“Uruguayos campeones, de América y del mundo, / esforzados atletas que acaban de triunfar...”. No, no teman que incurra en afirmaciones contrafácticas luego de las euforias del reciente Mundial de Fútbol. La canción que comienza con esa estrofa fue compuesta en 1926, para celebrar el triunfo de la Selección oriental en la Copa América disputada en Chile ese año, coronando el éxito comenzado en los Juegos Olímpicos de París de 1924, donde obtuvieron la medalla de oro en ese deporte.
La referencia tiene que ver con que en un impensable campeonato de “raros” en la literatura, los vecinos de la Banda Oriental ocupan un lugar casi indisputable.
Los raros es el título de un libro de Rubén Darío que recopila semblanzas de escritores a quienes el nicaragüense admiraba y consideraba “fuera de molde”: la mayoría de ellos, simbolistas franceses, pero también Edgar Allan Poe, el cubano José Martí y, sí, un uruguayo: Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont, nacido en Montevideo donde su padre era cónsul francés. Algún autor que no recuerdo dijo que lo de Lautréamont significaba “el otro en Montevideo”, pero no es cierto.
Los cantos de Maldoror, su obra más justamente famosa, fue adaptada como ópera por otro uruguayo “raro”, Leo Maslíah, que también hizo algo con una obra del autor al que me referiré hoy – no se impacienten– en algún momento.
Puede imaginarse un match doble de tenis de raros entre la pareja argentina integrada por Macedonio Fernández y Alberto Laiseca y la uruguaya, integrada por Felisberto Hernández y Mario Levrero, de quien –¡hemos llegado– hablaré hoy.
Será a propósito de la oportuna reedición de La máquina de pensar en Gladys, un libro de cuentos que salió casi secretamente en 1970, conoció una segunda edición en 1995 y ahora llega publicado por la muy excelente Criatura Editora, un sello uruguayo que ha comenzado a imprimir y distribuir en la Argentina.
En realidad, hoy les estoy ofreciendo dos escritores al precio de uno, (tal vez por ser comienzos de año), porque Jorge Mario Varlotta Levrero firmó su vasta obra narrativa como Mario Levrero, en tanto reservó el Jorge Varlotta para su obra humorística. En la que destaca el guión de la muy surrealista tira cómica Santo Varón: apareció ilustrada por Lizán, y devino canción musicalizada por el ya citado Leo Maslíah. Y descolló calladamente en ambos rubros.
Levrero nació en Montevideo en 1940 y murió en la misma ciudad en 2004. Entre esas fechas vivió muchos años en Buenos Aires donde trabajó como diseñador de crucigramas complicados para la revista “Juegos para Gente DeMente” de Jaime Poniachik y en algún momento se instaló en Colonia del Sacramento.
Lo conocí personalmente cuando le propuse publicar en un volumen dos de sus nouvelles, Fauna y Desplazamientos. Era un hombre de pocas palabras, de aspecto severo, con manías manifiestas: como sus médicos le habían aconsejado dejar el cigarrillo (fumaba muchísimo, como lo hacen casi todos los protagonistas de sus novelas y cuentos), tenía una cigarrera en la que acomodaba cigarrillos sin filtro cortados en cuatro pedazos, y anotaba en un papelito la hora a la que iba encendiendo cada uno.
Esas dos novelas (de las que recuerdo escenas completas pese a haberlas leído hace más de treinta y cinco años) están marcadas por la presencia de lo femenino. En Desplazamientos, el protagonista ha heredado la casa de su infancia convertida en inquilinato por su padre, la visita periódicamente para cobrar los alquileres y queda envuelto por obsesiones ligadas a su historia.
Levrero se postuló a la beca Guggenheim para completar un proyecto literario que arrastró durante años y, cuando la obtuvo, se dedicó a crear Una novela luminosa, publicada póstumamente en 2005: una obra sobre la imposibilidad de escribir la novela, que atrapa desde su prólogo, titulado Diario de la beca, en el que cuenta lo que va comprando para preparar el territorio para escribirla: sillones, luces adecuadas, aire acondicionado para seguir luego en 450 páginas con los intentos por redactarla.
El escritor español Antonio Muñoz Molina ha dicho, con justicia, que “Un estilo y una imaginación como los de Levrero son raros en la literatura escrita en español.”
Como aperitivo a la lectura de toda su obra, La máquina de pensar en Gladys tiene todos los elementos que ulteriormente desarrollará en su estilo. Desde el cuento del título, que tiene una versión “en negativo” al final del volumen, pasando por El sótano, una novela corta de cuarenta páginas con todos los elementos de Alicia en el país de las maravillas sin plagiar a Carroll en ningún momento y La casa de pensión, un texto de nueve páginas construido en una sola frase sin puntos, un prodigio de palabrista que implica el desafío de leer casi sin respirar.
Ninguno de los cuentos del volumen se parece al otro y todos –como su literatura en general– se destacan por su originalidad.
No me resisto a citar ampliamente un texto de Gastón García, crítico español, aparecido en la revista Letras Libres, porque describe con precisión lo que parece ser el método sin método de Levrero. Dice: que “ha construido su obra como un científico loco que experimenta con polvos y restos de cacharros, pero cuyo alto conocimiento alquímico le permite minimizar errores y dar con resultados, acaso no esperados, siempre bienvenidos (…) se dio a conocer en la colección “Literatura diferente” de la editorial uruguaya Tierra Nueva. Allí publicó los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) y la novela La ciudad (1970), que junto a París (1979) y El lugar (1982) hoy se encuentran en la Trilogía involuntaria (2008). Otros de sus libros son Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) –divertidísima historia de un detective loco y su secretaria ninfómana–, Los muertos (1985), Dejen todo en mis manos (1994) y El discurso vacío (1996).”
Como se ve, una vastísima obra que solo comenzó a ser valorada y difundida después de su temprana muerte.
La prosa de Levrero es, en general, diáfana, pero su lectura requiere de lectoras/es con coraje y sin prejuicios. Vale la pena emprender esa aventura.
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