pero el nombre del médico es otro. La dirección de mis papás es Avenida del Libertador 1080. En la casilla “interviniente” dice “el padre la madre” pero abajo del formulario, justo encima de la firma de mi mamá, alguien agregó, con otra birome y otra letra, la aclaración “Testado: ‘el padre’ no vale”.
Quién es Catalina Lascano
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina en 1980.
♦ Estudió Periodismo y realizó una Maestría en Historia y Cultura de la Arquitectura y la Ciudad.
♦ Trabajó en prensa y producción de eventos culturales como el Mundial de Escritura, y organiza caminatas literarias por la ciudad de Buenos Aires.
♦ Aquí estoy yo hablando todo el rato es su primera novela.
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