Obsesión por la selva, tres amores intensos y el fracaso de una vida de campo: viaje a la intimidad de Horacio Quiroga

El autor de “Cuentos de la selva” y de “Cuentos de amor, de locura y de muerte” se enamoró de Misiones cuando los escritores miraban a Europa. No se adaptó del todo a esa vida pero tampoco a la de la ciudad.

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Horacio Quiroga, al que definieron como el mejor escritor uruguayo de la literatura argentina.
Horacio Quiroga, al que definieron como el mejor escritor uruguayo de la literatura argentina.

A la localidad de San Ignacio, en 1903, el escritor Horacio Quiroga llega casi por casualidad. Acompañando a su amigo Leopoldo Lugones como fotógrafo aficionado para relevar el estado de las Ruinas Jesuíticas en la provincia de Misiones. A pedido del por entonces presidente Julio Argentino Roca.

Pero fue adentrarse por los caminos de la tierra colorada y quedar cautivado por la espesura del lugar. Un paraíso oscuro y denso, hecho a su medida, del que nunca más pudo alejarse. Ni siquiera cuando tuvo que volver a Buenos Aires durante largos años a pedido de su familia, que no lograba habituarse. Cada verano, cada vez que pudo, regresó.

Para llegar al “Museo Casa de Horacio Quiroga” hay que atravesar un sendero con estaciones inspiradas en tres cuentos del autor y un cañaveral por el que se avanza hasta llegar al predio, un pastizal perfectamente cuidado que alberga el espacio donde están emplazadas las dos casas.

La primera, una réplica de madera que se realizó especialmente para el rodaje de la película Historias de amor, de locura y de muerte en el año 1996, protagonizada por el actor Víctor Laplace y la segunda, la originaria, hecha de piedra. “Mediante las fotografías es que se puede reconstruir la disposición de los ambientes. Exactamente en el lugar en el que estaba todo, con la misma orientación a lo que es el río Paraná. Está todo según el plano original, pero se le fueron haciendo ciertos retoques, por el paso del tiempo. Y es donde él construyó originalmente la casa. Hay fotos que lo documentan”, dice María Victoria Cardozo, una de las guías del museo.

Tanto en la casa de madera como en la de piedra hay objetos que pertenecieron al escritor y otros que son réplicas. Aparece la madera como elemento protagonista porque Quiroga era también carpintero y hacía sus propias canoas, remos, utensilios y muebles para el hogar. Incluso tallaba a mano figuras de animales para que sus hijos jugaran. Hay elementos propios de su oficio como un escritorio con documentos, plumas, una máquina de escribir, una cámara de fotos y efectos personales: retratos familiares, sus borcegos de cuero y su bicicleta.

Se destaca el taller donde guardaba de forma prolija y organizada todas sus herramientas. Las habitaciones están ambientadas a la época en la que convivió con su familia. Entre 1910 y 1915, con su primera esposa, Ana María Cires -que después se suicidaría en esa misma casa, tomando líquido de revelado de fotos en una agonía que duraría días-, y sus hijos Eglé y Darío. Y entre 1932 y 1936 con su segunda esposa, Ana María Bravo, y su tercera hija, a la que llamaban “Pitoca”. Ana María tampoco lograría adaptarse y se volvería a Buenos Aires con su hija.

Incluso en los años en que no ocupó la casa, Quiroga viajaba cada vez que podía a ver los cultivos del yerbatal, los cítricos, las palmeras y las distintas plantaciones que iba adicionando en cada estadía.

Horacio Silvestre Quiroga nació un 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Su padre murió cuando él tenía dos meses, y luego su padrastro se quitó la vida de un escopetazo. No soportó las secuelas de un derrame cerebral que lo habían dejado postrado. Quiroga tenía 18 años. Sus hermanos morirían poco tiempo después de fiebre tifoidea.

