Hacía unos meses, José Manuel, su hijo, me había dicho que su papá estaba muy mal. Palabras no tuvo para explicar lo que pasaba, la forma en que, poco a poco, la vida se le iba agotando. Los ojos vidriosos, la cabeza moviéndose a lado y lado, indicando que no. “Está muy mal”, repetía. Desde ese día me hizo falta. Antes no, porque uno comete el error de dar por sentado que la gente querida sigue ahí.
La última vez que lo vi fue hace más tiempo del que me gustaría admitir. Ese día llegué sobre la hora del almuerzo, él lo estaba tomando y, a pesar de eso, me atendió con la misma amabilidad de siempre. El último libro que le compré sigue en mi biblioteca, sin leer, y no sé si ahora lo quiera abrir. Puede que un pedacito de él siga adentro, y yo me resisto a que se vaya.
Conocí a Mauricio Lleras en 2017, la misma tarde en que me encontré por primera vez con Hugo Chaparro Valderrama. Recién la librería había mudado de sitio y tenía el encanto de los espacios nuevos. Esa vez estaba allí, no solo el escritor colombiano y el librero, también Gabriela Alemán, la escritora ecuatoriana, haciendo de librera por un día, como parte de una campaña de la Cámara Colombiana del Libro, si mal no recuerdo.
Llegué al lugar todo sudoroso; había caminado desde la sede anterior porque no sabía que Prólogo Libros había cambiado de sitio. Entré y saludé con afán, yéndome a un rincón para refrescarme. Gabriela, con su particular acento; don Mauricio, con su voz de locutor, y Hugo, siempre jocoso, hablaban sobre libros, naturalmente. No recuerdo bien de cuáles o de qué autores, pero sí que se carcajeaban cada tanto y le daban ganas a uno de entrar en la conversación. Gabriela lo notó y ahí terminé metido.
Desde esa primera charla, cada vez que pude, fui a Prólogo, y no tanto por el lugar, porque librerías en Bogotá hay muchas, sino por él, por Mauricio Lleras, el librero.
Cada encuentro con él exigía, como los buenos partidos de fútbol, de obligado alargue. Sus recomendaciones podían llenar toda una libreta y las anécdotas que contaba tendrán siempre espacio en el mejor de los ejemplares sobre celebraciones literarias. Una de ellas, de mis favoritas, es esa de cuando un cliente le pidió permiso para pedirle a su novia que se casara con él en la misma librería. Don Mauricio accedió y luego todo fue algarabía.
Se me encharcan los ojos intentando dar con las memorias más vívidas que tengo de él. No sé en qué momento pasó tanto, ni por qué.
Recuerdo llegar a la librería y ver de soslayo la pequeña ventana lateral en donde estaba el letrero que decía: “En esta mesa se habla de política”. Al fondo, su imagen, su cuerpo delgado, su bigotón como de Rafael Pombo. Allí se le podía ver a don Mauricio, sentado en su silla, ojeando algún libro o atendiendo algún cliente. “Don Santiago”, me decía al llegar. “¿Cómo me le ha ido? ¿Qué se cuenta?”, preguntaba. “Don Mauricio”, respondía yo, y de ahí, las horas.
El primer libro del que hablamos con sobrado entusiasmo fue de una maravilla que él había descubierto recién, una novela que nunca paró de recomendarme, por lo entretenida y bella: “La mujer de la libreta roja”, de Antoine Laurain. El primer autor sobre el que discutimos ampliamente fue Roberto Bolaño. A él no le gustaba mucho. A mí me encantaba, y todavía. El primer género del que debatimos fue el de la ciencia ficción. A él le gustaban ciertos autores e intentaba hacerme “entrar en razón”, pero yo no podía con tanta numerología y naves espaciales.
Siempre estábamos hablando de libros, por supuesto. Yo le preguntaba qué estaba leyendo y él me hablaba largo y tendido. Luego, me preguntaba lo mismo y así establecíamos, de mutuo acuerdo, pero sin haberlo concebido de antemano, un intercambio de lecturas que, me gusta creer que así era, tanto a él como a mí nos alegraba las tardes.
Algunos dicen que era un tipo enojado, que hablaba poco, fumaba mucho y no leía libros, sino que se los devoraba. Lo primero no es verdad. Era muy serio, sí, pero espacios para las sonrisas tenía por montones. Lo segundo es pura mentira. Si había alguien a quien le gustaba conversar era a él. Lo tercero no puedo negarlo. En algún momento, los que lo conocimos, lo encontrábamos fumando un cigarro para luego entrar a la librería y tomarse el tinto debido. Respecto a lo último, eso sí que es muy cierto.
Mauricio Lleras tenía el don sobrehumano de engullir las lecturas que abarcaba. Leía, leía y leía, por eso tenía tantos libros de los que hablar. Desde muy niño, se vio atraído por el oficio del librero. Lector temprano, nunca olvidó el día en que su papá lo llevó a la librería Buchholz, en el centro de Bogotá, durante la década del 50. En esa ocasión, aun sin saber leer, tomó un libro entre sus manos y quedó fascinado con los colores y la textura del papel. Su padre le obsequió el libro y en casa le enseñó lo necesario para llevar a cabo la lectura. Fue entonces cuando supo qué era lo que haría durante el resto de su vida: leer.
