Al escritor estadounidense Raymond Carver le habían dado seis meses de vida cuando, en un momento en el que no podía pasar más de dos horas sin tomar alcohol y tras varios intentos fallidos de rehabilitación, decidió dejarlo para siempre. Esa abrupta vuelta de página del autor que revolucionó la cuentística norteamericana del siglo XX permitió que esos seis meses que su médico le había pronosticado se convirtieran en once años, en los que no solo pudo rearmar su vida junto a su segunda esposa y colaboradora, la poeta Tess Gallagher, sino que además fue en esa década en la que escribió la mayor parte de su obra.
Aunque es reconocido mundialmente por sus cuentos cortos -el éxito de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y De qué hablamos cuando hablamos de amor, sus primeros libros de relatos, lo convirtió en uno de los mayores exponentes del movimiento literario conocido como realismo sucio-, pocos saben la importancia que la poesía tuvo en su vida: fue un poema lo primero que publicó en su vida, y también fue un poemario lo último en lo que trabajó hasta el día de su muerte, causada por complicaciones relacionadas a un tumor cerebral y a un cáncer de pulmón.
“Si tengo que elegir, prefiero la poesía a la narrativa, sea como lector o como escritor. Cada poema que he escrito fue un momento único. Tanto es así que recuerdo las circunstancias emocionales de su escritura, el lugar, incluso el tiempo que hacía. Esta clase de recuerdos no los tengo con los relatos”, escribió en el póstumo Sin heroísmos por favor.
Todos nosotros, editado por Anagrama, reúne los más de treinta años de obra poética con los que Carver, al revés de lo que se cree, construyó, como un arquitecto paciente y taciturno, los andamiajes de los cuentos que, años más tarde, lo llevarían a alcanzar una fama poco usual para su rubro, fama que, por su parte, desdeñó.
En el prólogo de este libro, Gallagher -la poeta que fue su compañera, colaboradora y esposa en la última década de su vida- escribe: “Ray ha escrito prosa y poesía desde 1954. Este volumen, que abarca un periodo superior a los treinta años de labor creativa, nos permite comprobar que Carver no escribe poesía de manera circunstancial entre relato y relato, más bien al revés: la poesía es para él un cauce espiritual del que se desvía para escribir sus relatos, los cuales, tras su muerte, le procuraron el calificativo de ‘el Chéjov americano’”.
Suele hablarse de la discutida influencia que el histórico editor de Carver, Gordon Lish, tuvo en su obra -a este se le adjudica haber achurado sin piedad gran parte de sus cuentos, así como el haberles reescrito el final a más de uno-, pero poco se ha dicho sobre lo que Gallagher significó en la vida y obra del autor de Catedral: más que una influencia, un afluente que modificó con sus aguas prístinas el curso por el que Carver venía transitando.
La metáfora acuática, en este caso, no es gratuita. Los títulos que eligió para sus poemarios dan cuenta del efecto transformador que su segunda esposa tuvo en él. De Incendios, que reúne sus primeros poemas publicados, pasamos a Donde el agua se une a otras aguas, que escribió algunos años después de conocer a Gallagher. A este le siguió Ultramar y, por último, publicado de manera póstuma, Un sendero nuevo a la cascada. Sin duda, en los últimos años de su vida, el agua fue para Carver el amorfo paraíso con el que aspiraba fundirse.
Pero lejos está Gallagher de haber sido una mera musa para Carver. Hay, a la par de la influencia positiva que la relación entre ambos tuvo en él, un influjo directo, palpable, de ella en su poesía. Mientras que, antes de conocerla, los poemas de Carver solían estar anclados con ahínco en el presente, su nuevo matrimonio le amplió el horizonte en todas las direcciones posibles. Escribe Gallagher: “La mayoría de los poemas prestan atención a lo experimentado en un tiempo presente, pero desde 1979 realizan también un safari retrospectivo por la jungla de las viejas heridas, revisadas en ese momento desde u lugar más confortable”.
En el prólogo de Todos nosotros, Gallagher admite: “Soy consciente de que algunos perciben la transparencia de los poemas de Ray como un insulto al intelecto. Les habrían aplicado un editor como se aplica un torniquete”. Pero, con astucia, remata: “¿Quién no se sintió alguna vez desarmado ante la poesía que exige mucho menos de lo que nos entrega con absoluta generosidad?”.
