El pacto entre las mujeres de un pueblo sin hombres: compartir al primero que pase para repoblar y sobrevivir

En “El hombre semen”, tal vez la primera novela testimonial de la historia, Violette Ailhaud escribe la historia real de Saule Mort, un pequeño poblado al sur de Francia en el que, en 1852, todos los hombres se fueron a la guerra y nunca regresaron. ¿Cómo sobrevivir cuando no hay un futuro posible por delante?

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La francesa Violette Ailhaud escribió, en 1919, la historia real de su pueblo al sur de Francia que, décadas atrás, se había quedado sin hombres a causa de la guerra. ¿La solución? Un pacto: compartir entre todas al primero que pase.
La francesa Violette Ailhaud escribió, en 1919, la historia real de su pueblo al sur de Francia que, décadas atrás, se había quedado sin hombres a causa de la guerra. ¿La solución? Un pacto: compartir entre todas al primero que pase.

Un pueblo al que la guerra dejó sin hombres. Un grupo de mujeres que, a pesar de arreglárselas para sobrevivir, saben que, solas, no hay un futuro posible; que, sin semilla, esos fértiles vientres no darán cosecha. Y un pacto: al primer hombre que aparezca en el horizonte habrá que compartirlo.

Esta es la historia que la octogenaria Violette Ailhaud escribió en 1919 cuando, después de terminada la Primera Guerra Mundial, el pequeño pueblo al sur de Francia en el que vivió toda la vida se encontró, por segunda vez, sin población masculina.

Casi siete décadas atrás, en 1852, miles de hombres de la zona habían sufrido una brutal y letal represión por oponerse al golpe de Estado de Louis-Napoleon Bonaparte -sobrino y presunto hijo natural del primer Napoleón- contra la Segunda República Francesa, que derivó en la instauración del II Imperio y en su proclamación como Napoleón III.

“Decidí contar lo que pasó después del invierno de 1852 porque, por segunda vez en menos de 70 años, nuestro pueblo acaba de perder todos sus hombres sin excepción. El último murió el día del Armisticio, el 11 de noviembre pasado”, escribe Ailhaud en El hombre semen, una novela corta que terminó de escribir en 1919 pero que, a pedido de la autora en su testamento, estuvo guardada bajo llave por 25 años antes de ser publicada por su primera heredera mujer, a quien se lo había encomendado.

A mediados de 1852, varios meses después de que los hombres se hubieran marchado a pelear por la democracia de su país -y sin tener las mujeres que se quedaron la certeza de su paradero ni de su muerte-, las pobladoras de Saule Mort se vieron en una encrucijada: dejar su hogar para salir en busca de sus padres, esposos y familiares, o quedarse para ver cómo, sin varones, su árbol genealógico terminaría con ellas.

Ailhaud nació en 1835 y murió en 1925 en Saule Mort, el pequeño pueblo que describe en "El hombre semen". Tras su muerte, dejó el libro inédito bajo llave para que solo pudiera abrirlo, décadas más tarde, su primera sucesora mujer.
Ailhaud nació en 1835 y murió en 1925 en Saule Mort, el pequeño pueblo que describe en "El hombre semen". Tras su muerte, dejó el libro inédito bajo llave para que solo pudiera abrirlo, décadas más tarde, su primera sucesora mujer.

Es así que, sumidas en una desolación que con los meses no deja de intensificarse, las mujeres del pueblo deciden hacer un pacto. Esperarían a que un hombre, cualquiera, se cruzara en su camino, y lo usarían entre todas para reproducirse y así continuar su estirpe:

Viene del fondo del valle. Mucho antes de que atraviese el vado del río, de que su sombra rebane, como un lento parpadeo, el brillo del agua entre los arenales, sabemos que es un hombre (...). Lo miro y desde este momento sé que le pertenezco. Sé, al mismo tiempo, que deberé compartirlo.

Además de lo asombroso de su historia, El hombre semen, editado por Edicola, tiene dos particularidades que hacen de esta novela una lectura obligatoria. Por un lado, su escritura, que destila la belleza hasta de las situaciones más desesperantes, en línea con la literatura francesa de la época.

Pero tal vez su mayor destreza sea el hecho de que Ailhaud se anticipó varias décadas a la aparición de la novela testimonial, que surgió a fines de la década del 50 con Operación masacre del argentino Rodolfo Walsh y que luego popularizaría el estadounidense Truman Capote con A sangre fría.

Dice el prólogo: “Este texto es a la vez novela y testimonio. Es testimonio porque porta la voz de una habitante de ese pueblo de mujeres, sobreviviente de la guerra, y su necesidad de continuar la vida. Es novela porque está escrita en un estilo literario acorde a la época de su creación, plagada de imágenes de intensa belleza y gran sonoridad poética. A la vez, representa una visión radical del mundo desde su riesgo, ante la posibilidad de que el fin de todo sea lo único cierto”.

