Rayuela (1963) es, sin lugar a dudas, la obra cumbre del escritor argentino Julio Cortázar. Estamos hablando de uno de los principales exponentes del boom latinoamericano –fenómeno fundamentalmente literario que colocó a figuras como la de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o el propio Julio Cortázar en la cima de la literatura del siglo XX– que, con una obra especialmente experimental, impulsó la prosa literaria en castellano hacia horizontes hasta entonces inexplorados.
En este contexto, Rayuela muy posiblemente constituye el punto álgido de su capacidad creadora desde una perspectiva puramente vanguardista. Se trata de una “novela” que en esencia relata la historia de Horacio Oliveira y su relación amorosa. Sin embargo, lo realmente interesante del texto es su disposición estructural, la variación de estilos y el propio uso que Cortázar hace del lenguaje.
Cómo leer Rayuela
El autor propone, justo antes de comenzar la historia, dos opciones de lectura –o tableros de dirección– mediante las cuales cada uno podrá decidir en qué orden de capítulos quiere leer el texto.
La primera ofrece leer los capítulos en orden cronológico –o lógico– hasta llegar al número 56, donde acabaría la historia y quedarían un total de 99 capítulos sin leer. La segunda opción, y a su vez la recomendada por el propio autor, sugiere el siguiente orden de capítulos:
Para alcanzar el capítulo que a nosotros nos interesa –número 68– es necesario seguir la segunda opción de lectura.
¿Glíglico? ¿Jintanjáforas?
Pero ¿qué tienen de especial las breves líneas que lo conforman? Se trata de un texto escrito en glíglico –lenguaje musical basado en jintanjáforas e inventado por Cortázar– en el cual se lleva la lengua hasta extremos insospechados. El lector no conoce la nomenclatura y, sin embargo, el pasaje cobra sentido. Tratemos, pues, de explicar este fenómeno a partir de tres de las escuelas literarias más importantes del siglo XX: formalismo ruso, estilística y New Criticism.
Por resumir brevemente los principios de cada movimiento diremos que el formalismo ruso, primero, pretende hacer una distinción entre materiales literarios y comunes –o no literarios–. Para ello, confronta el lenguaje literario –elaborado– con el lenguaje cotidiano –menos elaborado–. Partiendo de este enfrentamiento, se observa que, mientras que los componentes del lenguaje cotidiano no tienen valor independiente, el lenguaje literario provee a todos sus elementos de un valor autónomo, de manera que cobra especial importancia el uso que se haga de ellos.
Por su parte, la estilística se interesa por el texto literario como elemento autónomo. Es decir, su atención no va dirigida a la biografía, ideas o intenciones, sino al sistema expresivo de una obra o autor, atendiendo a los valores formales y al placer estético.
El New Criticism pretende entender la obra literaria con independencia de su contexto externo, para lo cual presta especial atención al papel del lector en el proceso de comunicación de la obra literaria.
La aplicación de estas ideas al capítulo 68 de Rayuela no puede sino comenzar con el rechazo de todo ese contexto externo que rodea la obra.
El foco en el texto
Como ya se decía, las tres escuelas desestiman el historicismo y centran su total atención en el texto. Atendamos, pues, al lenguaje y su forma.
Apunta Isasi Angulo (1973) que Cortázar emplea tres tipos de vocablos en este capítulo: palabras con significado conocido (“salvaje”), palabras semiconocidas (“marioplumas”) y palabras de acuñación exclusiva del novelista (“encrestionar”).
Siguiendo la idea de confrontación entre lenguaje literario y lenguaje común o cotidiano, compartida por formalistas y nuevos críticos, puede observarse cómo el literario proporciona a sus elementos un valor autónomo. Este uso “especial” del lenguaje permite que un texto literario exprese o presente un determinado sistema lingüístico que en un contexto cotidiano carecería de sentido y resultaría indescifrable. De otra forma, ¿cómo iba a poder comprenderse este melodioso comienzo?: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hindromurias”.
Esta forma de entender el lenguaje literario como instrumento autosuficiente da lugar a dos conceptos clave: extrañamiento y placer estético.
Para los formalistas, el extrañamiento “desfamiliariza” las cosas que tradicionalmente han sido entendidas de forma automática. Siguiendo esta definición, parece claro que para comprender la forma no basta con mirar. Si acudimos al texto, una simple lectura mecánica nos conducirá de manera inevitable a errar en su comprensión.
Por el contrario, si se realiza una lectura atenta, meditada y focalizada en el texto como elemento único, puede llegar a comprenderse, por ejemplo, este final “y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en caricias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias” como culmen de una escena erótica.
En resumen…
Para que haya goce, consecuencia de aquel extrañamiento, es necesario que exista un lector que se comunique con el texto. Este, entonces, cobrará sentido pleno tras ser sometido a la propia interpretación y análisis de un lector que se encargue de descifrarlo.
Probablemente, una de las principales voluntades de Julio Cortázar sería introducir al lector tan profundamente en su obra para que solo pudiera servirse de una única herramienta de comprensión: la interiorización de su propio sistema lingüístico creado por y para la ocasión. Todo esto, claro está, resultaría del todo inútil si no corona el texto un lector activo del todo involucrado.
Díganme qué siente uno al leer este capítulo sino pura necesidad de intervención –lectora–.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
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