Y es que si la prosa de Carver, filosa en su simpleza, está desprovista de florituras en su suciedad, su obra poética pela hasta el hueso el lenguaje y deja a la vista del lector su médula esencial. Con una mezcla de sabiduría e inocencia, logra que lo extraordinario, en sus poemas, parezca normal, al alcance de todos.
Tal vez, esa cercanía que genera con el lector se deba a su propia experiencia de vida, distinta a la de muchos de los grandes escritores norteamericanos que pudieron darse el lujo de vivir de su arte. Carver, a la manera de otros outsiders de la literatura estadounidense como Charles Bukowski o Stehpen Dixon, tuvo una infinidad de trabajos, casi hasta sus últimos años (cuando ya había alcanzado su fama), para poder costear sus ansiadas horas de escritura: fue vendedor puerta a puerta, asistente de biblioteca, maestranza en un hospital, cadete de farmacia y, como su padre, empleado en aserraderos, entre tantas otras cosas.
Pero la única constante, en una vida cargada de exabpruptos, nomadismo, violencia, pobreza y alcoholismo, fue la poesía. Escribió: “Los poemas son pequeñas sorpresas que estallan en las manos. Un poema debe estar siempre en movimiento. Puede hacerlo en una u otra dirección: volver al pasado, proyectarse en el futuro o perder el rumbo en un sendero cubierto de hierba. Puede incluso dejar de estar en el suelo y buscar un lugar entre las estrellas. Puede surgir como una voz de ultratumba o moverse como salmón. Pero no se queda quieto. Se mueve y, aunque se desplieguen elementos extraños en su desarrollo, hay una secuenciación, una cosa llama a la otra. Y al final, reluce”.
Poemas de “Todos nosotros”, de Raymond Carver
“Bebiendo en el coche”
Es agosto y no he
leído un libro en seis meses
salvo una cosa titulada The Retreat From Moscow
de Caulaincourt.
Sin embargo, soy feliz
cuando voy en coche con mi hermano
bebiendo una pinta de Old Crow.
No vamos a ningún sitio,
conducimos sin más.
Si cerrara los ojos durante un minuto
no sabría dónde estoy
y me tumbaría encantado a dormir para siempre
a la orilla de la carretera.
Pero mi hermano me da un suave codazo.
En un momento va a pasar algo.
“Tu perro se muere”
lo atropella una furgoneta.
lo encuentras a la orilla de la carretera
y lo entierras.
te sientes mal.
te sientes mal por ti mismo,
pero te sientes peor por tu hija
porque era su mascota
y lo quería mucho.
solía canturrearle
y lo dejaba dormir en su cama.
escribes un poema sobre ello.
lo titulas un poema para tu hija
y trata del perro al que atropella una furgoneta,
de cómo te ocupaste de él,
lo llevaste al bosque
y lo enterraste hondo, muy hondo,
y el poema sale tan bien
que casi te alegras de que hayan atropellado
al pobre perro, si no, no habrías escrito
nunca ese poema.
entonces te sientas a escribir
un poema sobre la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes oyes
a una mujer gritar
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se para.
dejas pasar un rato y vuelves a escribir.
ella grita de nuevo.
te preguntas hasta dónde puede llegar.
“Miedo”
Miedo a ver un coche de la policía acercarse a mi puerta.
Miedo a dormirme por la noche.
Miedo a no dormirme.
Miedo al pasado resucitando.
Miedo al presente echando a volar.
Miedo al teléfono que suena en la quietud de la noche.
Miedo a las tormentas eléctricas.
¡Miedo a la limpiadora que tiene una mancha en la mejilla!
Miedo a los perros que me han dicho que no muerden.
Miedo a la ansiedad.
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo a quedarme sin dinero.
Miedo a tener demasiado, aunque la gente no creerá esto.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y miedo a llegar antes que nadie.
Miedo a la letra de mis hijos en los sobres.
Miedo a que mueran antes que yo y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre cuando ella sea vieja, y yo también.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día acabe con una nota infeliz.
