Mucho se ha dicho y escrito sobre Carolina Sanín en los últimos años. La colombiana, autora de libros como Somos luces abismales, Pasar fijándose y el reciente Nueve noches para la Navidad, suele aparecer regularmente en los medios más ligada a la palabra “controversia” que a su complejo, fértil e imaginativo universo literario.
Esta dinámica, que a nadie sorprende -en tiempos en los que las redes sociales de escritores y escritoras, sus opiniones y su presencia virtual tienen tanta o más relevancia que sus propias obras, sobre las cuales, además, impactan de manera directa-, es un arma de doble filo. Mientras que, por un lado, las controversias generan revuelo mediático y arrastran consigo cierto tipo de fama, también tienen consecuencias indeseables: cancelaciones, insultos, amenazas, contratos anulados y un asterisco indeleble, merecido o no, que se posa sobre el nombre en cuestión como un oscuro nubarrón que opaca y difumina todo a su paso.
Pero esto es una reseña literaria. Y, como en los libros de Sanín nada refleja esas opiniones polémicas -que, vale la pena aclarar, son suyas y a nadie intenta convencer- que comparte en sus redes, columnas o monólogos y que tanta repercusión tienen, esta vez la controversia quedará a un lado para dar lugar a lo que importa: la literatura.
En Argentina, la editorial independiente Blatt & Ríos viene publicado desde 2018 los libros de la colombiana, nacida en 1973. Después de Los niños (2018), Somos luces abismales (2020) y Tu cruz en el cielo desierto (2021), le llegó el turno a su primer libro de relatos, Ponqué y otros cuentos.
Publicado originalmente en 2010 por la editorial colombiana Norma, Ponqué... es una colección de siete cuentos cuyas tramas están marcadas por la imaginación que la autora le insufla a sus personajes principales, en su mayoría mujeres que narran en primera persona.
Entre las voces de estos relatos hay una Carolina que no es Sanín, una Sanín que no se llama Carolina, y mujeres cuyos nombres se vuelven un engranaje más de las tantas intrigas y extrañezas de las que, con un andamiaje perfecto, esta arquitecta del lenguaje se sirve para impulsar la narración, ya no hacia adelante sino en toda dirección posible.
En Ponqué..., como en el resto de la obra de Sanín, las tramas pasan a un segundo plano. O, mejor dicho, las premisas que dan comienzo a los cuentos -y que el lector, engañado o distraído, toma como tramas totales- en la mayoría de los casos se resuelven en un santiamén en las primeras páginas de cada uno, dando lugar a una trama secreta, soterrada, signada por la imaginación (que es, a la vez, refugio, consuelo, excusa y distracción) de las narradoras y sus pensamientos.
Es por eso que estos cuentos no fueron escritos para aquellas personas que en un relato corto buscan argumentos sólidos, definidos e intrincados o una sucesión lógica de acontecimientos con finales inesperados. No. Carolina Sanín escribe para quienes prefieren el ritmo (que maneja con la más relajada de las meticulosidades) a la trama, para quienes al ver una película se dejan llevar por su música y, por sobre todo, para ella misma.
Ya lo dijo en una entrevista en el puesto de Infobae Leamos en la última Feria del Libro de Buenos Aires: “Cada vez creo más en el valor del sonido en la lectura, en su capacidad de transmitir algo que no está en las palabras sino en la intención, casi sin pasar por el significado. Pero no leo en voz alta cuando escribo. Es un sonido que resuena en el silencio de la cabeza, un sonido que pasa de silencio a silencio”.
“La hija del revisor”
Queríamos bajarnos en Armero. Nos levantamos de nuestro asiento, cogimos las maletas, nos quitamos la chaqueta para salir al aire tibio de la estación. Víctor tenía la cara encendida de alegría y la mano en la manija de la puerta del compartimiento, cuando la hija del revisor se adelantó a abrir por el otro lado y asomó su cara de ojos negros, morena y triste.
—Lo prometido —anunció y nos mostró una bolsa de papel.
Tres horas antes había ido a comprar para nosotros medio pollo asado en el vagón de la comida. Durante la primera hora esperamos a que volviera, durante la segunda nos quejamos y en la tercera aprendimos a olvidarnos por tramos cada vez más largos. Cuando por fin íbamos a llegar a Armero para que el medio pollo no volviera a importarnos nunca más, la niña se presentó con sus guantes de hilo y la bolsa de papel.
—Lo prometido —repitió empujando a Víctor, que le cortaba el paso hacia el compartimiento.
Yo solo quería pensar en que al cabo de un minuto estaríamos quietos, al abrigo del aire después de tanto frío. Extendí el brazo derecho para recibir la bolsa con el pollo, pero cuando la tenía a un milímetro de distancia, cuando ni una abeja habría podido volar entre ella y yo, Víctor me agarró por la muñeca. Me besó la mano y se la metió en el bolsillo del pantalón. Decidí ignorar la bolsa de la niña y pensar que no tenía nada que hacer con la mano derecha: tenía solo una maleta, y la izquierda me bastaba para cargarla. Toqué la costura del fondo del bolsillo en el instante en que el tren paró.
Víctor quiso dar un paso adelante y despegó un pie del suelo, pero enseguida tuvo que volver a ponerlo en el sitio de donde lo había levantado. No podía avanzar; los botines negros de la niña le pisaban la punta de los zapatos.
—Quédate con eso —dijo—. Ya te lo pagamos.
—Véndelo —dije yo. Los ojos negros de la niña brillaban como adornos abandonados y como joyas rescatadas en el pico de una urraca—. Véndeselo a los pasajeros que se suban en esta estación. Puedes vender cada presa por separado.
La niña se pasó el dobladillo de la falda por los ojos, como para secárselos, aunque no había derramado ni una lágrima. Dijo gimoteando que a partir de Armero ya no habría gente que subiera al tren, solo gente que bajaría y gente que cambiaría de vagón.
Ofreció otra vez la bolsa y buscó mi mano derecha, pero solo la izquierda era visible, prendida al asa de la maleta.
—Podemos comernos el pollo en Armero —le dije a Víctor al oído. Por encima de la cabeza de la niña veía a los pasajeros que avanzaban por el pasillo hacia la salida—. Ya bajó casi todo el mundo. Cojamos la bolsa y salgamos.
—No vamos a entrar en Armero con medio pollo muerto dentro de una bolsa de papel —dijo él.
—Nadie va a darse cuenta —dijo la niña en un susurro, mirando al suelo.
Víctor le dijo que, una vez fuera del tren, ya no tendríamos apetito. Andaríamos con la bolsa por el pueblo y por el campo, sin siquiera recordar que habíamos querido lo que contenía.
La niña abrió la bolsa, metió la boca en ella y dijo algo que se ahogó en el aire de papel.
—¿Qué dices? —le pregunté.
—Que qué lástima tirar un pollo que se ha asado durante tres horas.
Frunció los labios y levantó los hombros como resignada, pero todavía no se apartaba de la entrada. Entonces habló el hombre gordo de bigote, doble papada y doble chaleco que estaba con nosotros en el compartimiento y que hasta ese momento parecía dormir.
—Lo que no puedo ni soñar es que alguien pueda soportar a esta niñita —dijo con parsimonia, pronunciando las palabras como si las leyera de una página escrita en una lengua que no conocía.
Víctor y yo nos volvimos a mirarlo. Tan pronto como lo enfocamos, dejó de interesarnos. Por encima de él, a través de la ventanilla, vimos el andén de la estación.
Afuera las cosas empezaron a andar en reversa perezosamente, como despegándose del presente. Había columnas de hierro, o más bien postes, una venta de flores y un hombre con tres galgos al final de tres traíllas.
—No son galgos —dijo Víctor—. Los perros que son así tienen otro nombre.
Por el borde derecho de la ventanilla apareció una mujer de pelo blanco. Estaba de pie en el andén, tenía atado al cuello un pañuelo negro y sostenía un cartel que decía “Sara y Víctor”. Desapareció por el borde izquierdo de la ventanilla cuando el tren aceleró rumbo a la parada siguiente.
—Quién sabe si había alguien esperándonos —dijo Víctor y se sentó, no en el asiento que había dejado libre hacía unos minutos sino en el que yo había ocupado antes, junto a la ventanilla y frente al gordo.
Me senté a su lado, y a mi lado se sentó la hija del revisor. Se quitó los guantes blancos y le dobló varias veces la boca a la bolsa de papel para cerrarla mejor. Me la volvió a ofrecer. La tomé, le hice un doblez más y me la puse sobre las rodillas. Eché la cabeza hacia atrás y miré el techo descascarado del vagón. De repente, sentí los ojos muy abiertos y temí no poder cerrarlos nunca más.
Cuando empezaron a arderme, los cerré y los volví a abrir. Lo hice otra vez y luego otra, hasta perder la cuenta.
Víctor se puso su chaqueta y me ofreció la mía.
—¿El billete de ustedes era no más hasta Armero?—preguntó la niña como buscando hacer las paces.
Víctor la miró de lado y no le contestó. Yo no la miré.
—Lo arreglaré con mi padre —dijo ella—. Es el revisor.
—Ya —dijo Víctor.
—Ya —dijo el gordo de los chalecos y bajó la cabeza ceremoniosamente, hasta tocarse el pecho con la primera de sus dos papadas.
