Carl Sagan fue, sin duda, uno de los científicos más importantes del siglo XX. El astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor y divulgador científico estadounidense marcó a toda una generación gracias, en parte, a sus libros, pero más que nada gracias a su serie televisiva Cosmos: un viaje personal, la más vista en la historia de la televisión pública estadounidense, con una audiencia de al menos 500 millones de personas en 60 países.
Gracias a su carisma, Sagan no solo supo acercar lo más inaccesible del rigor científico al público no especializado, sino además transmitirle su propio interés y curiosidad por el espacio exterior y todas sus incógnitas, en especial la posibilidad de vida extraterrestre, una de sus más grandes obsesiones.
Esa búsqueda lo llevó a investigar en profundidad la evolución del ser humano para tratar de trasladar ese proceso a las infinitas posibilidades que ofrece el universo. Y ese recorrido, que luego plasmaría en la exitosísima Cosmos, primero fue volcado en uno de sus primeros libros, Los dragones del Edén, que le valió el prestigioso Premio Pulitzer en 1978.
“Casi todos los organismos terrestres actúan en buena medida conforme al legado genético de que son portadores y que ha sido «previamente transmitido» al sistema nervioso del individuo, siendo la información extragenética recogida en el curso de su vida un factor secundario. Sin embargo, en el caso del hombre y de los demás mamíferos sucede exactamente lo contrario. Sin desconocer el notable influjo del legado genético en nuestro comportamiento, nuestros cerebros ofrecen muchísimas más oportunidades de establecer nuevos modelos de conducta y nuevas pautas culturales en cortos periodos de tiempo que en cualquier otro ser vivo”, explica en la introducción del libro publicado en español por la editorial Crítica.
¿Por qué sostiene Sagan que, a pesar de la infinita vastedad del espacio, es muy probable que ciertos procesos evolutivos se den de la misma manera en la que se dieron en nuestro planeta? ¿Cómo cambió lo que sabemos del cerebro humano con los avances tecnológicos y la computación? ¿Qué puede esperarse de la evolución con los viajes espaciales y la tan ansiada posibilidad de un contacto extraterrestre? Contra la lógica de la obsolescencia científica, las respuestas que Sagan propuso hace más de medio siglo continúan tan vigentes hoy como lo fueron entonces.
“Los dragones del Edén” (fragmento)
Se afirma en ocasiones que en el futuro la comunicación interestelar será predominantemente de orden telepático, afirmación que, en el mejor de los casos, me parece una idea festiva. Por el momento no existe ni el más leve indicio que respalde este aserto y, por otra parte, todavía no sé de un solo experimento de transmisión telepática en este planeta que sea medianamente convincente. Por lo demás, todavía no estamos en condiciones de llevar a cabo vuelos espaciales interestelares dignos de este nombre, lo cual no excluye que otras civilizaciones más avanzadas sí sean capaces de ello.
A pesar de toda la chachara sobre objetos volantes no identificados y astronautas de remotos tiempos, no existen pruebas concluyentes de que hayamos recibido, o vayamos a recibir, la visita de seres extraterrestres. Así pues, quedan excluidos de la discusión los artefactos espaciales. La hipotética comunicación con los seres extraterrestres utilizaría, quizás, el espectro electromagnético, y, muy probablemente, la banda que corresponde a las ondas radioeléctricas; o puede que empleara las ondas gravitatorias, los neutrinos, que no son, plausiblemente, sino taquiones (en el supuesto de que existan), o algún nuevo aspecto de la física que no será descubierto hasta que hayan transcurrido otros tres siglos.
Pero, sea cual fuere el conducto utilizado para esta comunicación, será preciso disponer de instrumentos y aparatos de detección adecuados, y si hemos de basarnos en la experiencia que nos proporciona la radioastronomía, podemos añadir que serán aparatos regulados por ordenador y con una capacidad analítica muy próxima a lo que llamamos inteligencia. No basta con la mera inspección ocular de los archivos para expurgar entre un montón de datos acumulados a lo largo de muchos días en 1.008 frecuencias distintas y donde la masa informativa puede variar en muy pocos segundos, e incluso fracciones de segundo, sino que se requieren técnicas de autocorrelación y computadores electrónicos de gran tamaño.