Apenas pudo, ya de adulto, buscó la forma de entrar en contacto con el mundo de los libros. Un buen tiempo anduvo metido en la agronomía y coqueteó por varios años con la edición de literatura. Era un curioso inagotable. Sostuvo durante un buen tiempo una relación con la editora Margarita Valencia, la madre de su hijo, José Manuel.
Una tarde, sin querer queriendo, como todo lo bueno que surge en esta vida, surgió la idea de iniciar su propia librería, mientras conversaba con Rodrigo Matamoros acerca del hastío que les producía a ambos el ambiente que se vivía en las ferias del libro, donde la cantidad de gente y el bullicio imposibilitaban la verdadera comunión con los libros. Lleras estaba convencido de que un negocio como ese, en una ciudad como Bogotá, podía, fácilmente, terminar en la quiebra. Se resistió al inicio, pero luego dejó que el corazón venciera a la razón. “Pues si nos vamos a quebrar, quebrémonos”, dijo. Y el resto es historia.
Entrar a Prólogo, lo escribí alguna vez, es como meterse en la cabeza de Mauricio Lleras, como estar viendo un apéndice de su biblioteca personal. Lo que más hay, así fue desde el inicio y seguirá siendo hasta el final, son novelas, y entre todas esas novelas, las policiacas son las preferidas. En Bogotá no hubo, no hay, ni habrá otro librero tan apasionado por el género como él. Si uno necesitaba entrar de lleno en ese nicho, había que ir a Prólogo.
Mucha gente llegó a su librería en los últimos años gracias al podcast ‘El librero’, que hacía junto al periodista Jorge Espinosa. Sus recomendaciones, varias de las mejores, quedaron registradas allí. Cuántas lecturas, charlas y momentos alrededor de los libros. Mientras escribo esto, reproduzco en mi teléfono uno de los episodios y no puedo evitar imaginarlo, con la música clásica de fondo, hablándome.
Con él uno conseguía siempre lo que estaba buscando, y no solo libros, también consejos, lecciones, regalos. Verlo era una fiesta. Para los lectores, o al menos para mí, él era el tipo de persona que uno quería ser de mayor. Varias veces, cuando me preguntan cómo me veo de viejo, respondo eso: “Yo quiero ser como Mauricio Lleras”. Y estoy seguro de que todos los que lo conocieron pueden afirmar algo similar. Todos queremos ser como Mauricio Lleras.
En la noche del 26 de diciembre, la poeta María Paz Guerrero me escribió preguntándome por él, si sabía algo. Le dije que no, que lo último era eso, que venía mal de salud y José Manuel se había hecho cargo de la librería. “Falleció”, me dijo, y me quebré.
El librero Álvaro Castillo Granada me lo reconfirmó. “Cuando pensaba en un librero en Colombia, cuando alguien me preguntaba, el primer nombre que se venía a mi cabeza era el suyo, Mauricio Lleras”, escribió. De repente, las redes sociales se llenaron de gente que hablaba de él, que lamentaba su muerte. Fotografías, recuerdos, libros.
Don Mauricio se fue antes de tiempo, como toda la gente que uno quiere. Pienso en Lisbeth Fog, su esposa, su compañera. En su familia, en sus amigos, en todas las personas a las que nos cambió la vida. De alguna forma, en mayor o menor medida, a todos nos impactó con su presencia.
Hacía mucho una muerte no golpeaba tanto. Hasta estos días, no había visto yo tantas manifestaciones de cariño hacia librero alguno. Su partida quedará registrada para la historia como la vez en que un país entero lloró, desconsoladamente, a un hombre que yacía pegado a un libro, pero también como la vez en que se celebró, más que nunca, la comunión entre el lector y su hechicero.
Ahora que se ha ido, duele su ausencia, desde luego. Pero pienso que tal vez era lo mejor para él, quiero creer que sí. Su enfermedad le estaba impidiendo leer y eso, para él, ya era la muerte. Una vida sin libros no era vida.
Si hubo alguien en este mundo de los libros que me enseñó tanto sin siquiera proponérselo, que me guio y me corrigió cuando fue necesario, ese fue Mauricio Lleras. Me siento mal por no habérselo dicho en vida, pero tengo la certeza de que lo intuía, porque siempre que entraba a su librería, como a sus libros, él me leía.
Mientras lo recuerde, lo recordemos, nadie me impedirá creer que su memoria seguirá presente y aunque su cuerpo ya no tenga vida, su espíritu continuará susurrándonos al oído títulos de libros, de esos muy buenos que él encontraba cada tanto, y también de esos otros malísimos que citaba solo para alejarnos de sus solapas. Espero sentirlo, a Dios se lo suplico, que me deje sentirlo, al menos una vez más.
SEGUIR LEYENDO: