De dónde sale la peligrosa idea de que Rusia siempre necesita un hombre fuerte

En “La historia de Rusia” el británico Orlando Figes muestra cómo se construye la idea de que el país siempre será regido por una autocracia. Y cómo esa idea sirve en el presente.

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La estatua de San Vladimir en Moscú. En el origen del relato (Grosbygroup)
La estatua de San Vladimir en Moscú. En el origen del relato (Grosbygroup)

Quizás el pasado ilumine el presente, quizás sirva para encontrar explicaciones o patrones que se repiten a lo largo de los siglos. Saber qué pasó entonces para entender los argumentos del hoy, cómo se llegó al hoy. O tal vez no, porque nada implica una reproducción automática de tendencias, un destino ni que la historia se repita como tragedia o como farsa.

Puede que en realidad se trate tan sólo de un cuento de buenas noches, poco más que los nombres difíciles e impronunciables que se convirtieron en calles, plazas, en postales de ciudades lejanas y que lo que fue haya muerto y ya no tenga mayor peso en el día a día. Hasta que alguien le da entidad a esa historia. Hasta que, en 2016, Vladimir Putin inaugura un monumento frente al Kremlin de Moscú y, con esa estatua, con ese discurso, señala lo que todos deben (debemos) mirar. Como si el presidente ruso dijera “esto soy, de aquí vengo, hacia allá voy”.

El historiador británico Orlando Figes abre La Historia de Rusia (Taurus), publicado, tanto en inglés como en castellano en este tan particular 2022 en el que Rusia ha aparecido en tantas portadas, con esa escena: Putin inaugurando un monumento frente al Kremlin en homenaje al gran príncipe Vladimir, gobernante de la Rus de Kiev (el primer estado eslavo ortodoxo) entre 980 y 1015. Aquel tocayo, según la leyenda, fue bautizado en 988 iniciando el camino hacia el cristianismo para su pueblo.

Para Putin, se trata del mismo pueblo al que gobierna hoy. Aunque, continúa Figes, faltaran muchos, demasiados años en 988 para el establecimiento de un pueblo ruso como tal, incluso con ese nombre. De esta forma, la cabeza de Moscú reescribe su historia: eslava, cristiana, antigua y propia. Que a ningún ucraniano se le ocurra decir que el protoestado de la Rus de Kiev o que el mismo Vladimir tienen más relación con la actual Ucrania que con lo que suceda o haya sucedido en Moscú, que para 988 no era mucho más que un bosque.

No casualmente, la estatua frente al Kremlin se construyó un metro más alta que la que homenajea a Vladimir en Kiev. En cambio, para los líderes contemporáneos en Ucrania, aquel bautismo marcó un camino europeo, el comienzo de un lazo indisoluble entre Kiev y occidente. Dos mitos fundacionales incompatibles, dice Figes, como origen de una disputa que hoy se convierte en guerra.

Como Hansel y Gretel, el autor va dejando a lo largo del libro un camino de miguitas que trazan el rumbo, pistas no tan ocultas en la historia rusa que llevan a que el lector informado y memorioso recuerde ciertas frases, ciertos argumentos o ciertos discursos recientes del presidente ruso. Lo que fue resuena en lo que es, ¿es casual, consecuencia inevitable de los procesos históricos? ¿O es Putin quien ha elegido en qué espejo reflejarse, a qué figura histórica homenajear en una suerte de tributo extraño hecho a gusto y piacere del mandamás del Kremlin?

Putin retoma y resignifica los mitos nacionales que desarrolla Figes: Minin y Pozharski fueron dos figuras simbólicas de la lucha contra los invasores polacos en 1612; doscientos años después, en tiempos de enfrentamientos contra el ejército napoleónico, se construyó un monumento a ambos frente a la catedral de San Basilio, símbolo de sacrificio patriótico que se retomó en 1939, a través del cine. Y, en la actualidad, Putin recurre al mito para justificar el pacto entre Hitler y Stalin de 1939 y la posterior invasión soviética a Polonia como un acto de autodefensa, como un regreso al siglo XVII. Recordarles a los rusos que los polacos fueron, son y probablemente serán siempre una amenaza para el pueblo y la identidad.