Por otra parte, esta situación, que rige también para las observaciones que Frank Drake, de la Universidad de Cornell, y yo mismo hemos llevado a cabo recientemente en el observatorio de Arecibo, va a ganar en complejidad —lo que equivale a decir que dependerá en mayor medida de los computadores— cuando entren en funcionamiento los aparatos de escucha que probablemente emplearemos en un futuro próximo.
Estamos en condiciones de proyectar programas receptores y transmisores de fabulosa complejidad, y con un poco de suerte emplearemos sutilísimos e ingeniosos ardides; pero ello no impedirá que tengamos que recurrir a las fabulosas dotes de la inteligencia mecánica para proseguir la búsqueda de hipotéticos seres extraterrestres.
El número de avanzadas civilizaciones que hoy puedan existir en la galaxia de la Vía Láctea dependerá de múltiples factores, que van desde el número de planetas que tenga cada estrella hasta la probabilidad de que exista vida en cada uno de ellos. Pero una vez ha surgido la vida en un medio relativamente favorable y han transcurrido miles de millones de años del proceso evolutivo, somos muchos los que creemos en la posibilidad de que en este medio hayan aparecido seres inteligentes. Sin duda, la senda evolutiva sería distinta de la que ha conocido la Tierra. Es muy probable que la secuencia de eventos acaecidos en nuestro planeta —entre ellos la extinción de los dinosaurios y la recesión forestal ocurrida durante el plioceno y el pleistoceno— difiera de la que ha presidido la evolución de la vida en las restantes regiones del universo.
Creemos, sin embargo, que han de existir pautas funcionalmente equivalentes que a la postre conduzcan a un resultado parejo. Toda la crónica evolutiva de la Tierra, particularmente la plasmada en la cara interna de los cráneos fósiles, pone de manifiesto esta tendencia progresiva a la formación de organismos inteligentes. Nada misterioso hay en ello, puesto que, por regla general, los seres más inteligentes subsisten en mejores condiciones y dejan más descendencia que los organismos menos dotados. Los detalles dependerán, por supuesto, de las circunstancias, como, por ejemplo, de si el hombre ha exterminado a otros primates en posesión de un lenguaje o de si nuestros antepasados ignoraron a los simios con facultades de comunicación sólo un poco inferiores a las suyas.
Pero la tendencia general parece bastante obvia y debería regir también la evolución de la vida inteligente en otras regiones del universo. Una vez los seres inteligentes han alcanzado un determinado estadio tecnológico y la capacidad de autodestrucción de la especie, los beneficios de la inteligencia en el orden selectivo resultan ya mucho más inciertos.
¿Y qué decir en el supuesto de que recibiésemos un mensaje? ¿Existe algún motivo para pensar que los seres que lo transmiten —evolucionados a lo largo de miles y millones de años de tiempo geológico en un medio completamente distinto del nuestro— se asemejarían lo suficiente a nosotros como para que pudiésemos entenderlo? Creo que la respuesta debe ser afirmativa.
Una civilización que transmite mensajes por radio debe tener forzosamente nociones sobre frecuencias, constantes de tiempo y amplitudes de banda, elementos comunes todos ellos a las civilizaciones que transmiten y reciben comunicaciones. En cierto modo, la situación es comparable a la comunicación entre los radioaficionados, cuyas conversaciones, salvo ocasionales emergencias, se centran casi de forma exclusiva en la mecánica de sus aparatos, porque saben que es el único aspecto de sus vidas que comparten inequívocamente.
Pero yo pienso que la situación da pie a mostrarse mucho más esperanzado que todo esto. Sabemos que las leyes de la naturaleza —o por lo menos algunas de ellas— rigen en el universo todo. La espectroscopia nos indica que en otros planetas, estrellas y galaxias existen los mismos elementos químicos, las mismas moléculas comunes; y el hecho de que los espectros sean iguales demuestra que en otras regiones del universo se dan los mismos mecanismos para inducir a átomos y moléculas a absorber y emitir radiaciones.