Una de las dos casas del museo que recuerda a Horacio Quiroga en San Ignacio, Misiones.
Una de las dos casas del museo que recuerda a Horacio Quiroga en San Ignacio, Misiones.

Con la herencia de su padrastro viajó a Francia y se codeó con las letras ilustres de la época. La experiencia le resultó aburrida. Volvió a Buenos Aires, donde tampoco se hallaba, pero conoció a Ana María Cires en el colegio donde daba clases. Ella era su alumna. Se casaron y partieron a Misiones. Un tiempo antes había comprado 180 hectáreas en la selva. Esa tierra sería su hogar.

En el pueblo de San Ignacio no le tenían aprecio, y él tampoco nunca se esforzó por cuadrar. De carácter retraído y siempre abstraído en sus quehaceres, solía navegar solo por el río Paraná a bordo de su canoa. La misma que había fabricado con sus propias manos. Salía con remos de más porque la corriente se llevaba todo a su paso cuando había crecida. A menudo, por las complicaciones climáticas, le tomaba días regresar.

A pesar de su empeño y sacrificio, Quiroga nunca logró convertirse en baqueano. No pudo borrar del todo su impronta de citadino en medio del monte. Tenía modos refinados y foráneos a los ojos del pueblo. Se vestía de blanco y andaba de traje en bicicleta por la tierra roja. Poseía pertenencias de lujo para la época como una motocicleta y un fonógrafo.

Callado, esquivo, prefería la compañía de los hombres de trabajo. Estaba siempre ensimismado en sus quehaceres. En las fotos se lo puede ver con el torso huesudo al descubierto, la piel oscurecida por la inclemencia del sol, la barba espesa y la mirada retraída. En muy pocas sonríe. Pero esa distancia aparente del mundo le permitió mirar a su alrededor con una extrañeza magnética que lo llevó a escribir gran parte de su obra inspirada en la selva misionera.

“En su paso acá por San Ignacio, no deja muchas anécdotas en cuanto a lo social, pero sí hace varios aportes. Describe la forma en la que vivían nuestros primeros vecinos, era una persona con mucha sensibilidad, más allá de que siempre aparezca en sus cuentos lo trágico. Pero él no describe la muerte en sí como algo trágico, terrorífico. Él lo que ejemplifica es la transición hacia esa muerte, que es parte de la vida, y cómo se puede estar inmerso en esa naturaleza que tantos desafíos te pone. Una naturaleza exuberante que se presenta también para desafiar los propios miedos. Acá solemos decir, ‘Misiones no es para cualquiera’. El clima, el relieve, la vegetación presentan batalla. Y él supo librarlas. Su gran deseo, su gran sueño, siempre fue vivir acá. Lo ha dejado manifiesto en muchos escritos”, detalla Cardozo.

Esas vivencias pueden leerse en sus libros de cuentos: El salvaje, Cuentos de amor de locura y muerte o en las crónicas reunidas en La vida en Misiones. Le interesaba retratar los días de personajes desgraciados, echados a su suerte, explotados por sus patrones. Verdaderos nadies en la inmensidad de un territorio difícil de doblegar. Así lo describe en un pasaje del cuento “Los desterrados”.

Una de las habitaciones de la casa misionera de Quiroga.
Una de las habitaciones de la casa misionera de Quiroga.

Ahí va tu sueldo, macaco, gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba en pedazos. Llegó un momento en que João Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró, silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.

En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos.”

Admirador de los escritores Edgar Allan Poe, Guy Maupassant, Rudyard Kipling y Antón Chéjov, Quiroga es considerado el “Poe latinoamericano” por la precisión en la estructura de sus textos y el manejo de los recursos narrativos. Fue cuentista, novelista, poeta, dramaturgo y crítico de cine. Escribió en las principales publicaciones de la época. La Prensa, Billiken, Caras y caretas, El Hogar y La Nación, entre otros. Ensayó algunos de los mejores consejos para escritores en “Decálogo de un perfecto cuentista”, un texto que no pierde vigencia.