Pero Figes va más allá de las figuras históricas. No sólo desarrolla a partir de datos, sino que suma leyendas (y aclara que son leyendas sin mayor fundamento) y explica por qué se cuentan, de dónde vienen, qué objetivo persigue la difusión de esas historias en un momento determinado. Así argumenta cómo se construye una narrativa nacional que varía a lo largo del tiempo de acuerdo a las necesidades del gobernante de turno. Por eso indaga en los monumentos, pero también en pinturas y en la literatura: cuándo, por qué, quién, para qué. Como rezaba el Gran Hermano de George Orwell, “quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.

Quizás la palabra que más se repita y que mejor conjugue pasado y presente a lo largo del texto sea autocracia. Uno de los principales asesores de Alejandro I (zar entre 1801 y 1825), le recordó al emperador que el país se adaptaba mejor a la autocracia, que esta era su forma de gobierno “tradicional”. Los “demócratas” eran enemigos. Su sucesor y hermano menor, Nicolás I (1825-1855), fue aun más allá y consideraba que cualquier cuestionamiento a la autocracia era subversivo. Frente a las ideas revolucionarias occidentales, la sagrada trinidad rusa zarista: ortodoxia, autocracia, nacionalidad. El zar era un instrumento divino, sancionado por Dios para que gobernara Rusia como sus dominios personales. Y no parece una idea demasiado lejana desde el presente.

Vladimir Putin. La Historia al servicio de los intereses del presente. (Sputnik/Mikhail Metzel/Pool vía Reuters)
Vladimir Putin. La Historia al servicio de los intereses del presente. (Sputnik/Mikhail Metzel/Pool vía Reuters)

La debacle, la crisis y el caos del periodo post revolucionario, luego de 1917 se explican desde esta cosmovisión a partir de la debilidad de Nicolás II, último zar del Imperio Ruso. Rusia podrá ser una república (o una federación o un imperio o una unión socialista), pero prácticamente nunca en su historia dejó de necesitar a un zar que dominara todo, por encima de todo.

La conclusión es que Rusia se robustece solamente cuando el pueblo se une detrás de un Estado poderoso, detrás de un líder fuerte y ubicuo que garantice orden. Quien no avale esto, es un enemigo de la nación. Así, en el siglo XVI, el ejército personal de Iván IV, “el terrible”, salía a cazar a los enemigos del zar y barrerlos de la tierra. Las purgas de Stalin en los años 30 se llevaron a cabo contra los “enemigos del Estado”. O el discurso de Putin en marzo pasado, a apenas dos semanas del inicio de la invasión a Ucrania, en el que recalcaba que “la sociedad rusa sabrá distinguir a los patriotas de la escoria”.

Como recuerda Figes, “el Estado autocrático se derrumbó dos veces durante el siglo XX, en 1917 y 1991, y en ambas ocasiones volvió a renacer con una forma distinta”. Tal vez porque la necesidad de creer en algo, en cualquier cosa, que ofrezca esperanza (la religión, un líder, el comunismo) es una constante en la historia de la sociedad rusa. Los ciclos históricos, los patrones recurrentes, parecen condenados a repetirse en la tierra de osos y zares. Pero lo que más se repite es la relectura: no hay otro país que haya reinventado su pasado con tanta frecuencia; ninguno tiene una historia tan sujeta a las vicisitudes de las ideologías dominantes. Es que, argumenta Figes, en Rusia, la historia es política y los discursos políticos no se definen de izquierdas o derechas, sino a partir de las ideas que se tengan sobre el pasado.