Miedo a llegar y encontrarme con que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar lo suficiente.
Miedo de que lo que yo amo resulte letal para los que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado.
Miedo a la muerte.
Ya he dicho eso.
“En plena noche con niebla y caballos”
Estaban en la salita. Despidiéndose.
El fracaso repicando en los oídos.
Habían pasado mucho juntos, pero ya
no podían dar un paso más. Además, para él
había alguien. Caían lágrimas
cuando surgió un caballo de la niebla
en el jardín delantero. Luego otro, y
otro. Ella salió y dijo:
«¿De dónde venís, caballitos?»
y pasó entre ellos, sollozando,
tocándoles los flancos. Los caballos comenzaron
a pacer en el jardín.
Él hizo dos llamadas: una directamente
al sheriff – “A alguien se le han escapado los caballos”.
Pero hubo también otra llamada.
Luego se unió a su mujer en el jardín
y ambos les hablaron y les murmuraron
a los caballos. (Todo lo que estaba
pasando pasaba en otro tiempo).
Los caballos pastaron en el jardín
aquella noche. Una luz roja de emergencia
resplandeció al surgir el sedán bajo la niebla.
Llegaban voces.
Al final de aquella larga noche,
cuando finalmente se abrazaron,
ese abrazo estaba lleno de
pasión y de recuerdos. Cada uno recordó
al otro cuando era joven. Ahora algo se había terminado
y otra cosa iba a ocupar su lugar.
Llegó el momento de la despedida.
“Adiós, que te vaya bien”, dijo ella.
Y la marcha.
Mucho después,
él se acordaba de haber hecho una llamada desastrosa.
Una en la que tuvo que insistir e insistir,
una maldición. Se redujo
a eso. El resto de su vida.
Una maldición.
“Mi muerte”
Si tengo suerte, voy a estar conectado de todos los modos posibles
en una cama de hospital. Tubos metiéndose
en mi nariz. ¡Pero traten de no asustarse por mí, amigos!
Les digo ya mismo que esto está bien.
Es poco lo que pido en el final.
Alguien, espero, va a haber llamado a todos
para decirles, “¡Vengan rápido, no está respondiendo!”
Y van a venir. Y va a haber tiempo para mí
para que me despida de cada uno de los que amo.
Si tengo suerte, van a acercarse un paso más
y voy a poder verlos una última vez
y llevarme ese recuerdo conmigo.
Seguro, quizá posen sus ojos sobre mí y quieran irse corriendo
y aullar. Pero, en cambio, como me quieren,
van a levantar mi mano y decir “Coraje”
o “Va a estar todo bien”.
Y tienen razón. Está todo bien.
Todo perfecto. ¡Si tan sólo supieran cuán contento me pusieron!
Sólo espero seguir con esta suerte, y hacerles
alguna seña de reconocimiento.
Abrir y cerrar los ojos como diciendo:
“Sí, los escucho. Los entiendo”.
Podría incluso arreglármelas para decirles:
“Yo también los quiero. Sean felices”.
¡Ojalá! Pero no quiero pedir demasiado.
Si no tengo suerte, como me merezco, bueno,
simplemente me desplomaré, así nomás, sin chances
de despedirme o de apretar la mano de nadie.
O de decir cuánto me preocupé por ustedes y disfruté
de su compañía todos estos años. En cualquier caso,
traten de no llorar por mí mucho tiempo. Quiero que sepan
que fui feliz mientras estuve acá.
Y recuerden que les dije esto hace un tiempo – en abril de 1984.
Pero estén alegres por mí si puedo morir en presencia
de amigos y familiares. Si esto sucede, créanme,
salí bien de ésta. Esta vez, no perdí.
“Último fragmento”
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
Quién fue Raymond Carver
♦ Nació en Clatskanie, Estados Unidos en 1938 y falleció en Port Angeles en 1988.
♦ Fue cuentista, poeta y uno de los mayores exponentes del movimiento literario conocido como realismo sucio.
♦ Escribió libros como Catedral, Incendios, Ultramarino, De qué hablamos cuando hablamos de amor y ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
♦ Recibió la Beca Guggenheim en 1978 y el Premio O. Henry en 1983, entre otros galardones.
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