Quizás asombre saber que El marica, ese cuento que se usó en la lucha por el matrimonio gay en 2009, 2010, fue escrito en 1959. Pero es así. Abelardo Castillo lo había publicado en la revista El grillo de papel, que él dirigía. Después salió en 1962 en el libro Las otras puertas. En 1998 un grupo de padres de una escuela de la provincia de Santa Fé denunció a una maestra por leerlo junto a sus alumnos. Ese es uno de los cuentos que la escritora Gabriela Saidón leyó para el podcast La oreja que lee, que se puede escuchar clickeando acá.
Allí un grupo de amigos se organiza para ir a debutar con una prostituta. Lo llevan a la rastra a César que.. ya saben que no va a querer. Y pasan cosas. Y nadie queda a salvo del dolor.
El otro cuento que grabó Saidón es Conejo, un relato en el que el narrador es un niño que descubre cosas no tan buenas de su familia.
“Elijo a Abelardo Castillo porque es un cuentista excepcional y fue mi primer maestro de escritura”, contó Saidón.
¿Por qué esos cuentos? “Porque están escritos en segunda persona: la segunda persona es una primera falsa”, aporta la autora de Cartas quemadas.
En Conejo, el nene le habla a su juguete. En El marica, el narrador se llama Abelardo -nada menos- y le habla a su amigo César. “Esa segunda persona cobra un significado especial hacia el final del cuento”, adelanta Saidón. “Son relatos iniciáticos, que tienen que ver con su San Pedro, bastante autobiográficos”.
Del taller, Saidón contará, por ejemplo, que Castillo era “un militante del cuento tradicional” y decía “que para escribir un buen cuento hay que saber el final”.
Todo eso y más dirá Saidón en el podcast antes de arrancar la lectura. Para escucharla hay que clickear acá.
Abelardo Castillo nació en Buenos Aires en 1935 pero muy pronto su familia se trasladó a San Pedro, junto a río Paraná. Murió en Buenos Aires, en mayo de 2017.
Fundó y dirigió varias revistas literarias, como El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco.
Escribió grandes obras teatrales, como El otro judas e Israfel. Es autor de novelas memorables, como “El que tiene sed” y Crónica de un iniciado. Soy especialmente fan de El que tiene sed, una novela que habla del alcohol, de un hombre y el alcohol. Cuando la leía me sentía mareada, tal es su potencia.
Castillo decía que él no era escritor, que él era “un hombre que escribe”. Que escritores eran los otros. Los que se tomaban muy en serio a sí mismos.
Gabriela Saidón también nació en Buenos Aires. Cuando tenía 9 años quería ser escritora, música o detective pero esto último no puedo ser porque su mamá se negó a comprarle un kit de la Agente 99. Leyó, leyó, leyó. A los 10 años escribió dos novelas. A los 19 se puso a hacer taller literario. El escritor le dijo que las novelas escritas antes de los 40 no podían ser buenas ni serias. Ella le creyó.
Trabajó muchísimos años como periodista. Publicó libros como “La montonera. Biografía de Norma Arrostito”, “Qué pasó con todos nosotros”, “Cautivas”, “Santos ruteros”, “Memorias de una chica normal (tirando a rockera)”, Superdios (sobre Maradona) y, recientemente, la novela Cartas quemadas, sobre un amor entre dos mujeres de generaciones diferentes que no es tan “está todo bien” sino que trae sus dudas, sus contramarchas, sus resquemores.
Antes, en La oreja que lee
Por La oreja que lee ya pasaron Martín Kohan, Cristian Alarcón, Marcos López, Alexandra Kohan, Florencia Canale, Agustina Bazterrica, María Kodama, Claudia Piñeiro, Luciano Lutereau, Lorena Vega, Eduardo Mileo, Rafael Spregelburd, Selva Almada, Enzo Maqueira, Sylvia Iparraguirre, Franco Torchia, Ezequiel Martínez, Guillermo Martínez, Gabriela Cabezón Cámara, Martín Caparrós y Mariela Gal.
Ellos leyeron cuentos de Jorge Luis Borges, Mariana Enríquez, Horacio Quiroga, Juan José Saer, Fleur Jaeggy, Chica Unigwe, Samanta Schweblin, Ignacio Molina, Flor Monfort, Julio Cortázar, Roque Larraquy, Diego Angelino, Liliana Heker, Sara Gallardo, Néstor Perlongher, Gabriel García Márquez, Daniel Moyano, Sylvia Molloy, Italo Calvino y Gabriel Goldberg.
Cualquier episodio del podcast se puede escuchar clickeando acá. No hace falta ningún dispositivo en especial: sirve una computadora, un teléfono, una tablet.
Y más literatura
Además de La oreja que lee, cada semana envío un comentario sobre libros , o sobre libros y cosas de la vida, o sobre algún libro que nos ayuda a entender, a pensar, a emocionarnos. Lo hago a través de un newsletter que se titula Leer por leer.
Allí más o menos voy siguiendo lo que pasa en nuestro día a día pero también vuelvo a lecturas de otros tiempos, porque vienen a cuento o porque, en fin, ¿qué es lo que le da actualidad a un libro? Ahora se viene el verano ¿qué vamos a leer cuando tengamos tiempo de leer?
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El marica (fragmento)
Escuchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escúchame.
Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano.
Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije
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