Así como alguna vez la primera propaganda soviética se adaptó a los viejos mitos religiosos y estableció el culto a Lenin, la Rusia actual también toma lo que necesita para construirse en base a discursos y narrativas. Pareciera que siempre ha sido así en esta formación y deformación continua del pasado que deriva en que, a fin de cuentas, tan sólo sobrevivan mitos tan fuertes y concisos como incuestionables, al menos durante un periodo en particular.

La lectura histórica actual, recalca Figes, queda plasmada en el libro escolar utilizado desde 2007 y escrito en base a simples pautas estipuladas por la presidencia: Stalin y Brézhnev fueron buenos porque fortalecieron el poder vertical; Jrushchov, Gorbachov y Yeltsin fueron malos porque debilitaron el liderazgo; Putin es el mejor, por fortaleza y por no ser comunista.

Putin ve la historia, se aferra a los símbolos. Vivió el derrumbe del sistema soviético como una humillación para su patria (alguna vez la definió como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”) y el periodo inmediatamente posterior, con Boris Yeltsin en el poder, como la prueba de que la democracia descontrolada sólo podía terminar en el caos y el debilitamiento del Estado.

EVladímir Putin, frente a una bandera con imágenes de los líderes soviéticos Vladímir Lenin y José Stalin, en 2020. (Sputnik/Aleksey Nikolskyi/Kremlin)
EVladímir Putin, frente a una bandera con imágenes de los líderes soviéticos Vladímir Lenin y José Stalin, en 2020. (Sputnik/Aleksey Nikolskyi/Kremlin)

Se considera heredero de una tradición que sí, es autocrática, pero que también se representa en una excepcionalidad rusa característica que la une y la distancia de Europa occidental. Porque los mitos de su historia marcan una línea de desconfianza hacia el oeste que deriva en un rencor más allá de la Guerra Fría o de la guerra actual.

Es el sentir de que el pueblo ruso ha salvado al continente sin recibir reconocimiento acorde: la batalla de Kulikovo en el siglo XIV para expulsar a los mongoles, el invierno en el que fueron detenidas las tropas de Napoleón o los millones de soldados rusos muertos durante la Segunda Guerra Mundial. Ese rencor actual hunde sus raíces en los mitos.

El origen de la corrupción

De la misma forma en que Putin puede encontrar argumentos convenientes cuando decide en donde buscarlos, también resulta sencillo rastrear, al menos desde el siglo XVI, los orígenes de una corrupción endémica que no se limita al gobierno actual, así como los del sistema oligárquico que impera hoy, en el que la única forma de enriquecerse es ser miembro de los más altos círculos de gobierno o gozar de su protección.

Aparecen los antecedentes de los juicios-espectáculo en el siglo XIX, tan hermanados a aquellas imágenes de Alexei Navalny, el blogger opositor a Putin que fuera envenenado en 2020 y detenido a comienzos del año siguiente, detrás de un vidrio, siendo juzgado por tantas causas que resulta difícil seguir la cuenta: desde malversación de fondos hasta “incentivar” al terrorismo.

Moscú. Vista de la capital rusa, en diciembre de 2022. (Sergei Fadeichev/TASS/Sipa USA)
Moscú. Vista de la capital rusa, en diciembre de 2022. (Sergei Fadeichev/TASS/Sipa USA)

La historia rusa es sin dudas extensa y compleja, repleta de mitos y reinterpretaciones que ayudan a construir discursos, pero también de casualidades, de hechos fortuitos que derivaron en el hoy. Podría no haber sucedido así. No existe un camino predestinado que inevitablemente lleve de Iván el Terrible a Vladimir Putin, ni a que su eventual sucesor repita los mismos patrones. Entonces el escarbar entre el cúmulo de leyendas para conocer un pasado tan amañado, desde el siglo X hasta el 2022, sirve para desentrañar los misterios de un presente con demasiadas armas. Pero también, como dice Figes, para que el contar historias contribuya a cambiar la historia.

Quién es Orlando Figes

♦ Es historiador, nació en Londres en 1959 y se nacionalizó alemán en 2017.

