Es un feriado de diciembre en Buenos Aires y la calle está desierta. El calor, el mundial, el clima de fin de año y la hora de la siesta contribuyen a la percepción de una ciudad suspendida. Pero en un piso de Belgrano R hay aires de novedad, de frescura. En las últimas semanas se publicó El tango de Oscar Wilde, el último libro de Gonzalo Garcés, donde el escritor reúne varias de sus columnas semanales en Radio Mitre.
El aire de renovación no es solo por los efluvios del aire acondicionado y por el hecho siempre agradable de que un libro nuevo posibilita conversaciones e ideas nuevas. Es porque entre las tapas de El tango de Oscar Wilde está cifrada una historia más: la del propio autor. Como tantos escritores, Garcés escribió un puñado de novelas –Los impacientes, El futuro, y El miedo–, y ensayos –Hacete Hombre, un ensayo-crónica sobre la masculinidad, y Cómo ser malos, ensayos reunidos sobre literatura–, pero en los últimos años algo no salía, la búsqueda de una nueva novela no daba resultado. Y en el medio, la pandemia, la cuarentena, el encierro.
Hoy, después de haber pasado los años del desierto, en el living de su casa, Garcés dice a Infobae Leamos que “los materiales para armar algo hermoso están en todos lados, además de en la biblioteca”, y que “hay un calor humano que asocio mucho con estas historias”. A diferencia de otros libros, este tiene la cercanía con los oyentes de la radio, que semana a semana dejaban sus mensajes en redes o llamaban a la radio para comentar algo de lo escuchado ese mismo día. “Si yo pudiera elegir, mi deseo sería que este libro fuera leído como un producto del deseo de recuperar libertad, humanidad y belleza, en una época nefasta. Y creo que ese deseo fue compartido entre los oyentes y yo”.
Empecemos por el principio. Un día, en 2020, Garcés tuiteó que las letras de Charly García del’ 79 al ‘80 llevan escondida una novela matrimonial, desde el primer enamoramiento hasta la separación y las conclusiones. Nunca pensó que el tuit sería leído por el periodista Jorge Fernández Díaz, quien quedó fascinado y lo invitó a contar su hipótesis en Pensándolo Bien, el programa de radio que conducía en Radio Mitre. Garcés pensó que iban a hablar quince minutos, pero la charla se extendió y terminaron hablando una hora entera.
Al colgar el teléfono, Garcés se entusiasmó. Su esposa, Agostina, le aconsejó que le propusiera a Fernández Díaz contar otra historia”, y Garcés, al principio renuente porque “Fernández Díaz me daba la mano y yo lo tomaba del codo”, se animó a escribirle un mail. El periodista también se entusiasmó, aunque aclaró que por el momento no había presupuesto para una remuneración.
“Lo pensé y dije que no necesitaba esa plata ahora, lo que yo necesitaba era volver a tener una razón para contar una historia”. Y así, el autor de El miedo empezó a inventar: a veces sacaba material de la historia real, como la de Elvis Presley, o de los trovadores, o la historia de Praga, y en algún momento empezó a escribir verdaderos cuentos de pura ficción. El resto es historia: en Spotify se pueden encontrar las columnas de Garcés en Pensándolo Bien, y ahora salieron en formato libro, con prólogo del propio Fernández Díaz.
–Me cambió la vida –cuenta el escritor frente a una taza de café helado–. Yo le debo una segunda vida a Jorge Fernández Díaz, no lo voy a olvidar nunca. Porque me dio un espacio donde me planté para narrar de otra manera, sin la idea preconcebida y grandiosa de lo que debía ser mi novela, que me pesaba, pero con otra clase de responsabilidad: la de inventar una cosa cada semana, llueve o truene, cada martes inventar una historia y contarla. Y también llegar a los oyentes.
-¿Cuál es la diferencia entre escribir un libro y hacer ficción en radio?
-La inmediatez con que te llegan las respuestas. La misma clase de estímulo que te puede dar conversar con alguien, como lo estamos haciendo ahora, por oposición a ensayar un discurso frente al espejo. Y esto no es para hablar mal del oficio de escribir, sigue siendo mi oficio, pero la experiencia de contar una historia por semana y recibir el feedback de inmediato fue muy estimulante. Primero por lo instantáneo, y porque cuando es tan instantáneo sabés enseguida qué cosas de tu historia tocaron a los otros y qué cosas no. No significa contar historias pensadas para agradar; cuento las historias que me interesan a mí, pero sé que la forma de contarlas va a hacer que lleguen a mis interlocutores. Ahí se desarrolla un músculo conversacional, podríamos decir, que para mí valió muchísimo, me quitó solemnidad y me hizo más fuerte para narrar. Y además (esto que voy a decir puede parecer hasta levemente demagógico, pero entonces viva la demagogia, porque para mí es real), las respuestas de los oyentes de radio rara vez son análisis sesudos del texto o de las metáforas, son reacciones: me gustó, me reí, lloré, me hiciste acordar a mi infancia, me sacaste por un rato de mi realidad. Esas reacciones no mienten, las emociones no se fingen.
-Es algo visceral…
-Sí. A la vez, eso te da la humildad del carpintero. Si alguien se olvidó por un rato de su realidad por un cuento tuyo, ya ni siquiera es tanto mérito tuyo, es mérito del objeto, del cuento. En todo caso, mi satisfacción es con lo construido. Mirá, esta mesa funciona, aguanta el vaso, este techo protege de la lluvia, esta historia emociona. Listo, ni siquiera tenés un sentimiento de pertenencia tan grande. Y por otro lado, al releer los cuentos de corrido, veo una voluntad por recuperar humanidad, libertad y sentido del placer en la vida. Supongo que eso tiene que ver con que empezaron durante la cuarentena. Como no podía salir de casa y los oyentes tampoco, empecé a contar historias sobre viajes. Hay algunas que no están incluidas en el libro, como una historia sobre Praga o sobre el Transiberiano.
-Las columnas fueron pensadas para el formato radial. ¿Cuál fue el criterio para decidir cuáles entraban al libro y cuáles quedaban afuera?
-Fue un desafío, me pregunté lo más honestamente posible si los relatos que había pensado para ser dichos e ir con música se podían sostener leyéndolos en la página. A veces busqué ahondar un poco más en el texto, enriquecerlo, para darle solo con palabras lo que originalmente hice con música. A veces lo reemplacé por otra cosa. Por ejemplo, hay un relato que se llama El filósofo y la mosca. Es un cruce entre la historia que se narra en la película de Cronenberg, La mosca. Tenés al doctor Brundle, el genio loco que crea una máquina teletransportadora, se teletransporta, y como en la cabina se metió una mosca, la máquina interpreta que su genoma y el de la mosca son uno solo, y los combina.
-Y qué pasa?
-Cuando Brundle sale por el otro lado, teletransportado, no lo sabe pero ya es hombre y mosca y poco a poco empieza a transformarse en mosca. La transformación va cambiando en el carácter y la ética de Brundle. Sobre el final, ya convertido en monstruo, Brundle le pregunta a la mujer que lo quería: “¿Conocés la política de los insectos?’’. Es una pregunta rara porque no se habló de política en la película. “No sé de qué me hablás”, dice ella. “Los insectos no tienen política, no tienen compasión, no podés confiar en ellos”. “Yo fui un insecto que soñó que era un ser humano y amaba ese sueño, pero ahora el sueño terminó y el insecto está despierto”. “No entiendo”, repite ella. “Te estoy diciendo que te voy a lastimar si no te vas”. Y ella se va. Ahí entendés que la película también puede ser una metáfora de otra cosa: del fascismo. El fascismo también busca hacer surgir una fuerza interior que parecía reprimida.
-¿Entonces?
-En esa historia, cuando la conté en la radio, yo usaba no música sino un efecto sonoro que era a a intervalos regulares el ruido de la multitud que aclama a un líder. Y eso no lo podía poner, entonces intercalé en la historia pedazos de discursos de Mussolini, de Chavez, de Fidel Castro y de Perón. Discursos sumamente violentos que fueron seguidos de aplausos extáticos. Bueno, así es como traté de traducir estas historias del lenguaje de la radio al literario.
“Todo forma parte de una manera de ver las cosas, yo pongo codo a codo un discurso de Fidel, uno de Perón y uno de Mussolini, no para provocar a un progresista. Yo leo un discurso y veo que son muy parecidos”
-En el prólogo, Fernández Díaz dice que posiblemente tomás algo de Abelardo Castillo y de Javier Marías. Yo pensaba en E.M Forster, que tenía una columna literaria en la BBC, y tal vez en las contratapas de Juan Forn, que a veces usaba la historia universal como plataforma para contar una historia pequeña. ¿Qué referencias o referentes encontraste vos a la hora de hacer estas columnas?
-No leí ni escuché a E.M Forster. Las columnas de Juan Forn le ganaron el cariño de sus lectores porque probablemente Juan, que también padeció en algún momento de una idea demasiado grandiosa de la literatura, descubrió que hay historias en todas partes y que ni siquiera es necesario inventar. Es más importante el placer de narrar que la pregunta de si es inventado o sacado de la historia real. Y me alegró sentir que en los últimos años de su vida Juan disfrutó narrando, tuvo ese goce. De Javier Marías aprendí que entre pensar y narrar no hay mucha diferencia. Después me dediqué a saquear alegremente a Borges, con humor.
-¿Cómo?
-La primera historia de este libro se llama El secreto de la vida, y para mí es como una broma secreta con Borges: él tiene un cuento famoso que se llama El Inmortal, donde un hombre bebe de las aguas sagradas y se vuelve inmortal, entonces es testigo de la historia universal. A mí me dieron ganas de escribir sobre un inmortal, pero combinado con una música que es todo lo contrario de la elegancia borgeana, una música, para decirlo en pocas palabras, hasta un poco mersa, que es la música country. Y en particular una canción que se llama El jugador, en la versión de Johnny Cash. Cuenta la historia de un tipo que le dice al otro que el secreto de la vida está en el póker. Dice algo parecido a “tenés que saber cuándo guardar las cartas, cuándo mostrarlas, cuándo irte caminando y cuándo salir corriendo, nunca cuentes tus ganancias cuando estés en la mesa”. Yo combiné la canción con la historia de El Inmortal, imaginando que a mi inmortal un mercader de Samos, en la era cretense, a cambio de un trago, le da un consejo, que es el estribillo de la canción. Me reí mucho escribiendo la historia, imaginate: el gran secreto de la vida es el estribillo de una canción country.
-Eso tiene que ver con lo que decíamos antes: quizás uno tiene una idea de la literatura muy solemne y tenés que estar dispuesto a reconocer que esa literatura está, pero en un lugar que no querés ver.
-Exacto. Por ahí buscabas la gran literatura en una biblioteca con libros forrados en cuero, y estaba en una idea que se te ocurre a la mañana en el baño, o en un momento en que se te traba la lengua y decís una palabra por otra, o en una estupidez que le decís a tu novia.
-¿Sos de tomar notas de lo que se te va ocurriendo?
-Cuando tengo piolines sueltos, lo dejo en la cabeza. Soy mi propia abuela para algunas cosas: cuando tengo una idea que realmente me gusta para algún cuento, me lo escribo en un mail y me lo mando, después me lo voy reenviando para agregar cosas.
-En los últimos dos o tres años cultivaste un perfil social, intervenís en las discusiones públicas sobre política, sobre educación. Y creo percibir en estos textos una relación. Sin ir más lejos, al tomar discursos fascistas y elegir discursos de Fidel y de Perón, marcás una posición, tomás algo de esas discusiones. ¿Cómo vinculás las discusiones del espacio público con lo que estás escribiendo?
-Así como no distingo mucho entre una idea filosófica y una narración no distingo mucho entre una opinión política que puedo tener y una historia. Todo forma parte de una manera de ver las cosas, yo pongo codo a codo un discurso de Fidel, uno de Perón y uno de Mussolini, no para provocar a un progresista. Yo leo un discurso y veo que son muy parecidos. Te doy un ejemplo: el discurso que cito de Fidel habla del Che y de sus cualidades sobrehumanas, de disciplina, de ser incansable, casi imbatible, de anular todo sentimiento en favor de la causa, y Mussolini decía lo mismo sobre el fascista perfecto. Los dos buscaban al superhombre. El Che hablaba del hombre nuevo, y Mussolini hablaba del superhombre, tomándolo de Nietzsche. ¿Cuál es la diferencia? No es una provocación, es una observación. Si resulta provocador, es accesorio.
-Otro ejemplo: la historia de un tuitero que sin darse cuenta cita a Shakespeare y habla de la cuarentena. Ahí, sin que sea provocador, hay una plataforma de la coyuntura del momento, la falta de las vacunas, y él opina sobre esas cuestiones. La realidad política dialoga con la historia que vas contando.
-Era un clima de época. Ahora no es exactamente el mismo, pero creo que cuando recordemos más adelante el color del cielo en el año 2020, va a ser gris. Yo lo recuerdo como un año en el que era casi todo el tiempo de noche o estaba el cielo gris, estábamos encerrados con una sensación de amenaza, de desconfianza, de que si salías a la calle cualquier persona te podía contagiar de una enfermedad mortal, y también a medida de que pasaba el año tuve la sensación progresiva de que el gobierno en esa plaga no era tu amigo. Que de hecho estaba agravando las cosas, que cuando hubo vacunas disponibles se postergaron para hacer negocios con otros fabricantes de vacunas y murió un montón de gente que no necesitaba morirse, entre ellos gente que yo conocía.
-¿Y Shakespeare?
-Se me ocurrió esta historia de un hombre que en Twitter representaba un monólogo de Hamlet porque yo leía en las redes sociales, y de verdad, el tono desesperanzado y pesimista que me hacían acordar a Hamlet. Muchos teníamos sentimientos no tan diferentes de los que tenía el príncipe Hamlet: que el rey no es legítimo, que no quiere el bien de sus súbditos. Hamlet dice: “El mundo es una prisión,y Dinamarca es uno de sus calabozos más oscuros”. Yo sentía de verdad eso, que el mundo era una prisión y que mi país era uno de los calabozos más oscuros. Realmente estábamos recreando los sentimientos, ya que no las palabras, de Hamlet. Hamlet dice: “Oh, señor, podrían encerrarme en una cáscara de nuez y me sentiría el rey de espacios infinitos si no fuera porque tengo pesadillas”. También era un sentimiento generalizado, porque cuando no podés ver un futuro te sentís encerrado aunque estés en campo abierto. Así que para mí, el cuento realista es de Hamlet.
-¿Cómo se lleva tu parte de escritor que necesita tiempo para escribir y pensar con el tiempo de las redes, lo inmediato, la columna semanal?
-¿Te acordás de una canción de Charly que dice: “Y si mañana es como ayer otra vez lo que fue hermoso será horrible después / no es sólo una cuestión de elecciones. No elegí este mundo, pero aprendí a querer / Pero si insisto, yo sé muy bien que conseguiré”? ¿De qué habla? ¿De la coyuntura política o de su pareja? De las dos. ¿De la frustración de un tipo que fue militante de izquierda en los 70 y ya no sabe qué hacer? ¿O de un tipo con una crisis de pareja? Hay un punto en el que si parás las antenas podés encontrar el lugar donde se cruza la vida privada con la vida colectiva. Si lográs encontrar ese punto, escribir es la experiencia más hermosa que existe, porque estás escribiendo sobre vos pero también sobre algo más, sin mentir nunca. Yo no sé qué tanto lo conseguí, pero estuve todo el tiempo parando las antenas para encontrar ese punto donde se cruza lo personal y lo colectivo. El cuento de Hamlet es un ejemplo. Creo que así como Fernández Díaz menciona en el prólogo a Castillo, a Marías y al mismo Borges, en la manera de armar estas historias buscando el punto donde se cruza la vida íntima y la vida del país mi mayor influencia son las canciones de Charly García.
-¿Encontrás otros artistas que consideres que tienen esa especie de antena que maridan lo personal con lo colectivo?
-Es difícil encontrar ejemplos de escritores…
-¿Fogwill?