Estas son algunas de sus recomendaciones:

V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VII- No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

IX- No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

Pero fue la publicación de sus libros Cuentos de la selva y Cuentos a mis hijos, ya clásicos de la literatura infantil, los que le dieron popularidad. Allí donde la literatura para niños se ocupaba de contar fábulas y moralejas, Quiroga presentaba un escenario narrativo desconocido: la selva misionera.

En esos relatos aparecen animales característicos como el yacaré, el cuendú -similar al erizo-, el agutí -un roedor de tamaño mediano-, la serpiente de cascabel, el coatí, la anaconda y los tigres del monte. El origen de esos cuentos fue un regalo y a la vez una lección para sus propios hijos, Eglé y Darío, como se puede leer en el inicio de “El paso del Yabebirí”

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque “Yabebirí” quiere decir precisamente “Río de las rayas”. Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar renqueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Los cuentos eran una advertencia: los animales de la selva podían picar, morder o atacar. Había que estar atento. Así el trato con sus propios hijos oscilaba entre la enseñanza y la exposición temprana al monte para alertarlos del peligro que los rodeaba.

Durante algunos años de su vida en Misiones, Horacio Quiroga fue juez de paz. Fue un puesto que consiguió por ser letrado y que le valió un sustento mensual mientras los cultivos que intentaba seguían estancándose en el arcilloso suelo selvático. No fue muy aplicado en su labor, anotaba los nacimientos en papel y luego los almacenaba en una lata.

Sus intereses eran otros: conocer la mayor cantidad de plantas e insectos, clasificarlas, vivir entre los animales, escribir sobre cine y sacar fotos. Su amor por la selva fue tan inmenso como tortuoso, no soportaba la vida en soledad, apartado de su familia.

Volvió definitivamente a Buenos Aires en 1936, ya enfermo. Y ante la confirmación de un diagnóstico de cáncer, diluyó cianuro en un vaso con whisky y murió el 19 de febrero de 1937. “No se vive en la selva impunemente, ni cara al Paraná. Bien por tu mano firme, Gran Horacio. Allá dirán”, reza uno de los versos que le dedicó su último amor, la poeta Alfonsina Storni. Un año después, en 1938, ella se suicidaría en el mar.

En el Museo Casa se muestran trabajos de carpintería como hacía Quiroga, como canoas y remos.
En el Museo Casa se muestran trabajos de carpintería como hacía Quiroga, como canoas y remos.

La imagen de la tragedia y la muerte rodea desde el inicio la figura de Quiroga. Pero en San Ignacio su recuerdo tiene además otras facetas. “No le saco nada del mal de carácter que tenía, era un hombre de pocas pulgas, un egocéntrico, pero además ese egocentrismo es lo que le permite inaugurar lo que inauguró. Era una persona estudiosa, interesada por la ciencia y por la naturaleza”, dice Néstor Ríos, estudioso de la obra de Quiroga y uno de los primeros en poner en valor el “Museo Casa de Horacio Quiroga” antes que se restaurara y se abriera al público.

“Fue alguien que tuvo una vida con mucha exigencia, pero porque él se ponía en un camino de exigencia. Él quiso ir a Misiones, él quiso esa vida, casarse con mujeres jóvenes y pagó por todo eso”, afirma Ríos. Y pugna por un legado más luminoso. “A Quiroga hay que verlo desde otro punto de vista. Desde el hombre que trabajó, que produjo. Desde el hombre que descubrió una nueva naturaleza y que escribió desde este lugar cuando todos miraban a Europa”.

Quién fue Horacio Quiroga

♦ Nació en Salto, Uruguay, en 1878, y se suicidó en Buenos Aires, Argentina, en 1937.

♦ Fue uno de los grandes maestros del cuento latinoamericano y se lo comparó con Edgar Allan Poe.

♦ Entre sus obras fundamentales se cuentan Cuentos de amor, de locura y de muerte y Cuentos de la selva.

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