Así empieza “El hombre semen”

Portada de "El hombre semen", de Violette Ailhaud, editado por Edicola.
Portada de "El hombre semen", de Violette Ailhaud, editado por Edicola.

Viene del fondo del valle. Mucho antes de que atraviese el vado del río, de que su sombra rebane, como un lento parpadeo, el brillo del agua entre los arenales, sabemos que es un hombre.

Nuestros cuerpos vacíos de mujeres sin marido comenzaron a resonar de una forma que no engaña. Nuestros brazos cansados dejan de apilar el heno al mismo tiempo. Nos miramos y cada una se acuerda del juramento. Empuñamos las manos y nuestros dedos se aprietan hasta hacer crujir los nudillos: nuestro sueño está en camino, helándose de pavor e hirviendo de deseo. El hombre sube. Camina a un buen ritmo. Sin embargo su caminata parece lenta, dolorosamente lenta para nuestros nervios a flor de piel.

Para matar este tiempo que nos tortura, redoblamos nuestro impulso en el trabajo. Horquillas y rastrillos bailan una giga que engorda rápidamente las pilas de heno. Nuestros brazos se agitan sin que estemos en ellos.

Todos nuestros sentidos están en otro lugar, tendidos hacia él. Cada vez que el hombre desaparece detrás de un repliegue del terreno, me pregunto si no soñé o si él simplemente decidió dar marcha atrás. Cada vez, me doy vuelta hacia mis compañeras y leo en sus rostros la misma angustia que la mía.

El tiempo nos presiona, nos oprime. Pronto tenemos la impresión de que este tiempo nos grita. Estábamos instaladas tranquilamente a la espera, meciéndonos en la certeza de que un hombre vendría. Y he aquí que la cercanía de este hombre empuja nuestra paciencia y la transforma de la buena perra que era, acostada a nuestros pies, en una loba hambrienta.

Desde hace más de dos años que no vemos a un hombre. Los últimos, los nuestros, se fueron en febrero 1852, empujados por gendarmes con fusiles. Estos gendarmes eran del nuevo imperio de Luis Napoleón Bonaparte, parricida de la Segunda República, de la cual había sido presidente.

Apenas se fueron, en el pequeño valle, bajo el bosque del Défend, los fusiles chasquearon. Martín y su amigo Juan Antonio fueron asesinados. Intentaron huir. Mi padre también murió, en las Islas de la Salvación, condenado al destierro perpetuo en la colonia penal de Cayena, porque era un jefe, porque era peligroso, porque los asesinos de la República habían decidido reprimir salvajemente a todos quienes la defendían. Los otros fueron desterrados a Argelia. Pero todo eso, la muerte del padre, las deportaciones, lo sabríamos mucho más tarde, cuando los primeros desterrados del pueblo regresaron de Argelia.

Martín era mi enamorado, mi prometido. Yo tenía dieciséis años y medio cuando la desgracia llegó. Él tenía dieciocho. ¿Cuántas veces lo había molestado desde hace años para mostrarle mi atracción? Una vez, una sola vez, lo dejé acariciar, a través de la tela de mi blusa, mis pechos de mujer lista para el amor, lista para inflarse de hijos. Fue el 20 de diciembre 1851, para la fiesta del solsticio de invierno que saluda el fin de los días que se acortan.

Durante la noche, habíamos bailado alrededor del fuego a pesar de la tristeza por el fracaso del levantamiento republicano. Ese mismo día, mi padre, nuestro alcalde, se negó a organizar el voto pedido por el nuevo emperador para hacernos refrendar su golpe de Estado. El pueblo estaba enojado: la administración del ilustre príncipe imprimió únicamente papeletas “si”.

Como todos los hombres que, menos de diez días antes, habían regresado de la batalla victoriosa de los republicanos del departamento de Mées contra el batallón ligero 14, Martín bebió mucho, para olvidar la humillación de la República derribada, el miedo, la represión que imaginábamos sin conocerle la cara. Yo presentía tiempos malos y había decidido confesar prontamente mi amor y mi deseo. En la granja de su padre, adonde lo arrastré, apreté mi boca sobre la suya. Olía a vino pero me gustó el sabor de ese hombre que estaba decidida a tomar.

Martín y Juan Antonio son los dos únicos hombres que conservamos. Dos hombres muertos, dos cuerpos jóvenes que debimos enterrar en el mar de guijarros.

Quién fue Violette Ailhaud

♦ Nació en Saule Mort, Francia en 1835.

♦ Escribió El hombre semen, su único libro conocido, en 1919.

♦ Murió en el mismo pueblo en el que nació, en 1925.

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