En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la argentina Guillermina d’André, que acaba de sacar su primer libro después de pasarse años perfeccionando la escritura de sus cuentos a fuerza de prueba y error, por un lado, y de los distintos talleres literarios a los que asistió, por el otro.
Fue justamente en el taller de Claudia Piñeiro que la célebre escritora argentina le dijo: “Tus cuentos no son cuentos, son novelas”. Aunque esta sentencia le dejó en un principio un gusto amargo en la boca, D’André terminó por escuchar a la autora de Las viudas de los jueves y se lanzó de lleno al tan maratónico como gratificante proyecto de escribir una novela.
El resultado es Las ramas caídas, editado por Metrópolis Libros, una novela sobre tres hermanas unidas pero enfrentadas por una serie de secretos.
Cómo escribí “Las ramas caídas”
Esta novela fue la reacción a una frase incómoda. La respuesta a un desafío.
Mi hija menor había empezado el jardín de infantes y yo recuperaba de a poco el espacio de escritura. Estaba haciendo un taller con Claudia Piñeiro al que solo pude ir medio año hasta que aparecieron los resfríos, las gripes y llegaron las vacaciones de invierno.
Después de mi segunda lectura, Claudia me dijo: “Por más que el remate suene lindo, tus cuentos no son cuentos, son novelas. En vez de cerrarlas, tendrías que escribirlas”.
Ella ni sabe quien soy pero a mí su voz me repiqueteó en la sien durante un año largo. La rumiaba con bronca, porque llegar a escribir ese no-cuento me había llevado horas robadas al sueño, era todo lo qué podía hacer, mi máxima entrega. En el fondo la molestia venía de saber que tenía razón. Yo no me atrevía. Una novela me parecía algo inabarcable; en mi mente armaba fichas de personalidad, árboles familiares, lineas cronológicas. Eran planillas de excel agotadoras que cortaban la creatividad.
Por entonces tenía 39 años y había terminado de leer la saga La amiga estupenda de Elena Ferrante, Mil soles espléndidos de Khaled Hosseini y Suite francesa de Irene Nemirovsky. Libros gordos, complejos, magnéticos, imposibles de escribir por una madre del montón, con ratitos libres y algún posible don para jugar con las palabras.
Pero las ganas se estaban juntando adentro. Por eso, al año siguiente empecé otro taller con Guadalupe Wernicke. Me gusta ir cambiando, escuchar distintas voces e influencias, pero además me quedaba cerca de casa y del colegio. Era mas fácil sostenerlo. En cada encuentro Guada proponía un texto, lo discutíamos y era el puntapié para la escritura. Me propuse seguir las consignas hasta armar un todo. Ir paso a paso, aplastando el miedo a no llegar.
Fue algo que aprendí con el diagnostico de hipoacusia de mi segundo hijo. A mi hija mayor le había enseñado a hablar naturalmente; solo hablando, sin pensar. Con mi hijo, en cambio, tuve la responsabilidad de meterlo en el lenguaje, desde lo vibratorio, la intensidad de los vientos, los rulos de la lengua en la boca, las muecas para modular. Había que contraponer palabras a los pensamientos, zambullirse en los sonidos. ¿Cómo llegar a formar una oración si no nombraba las consonantes? Íbamos de a una letra por vez y cuando me quise dar cuenta mi hijo tenía 15 años, iba a un colegio bilingüe y llevaba una vida con palabras. Ya había empezado a usarlas para sacarme de encima.
No pensé en qué escribir, ni inventé primero a los personajes: fueron apareciendo. Al principio eran solo dos hermanas.
El primer texto disparador fue un fragmento de la Biblia. No recuerdo si repetía las palabra “hermanos” o si fue por una charla íntima con mi hermana mayor, que me seguía latiendo en el cuerpo.
En la versión sin editar de la novela, cada capítulo terminaba como el final de una serie de Netflix, con gancho, para que mis compañeros de taller me pidieran más. Me obligaba a despertarme a las cinco si no había tenido tiempo durante el día. Cumplía con mi capítulo semanal pasara lo que pasara.
Mis “hermanas” iban ganando bordes, se enojaban o se reían de una manera particular. Yo las veía en situaciones cotidianas; cuando retaba a un hijo pensaba en cómo se comportaría cada una, fruncirían la boca, levantarían el indice, gritarían. Me lavaba el pelo y pensaba en qué marca de shampoo usarían Amalia, Jazmín o Teresa, si desperdiciarían agua bajo la ducha o lo harían rápido, qué canciones tararearaban cuando estaban solas, que frases se repetían a si mismas.
Al ponerlas en acción o en escenarios, la historia iba creciendo como una ola y había que dejarse llevar, revolcarse. Los personajes me soltaban la mano y yo los seguía, intrigada por saber a donde iban. Descubrirlo me emocionaba como si no hubiera salido de mi cabeza. A veces me sentía medio chiflada, pero era una locura linda.
El final no lo supe hasta que sucedió. Lo escribí en un viaje de vuelta con mi marido desde Nápoles.
Si bien no escribí con una idea central ni una estructura, los temas que me atraviesan se colaron en la trama. Los vínculos, las mentiras, la dificultad de hablar, el loop de repetición de las historias familiares cuando quedan silenciadas. La búsqueda de la verdad y el bien, el miedo a lastimar. ¿Por qué las familias? Todos venimos de una. La carencia también es una forma: es la plataforma de salida y el lugar al que uno vuelve como si no pudiera escapar. Por entonces me preguntaba como hacer para no trasladar las lealtades obligadas a los hijos. Me acuerdo que estaba leyendo Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan.
Vino la etapa de edición. Primero lo hice sola investigando verosimilitudes, chequeando que el mundo que había creado fuera posible. ¿Existían esas plantas que yo nombraba en Perú? ¿Se viajaba en avión o en tren? ¿En qué año habían nacido los que rodeaban a las hermanas?
Un día me pasaron el teléfono de Debora Mundani, que fue la que me dijo: “Animate, esto esta bueno”. Y empezamos a trabajar juntas. Escribí capítulos que no iban a estar en la novela sobre personajes secundarios; le di más espacio a algunos momentos. Me enseñó a ponerle intelecto sin perder la frescura. Después dejé que la novela reposara, la vida me trajo otros desafíos, pero cada tanto la agarraba y reescribía.
Animarme a publicar fue aceptar que, aunque todo es perfectible, esa historia era la mejor versión en ese momento. Tuve que aprender a dejarla ir: para poder meterse en otras historias ya escritas que esperan y saltan en el cajon y la laptop, que se me aparecen mientras manejo; que necesitan salir a volar como los hijos, hasta donde lleguen.
Quien soy y porque hablo de secretos
Empecé a escribir en la adolescencia. Era la forma que tenía de abrir las compuertas para no rebalsarme. Tuve una infancia dura y crecer me daba un miedo abrumador. Pero quizás por petisa: mido un metro cincuenta. Fui compadrita y avancé, avancé hablando mucho y escribiendo lo indecible. La locuacidad en el papel, las metáforas que encubrían dolores y secretos, y se evaporaban cuando quería abrir la boca. En cambio, salían palabras que nada tenían que ver con lo que me pasaba. La boca era la divisora de los mundos, la careta de mis silencios. La escritura, en cambio, era el drenaje.
Al terminar el colegio estudié y trabajé en periodismo. Se abrió una posibilidad nueva: mirar las vidas ajenas, ver a un ser humano detrás de un personaje. Contemplaba a las personas como si fueran universos, tratando de entender sus constelaciones, qué ocultaban en sus agujeros negros y para qué brillaban. Miraba a cualquiera para no mirarme a mí. Y escribía de ellos para sacarme de foco.
Al poco tiempo me fui a Nueva York, un poco para escapar y otro poco para estudiar escritura creativa y así darle forma a todos esos fragmentos sueltos. Nadie me conocía. Podía traicionar todas las historias reales hasta hacerlas ficticias. Imaginaba narices puntiagudas, bebes de raza negra, amores difíciles entre un violinista libanés y una suiza. Salía de un mundo estrecho y entraba a uno con variedades impensadas. Conocía gente y formas nuevas que ponía a jugar en historias. Hacerlo en otro idioma era un doble escudo. Pasaba horas encerrada en la biblioteca leyendo mitología griega y buscando la etimología de las palabras. Me encanta ejercitar con palabras, sus derivados, sus traducciones; espejarlas hasta que multipliquen los significados, hasta que pierdan su sentido y ganen uno nuevo.
Una profesora, Peggy Garrison -que tenía dos gatos de cola negra que se le enredaban en las piernas y amigos con poleras que fumaban marihuana y me hacían sentir en una película-, me puso bajo su ala para que siguiera estudiando en Columbia. Pero me volví a escapar. Me escabullí sin dar la cara y volví a Buenos Aires. Al llegar me enamoré, me casé y tuve cuatro hijos. Me dejé absorber por la maternidad : personas que salían de mí y no eran yo. Personas que me gustaban. Tesoros que no había que arruinar.
Estaba maravillada. Honré mi maternidad con pasión y me sentía demodé. Un poco de vergüenza me daba cuando me preguntaban: ¿qué haces? Y yo, que no paraba un minuto, respondía “nada”. Mi escritura dejo de ser creativa y fue de descarga.
Pero aprendí mucho de mis hijos, entre otras cosas, la diferencia sutil que existe entre algunas palabras. Como escuchar y oír. O entre escribir y decir. Lo primero era algo que sí podía hacer.
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