De Raven Leilani apenas se habían conocido unos pocos textos publicados en medios como ‘The Yale Review’, ‘McSweeney’s Quarterly Concern’, ‘Conjunctions’ o ‘The Cut’. Su nombre no era parte de la agenda de los lectores norteamericanos, pero cuando apareció su primera novela, luego de haber sido aprendiz de Zadie Smith en la Universidad de Nueva York, todo fue distinto.
¿Cuántas veces un debut literario consigue sorprender tanto? ¿Cuánto tiempo se requiere para que un escritor sea leído a gran escala? ¿De qué manera consigue un autor novel sobrevivir a los comentarios lapidarios de la crítica con su primer trabajo de ficción? Las respuestas a estas preguntas las tiene Leilani, quien, de lejos, es hoy una de las voces nuevas más interesantes de la literatura norteamericana contemporánea.
Su novela, “Brillo”, estuvo entre los mejores libros de 2020, según ‘The New Yorker’, y Barack Obama dijo en su momento que era uno de sus libros favoritos.
Este primer trabajo de ficción le permitió a la joven autora hacerse con el Premio Center for Fiction al Mejor Debut en 2020, el Premio Leonard, el National Book Critics Circle Award al Mejor Debut y el Premio Kirkus de Ficción, también en 2020. Además, recibió en 2021 el Premio Dylan Thomas.
“Brillo” es una de las piezas más fascinantes que se han publicado en Estados Unidos durante los últimos cinco años. Una novela brillante sobre lo que significa ser joven hoy en un país como este.
“La primera vez que lo hacemos, estamos vestidos de pies a cabeza, en nuestros escritorios, en horas de trabajo, bañados por la luz azul del ordenador. Él está en las afueras, procesando un nuevo lote de microfichas, y yo en el centro, ocupándome de las correcciones de un manuscrito nuevo sobre un perro labrador que es detective. Me dice lo que ha comido y me pregunta si soy capaz de quitarme la ropa interior en mi cubículo sin que nadie se dé cuenta. Sus mensajes van acompañados de una puntuación impecable. Le gustan palabras como saborear o abrir. La caja de texto vacía está llena de posibilidades. Sí, vale, me da cosa que desde Informática se conecten en modo remoto a mi ordenador o que mi historial de internet me haga ganarme otra reunión disciplinaria con Recursos Humanos, pero, ay, ese riesgo. Lo excitante de un tercer par de ojos inadvertidos. La idea de que alguien de la oficina, con ese optimismo ingenuo que sigue a la pausa de la comida, pueda toparse con nuestro hilo y ver con cuánto mimo Eric y yo hemos construido este mundo privado” - (Fragmento).
Así empieza esta magnífica historia sobre Edie, una mujer negra de 23 años que trabaja como coordinadora de libros infantiles en una editorial. Resume los libros con bastante sarcasmo, consciente de que debe su empleo al programa de Contratación por cuotas de Diversidad. “Una narración de esclavos sobre una chica mestiza”, dice. O “una narración de esclavos sobre la amistad de un fugitivo con la maestra blanca que desinteresadamente le enseña a leer”.
Edie vive en Brooklyn y atraviesa por un momento emocional complicado. Parte de su jornada la utiliza para follar con sus compañeros. De repente, conoce a Eric y se entrega en cuerpo y corazón a él. Eric es un hombre blanco, de cuarenta años, casado. Todo parece en orden hasta que las cosas se complican y Edie debe vivir una temporada en casa de Eric y su esposa, Rebecca, en un suburbio de Nueva Jersey. Sin intuirlo siquiera, Edie comenzará a tener un particular acercamiento con Akila, la hija negra adoptada de la pareja, y surge entre ellas un vínculo inesperado.
En esta novela, publicada en español por el sello Blackie Books, Leilani retrata con agudeza e ironía el mundo blanco que es consciente de que los negros existen. Rebecca, que sospecha que Edie tiene una aventura con su esposo, sin embargo, encuentra en ella una especie de guía para Akila. Puede que le enseñe cómo ser negra.
“Busco mis pinturas y, cuando las encuentro, veo que casi todas se han solidificado. Hace dos años que no pinto nada, pero (optimista de mí) he guardado a mano una bolsa de material de pintura. Dentro hay un ratón muerto, y no tengo ni idea de cuánto lleva ahí. Porque, durante dos años, he ido apartando poco a poco todos estos materiales de mi vista. He despertado de sueños en los que tenía las manos pringosas de óleo y aguarrás, y se me ha ido la inspiración antes de acabar de cepillarme los dientes. La última vez que pinté, tenía veintiún años. El presidente era negro. Tenía más serotonina y menos miedo de los hombres. Ahora cuesta sacar el cian y el amarillo. Necesito agua caliente para mezclarlos. Me pongo manos a la obra con la pintura, dejo que se seque el acrílico y, como no me queda bien, vuelvo a trabajarla. Soy todo lo fiel que puedo a la escala. Mezclo trece tonos de verde, cinco de violeta que no necesito. La espátula se me parte en dos. Cuando ya casi son las cinco de la mañana, tengo una reproducción pasable de la cara de Eric. La pendiente de su nariz bañada contra la suave luz roja del salpicadero. Aclaro los pinceles y observo el amanecer materializarse en su humeante forma metropolitana. En algún lugar del condado de Essex, Eric está en la cama con su mujer. No es que yo quiera exactamente eso, tener un marido o un sistema de seguridad para el hogar que no se apague jamás durante los años que dure nuestro matrimonio. Pasa que hay horas grises y anónimas, como esta. Horas en las que me desespero, en las que siento un hambre voraz, en las que sé cómo una estrella se convierte en un vacío” - (Fragmento).
“Brillo” puede ser leída en clave millennial, pero reducirla a eso sería pecar demasiado. Leerla con el ánimo de comprender el devenir de lo afro y lo norteamericano sería más adecuado. La voz de esta autora es, simplemente, brutal.
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