Asimismo, podemos observar cómo distantes galaxias se desplazan lentamente en torno a otras conforme a las mismas leyes gravitatorias que rigen la órbita de un pequeño satélite artificial girando alrededor de nuestro tenuemente azulado planeta. Se ha comprobado, también, que la gravedad, la mecánica de los cuantos y el núcleo principal de la física y de la química son los mismos por doquier.
Es probable que los supuestos organismos dotados de inteligencia que habitan en otros planetas no tengan la misma estructura bioquímica que nosotros. Lo más seguro es que presenten un muy diferente cuadro de adaptaciones —desde las enzimas hasta los órganos corporales— que les permita afrontar las condiciones específicas de los distintos mundos. Aun así, se ven confrontados con las mismas leyes de la naturaleza. Las leyes que rigen la caída de los cuerpos nos parecen muy sencillas. La velocidad de caída de un objeto sometido a una aceleración constante —producto de la fuerza de atracción gravitatoria— es proporcional al tiempo, y el espacio recorrido es proporcional al cuadrado del tiempo. Se trata de relaciones muy elementales que, por lo menos desde los tiempos de Galileo, vienen gozando de una aceptación general.
Con todo, es concebible un universo en el que las leyes de la naturaleza revistan mucha más complejidad. El hecho es, empero, que no habitamos en un universo de este tipo. ¿Por qué no? Pues tal vez porque todos los organismos que hallaban demasiado complejo su universo han terminado por extinguirse. Aquellos de nuestros antepasados arborícolas que tenían dificultades para calcular sus trayectorias mientras avanzaban de rama en rama no dejaron numerosa descendencia. La selección natural ha operado como una especie de cedazo intelectual dando paso a cerebros y a intelectos cada vez mejor dotados para afrontar las leyes de la naturaleza. Esta resonancia entre la mente y el universo, producto de la selección natural, puede ayudarnos a resolver el abstruso dilema planteado por Einstein cuando afirmó que «la propiedad más incomprensible del universo es, precisamente, que sea tan comprensible».
Si ello es así, parece plausible que en otros mundos se haya producido la misma criba que culminó con la aparición de seres inteligentes. Quizá los organismos extraterrestres que carezcan de antepasados en el reino de las aves o de los animales arborícolas no tengan como nosotros la pasión de surcar el espacio. Sin embargo, todas las atmósferas planetarias son relativamente transparentes en las partes visibles y electromagnéticas del espectro, y ello en razón del comportamiento cuántico de los átomos y moléculas que más abundan en el cosmos.
En consecuencia, los organismos que pueblan otras regiones del espacio deberían ser sensibles a la radiación óptica y/o a las ondas radioeléctricas. Por lo demás, y tras los avances de la física, la idea de la radiación electromagnética como medio de comunicación interestelar debería ser un hecho corriente a escala cósmica, una noción convergente surgida de manera independiente en incontables mundos de la galaxia después de que cada uno de ellos hubiese cimentado las bases de la astronomía, lo que podríamos llamar «las verdades de la vida».
Creo que si tenemos la fortuna de entablar contacto con uno de esos otros seres podremos comprobar cómo su biología, psicología, sociología y concepción política nos resultan extravagantes y misteriosos en grado extremo. Por el contrario, tengo la impresión de que no habría dificultad para una mutua comprensión de los aspectos más simples de la astronomía, la física, la química y, quizás, de la matemática.
Quién fue Carl Sagan
♦ Nació en Nueva York, Estados Unidos en 1934, y falleció en Seattle en 1996.
♦ Fue astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor y divulgador científico.
♦ Fue un defensor del pensamiento escéptico científico, pionero de la exobiología y promotor de la búsqueda de inteligencia extraterrestre.
♦ Ganó gran popularidad gracias a la galardonada serie documental de TV Cosmos: Un viaje personal, producida en 1980, de la que fue narrador y coautor. Fue la serie más vista en la historia de la televisión pública estadounidense, con una audiencia de al menos 500 millones de personas en 60 países.
♦ Escribió libros de divulgación científica como La conexión cósmica, La diversidad de la ciencia y Vida inteligente en el universo, así como la novela Contacto, que luego fue adaptada al cine.
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