-Hace poco volví a leer Los pichiciegos y es una gran novela, es increíble cómo crea esa cueva donde se refugian los soldados argentinos que desertan. Pero no sé si encuentro tanto ahí la vida íntima. Borges en sus cuentos a veces lo hace, mirá por ejemplo El milagro secreto. La historia de Jaromir Hladík, este tipo que hace años quiere terminar una obra de teatro, y un día irrumpe la Historia (con mayúsculas), entran los nazis en Praga y le avisan que lo van a fusilar por ser judío. Cuando están a punto de fusilarlo, Dios detiene el universo y Hladik queda atado al poste frente a la bayoneta, en el instante previo a la descarga que lo va a matar, pero comprende que Dios le concede un año para terminar su tragedia. Y escribe para nadie porque nadie va a leerlo, “ni siquiera Dios, de cuyas preferencias literarias nada sabemos”. Y cuando en su mente termina, la acción del universo retoma y lo fusilan. Ahí se vinculan la Segunda Guerra Mundial y la historia íntima de un escritor que quiere justificarse con una obra válida.
-Además es un cuento conceptual, porque estira los límites de qué es una obra literaria: ¿tiene que estar escrita? ¿O basta tener la historia en la cabeza para que exista?
-Sí, y muchas veces los conceptos de Borges se pueden expresar de una forma muy sencilla. Una de las historias que cuento se llama Breaking Borges y pone en paralelo Breaking Bad y el cuento El Sur, de Borges. Las dos son la historia de una persona frustrada que querría tener otra vida, y a la cual se le concede la oportunidad antes de morir.
-Una vez escribiste una idea parecida en la que vinculabas a Walter White con Erdosain, el personaje de Arlt. ¿Cómo llegaste a cambiarlo por Dahlmann?
-Una vez relacioné Breaking Bad con Arlt porque Erdosain es químico, como Walter White, y Erdosain también está frustrado. En realidad, lo que debería decir es que entre Arlt y Borges hay temas compartidos, siendo tan diferentes como escritores. La humillación y el deseo de una vida diferente es una cosa que compartieron Arlt y Borges. Arlt, porque era pobre, proletario, tímido, y porque soñaba con dar el batacazo con algún invento, como la rosa de cobre. Y Borges porque no era pobre, tampoco rico, pero añoraba el coraje del compadrito o del soldado. La vida que no tuvimos y hubiéramos querido tener. Es un tema que recorre la literatura argentina.
Fragmento:
Voy a contar algo raro que me pasó, que todavía me está pasando. Los otros días, mirando Twitter, leí lo siguiente: “Qué chato y qué inútil me parece todo. Siento que este país es un jardín donde solo crecen malezas”. No me llamó tanto la atención: para cosas así están las redes sociales.
Unos días más tarde, en la misma cuenta, leí este otro tuit: @Jluque12 dice: “El mundo es una cárcel con muchas celdas y sótanos. La Argentina es uno de los peores”. Ahí ya me llamó la atención, porque la frase me sonaba. Me fijé en el usuario: un tal Javier Luque. En la biografía decía: “Programador informático, hincha de Independiente, 77 seguidores, se unió en diciembre de 2012″. Pero algo me quedó dando vueltas y esa misma tarde, cuando otra vez abrí Twitter, entendí por fin de dónde me sonaba. Alguien había tuiteado sobre el nuevo confinamiento y cuánto le costaba quedarse encerrado en casa. @Jluque12 respondió: “Por Dios, a mí encerrame en una cáscara de nuez y me siento como el rey del espacio infinito, salvo si tengo pesadillas”.
Ahora me reí solo, porque ¿cómo no me había dado cuenta? Este Luque tenía que ser un tipo con bastante humor y además, claramente, un amante de la literatura. Porque esa frase la dice el príncipe Hamlet en la obra famosa de Shakespeare [...]. Por otro lado, la frase calza bien con eso de que mucha gente, en este país, viene contando que le pasa: muchos dicen que se sienten deprimidos, haciendo nada más que lo necesario para sobrevivir y para que sus hijos sobrevivan, pero sin proyectos, sin ver por ningún lado un futuro. Y esto, a su vez, aumenta la sensación de encierro.
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