♦ Ha publicado 10 libros, de los cuales se han traducido siete al castellano, entre ellos La Revolución Rusa: la tragedia de un pueblo, Los Europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita y El baile de Natasha: una historia cultural de Rusia.

♦ Entre otros, ha ganado el Premio de Historia Wolfson, el Premio al libro de Los Ángeles Times y el Premio Longman– History Today

“La historia de Rusia” (Fragmento)

Numerosos escritores han observado la necesidad que tiene el pueblo ruso de contar con mitos trascendentes que prometan una versión mejor de Rusia. En las novelas de Dostoievski, en las que el sufrimiento y la salvación son temas frecuentes, esta necesidad aparece como una esencia del carácter ruso. La persistencia de dichos mitos explica muchos factores de la historia de Rusia: la perdurable solidez de las creencias ortodoxas; la búsqueda por parte del pueblo de un santo zar que encarne sus ideales y los libre de la injusticia; el sueño de construir el cielo en esta tierra —la utopía revolucionaria—, aunque aquel sueño resultara ser una pesadilla en la forma del régimen estalinista.

Todo esto para explicar por qué este libro se titula La historia de Rusia. Lo que en él se cuenta tiene que ver tanto con las ideas, mitos e ideologías que han dado forma a la historia del país, con las interpretaciones que los rusos han hecho de su pasado, como con los sucesos, instituciones, grupos sociales, artistas, pensadores y líderes que construyeron esa historia.

El libro empieza en el primer milenio, con el poblamiento de las tierras rusas por los eslavos, y termina en el tercero, con Putin y con una explicación de los mitos de la historia rusa a los que este ha recurrido para reforzar su régimen autoritario. El argumento subyacente es sencillo: Rusia es un país que se mantiene unido por una serie de ideas que hunden sus raíces en un pasado lejano, unos relatos de la historia que se han visto continuamente reconfigurados y readaptados para ajustarlos a las necesidades del presente y para dar una imagen del futuro. El modo en que los rusos han llegado a contarse el relato sobre ellos mismos, y a ir reinventándoselo por el camino, es un aspecto fundamental de su historia. Y es el marco que la subyace. (...)

Junto con los mitos que han dado forma al pasado de Rusia, en este libro aparecen muchos otros temas recurrentes. Tópicos que reflejan las constantes estructurales que marcan la historia rusa (factores geográficos, sistemas de creencias, modos de gobierno, ideas políticas y costumbres sociales), las cuales siguen siendo enormemente importantes para tener una comprensión bien informada de la Rusia actual. Demasiado a menudo se hacen análisis de la política contemporánea rusa sin tener conocimientos sobre el pasado del país. Pero, para entender realmente lo que Putin significa para este y para el mundo en general, debemos comprender cómo se relaciona su gobierno con los patrones a largo plazo que manifiesta la historia rusa y lo que para los rusos significa su apelación a esos «valores tradicionales».

Estas profundas constantes estructurales se harán evidentes en mi exposición, pero vale la pena detenerse un momento a clarificar desde el principio un par de ellas. La primera es la más obvia: el enorme tamaño de Rusia y su geografía. ¿Por qué ha crecido tanto el país? ¿Cómo pudo expandirse hasta ese extremo por Eurasia e incorporar tal número de nacionalidades distintas (el primer censo soviético, de 1926, reconocía 194)? ¿Cómo ha condicionado el tamaño de Rusia la evolución del Estado? En el siglo xviii, la emperatriz Catalina la Grande sostenía que un país tan grande como Rusia exigía como forma de gobierno una autocracia: «Únicamente la celeridad en las decisiones respecto de asuntos que llegan de tierras distantes puede compensar la lentitud ocasionada por estas grandes distancias. Cualquier otro modo de gobernar no solo sería dañino para Rusia, sino además totalmente ruinoso». Pero ¿tenía que ser así? ¿No existían otras formas de gobierno representativo o local que pudiesen haber ocupado el lugar del Estado autocrático?

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