A mí se me había quedado entre los ojos la mujer del pañuelo y el cartel.
—¿Quién será Sara? —pregunté.
—Otra —dijo Víctor—. Deben ser otros dos que tampoco llegaron en el tren. Otro Víctor y otra Sara.
—Alguna Sara —dije—. No otra Sara. Allá no debe haber nadie que me llame Sara.
Víctor dijo que a lo mejor lo que la mujer tenía escrito en el cartel era su propio nombre. Se llamaba Sara y se llamaba Víctor, y quería que algún pasajero la reconociera.
—¿Nosotros? —pregunté.
—Puedo averiguarlo con mi padre, que es el revisor—dijo la niña, incorporándose en su asiento.
—Bueno —dijo Víctor.
Y la niña:
—Vamos a volver a parar en Armero al regreso, pero ya no va a ser lo mismo. No es como si no hubiera pasado nada.
El gordo de los chalecos carraspeó.
—Es bonita —dijo dirigiéndose a mí y refiriéndose a la niña, y ya sin el cuidado imposible con el que había hablado antes—. Será una mujer bonita.
—Gracias —dijo la niña.
—¿Hay muchos niños que hablen así? —preguntó él.
—Si mi papá viene a revisar los billetes —dijo ella—, voy a decirle que por mi culpa ustedes no pudieron bajar del tren. Que los deje seguir aquí, sin pagar extra, hasta la próxima vez que paremos en Armero. Pero como desde ahora hasta que estemos de regreso no va a subir nadie nuevo, van a pasar varias horas sin que él venga a revisar.
—¿Cuánto falta para que volvamos a parar en Armero? —pregunté.
—Tres estaciones. Pero no todas las partes se hacen tan largas como esta.
El gordo de los chalecos anunció que se quedaría en la parada siguiente. Dijo que antes de llegar quería contarnos que tenía una hija de la misma edad que la del revisor. Anunció que iba a mostrarnos algo que siempre llevaba consigo en los viajes, en el bolsillo del segundo de sus chalecos: un pañuelo con un nudo en el que guardaba los dientes de leche de su hija, que no llegó a mostrar.
—Los chalecos son prendas que no tienen bolsillos —dijo la hija del revisor y contó que también a ella, hacía no mucho tiempo pero sí bastante, se le habían caído todos los dientes de leche y le habían salido los definitivos.
—Los de hueso.
Enseguida preguntó si no íbamos a comernos nunca el medio pollo que tanto habíamos querido y esperado.
—Tengo la boca seca —dije—. Si me como el pollo ahora, se me va a quedar pegado al paladar.
Entonces ella ofreció ir a comprar una botella de agua en el vagón de la bebida.
—Trae otra para mí —le dijo Víctor y le dio dos monedas.
—Y otra para mí —dijo el de los chalecos y no ofreció ningún dinero—. ¿Este tren tiene fuente y restaurante?
—Sí. Voy a decir que sí a todo lo que me pregunten —dijo la niña, de salida.
—Ya iba siendo hora de tratar temas de adultos —dijo el gordo cuando nos vimos solos—. ¿Qué van a hacer ustedes en Armero?
—Nada especial —dijo Víctor.
—¿Cómo se llaman?
—Víctor y Sara.
Preguntó si nos habíamos casado antes del viaje.
—No.
Si nos parecían cómodos los asientos.
—Más o menos.
Si estábamos cansados.
—Hemos descansado cantidades.
¿Alguien nos había hablado de Armero?
¿Hablábamos de Armero entre nosotros?
Víctor me señaló los árboles que pasaban por la ventanilla, uno tras otro, cien y mil.
—Todo está descansando —dije en voz baja—: los árboles y los arbustos. Cada nervio de cada hoja, en mí. El pasto. El musgo.
El bosque no había terminado de pasar cuando el gordo comenzó a hablar de nuevo. Otra vez habló con el ritmo que le había dado a lo primero que había dicho, como excavando las palabras.
Dijo que hasta llegar a Armero se había hecho el dormido por si lo miraban. Que si pensaba con los ojos abiertos en cuánto le faltaba para llegar a su estación, se le aparecía detrás de los ojos un espacio en blanco. Si dejaba los ojos cerrados, el espacio en blanco se ennegrecía y ya no era espacio.
Por la ventanilla desfilaron otros árboles. Sentí que Víctor quería decir algo acerca de ellos, pero no se atrevió a hacerlo. Más adelante, obedeció el impulso de inventar que cuando era joven había hecho un viaje en tren por Suramérica.
—No sé si me lo creo —dijo el gordo de los chalecos—, pero en todo caso debió de faltarle Colombia. Cuando usted era joven, los ferrocarriles colombianos ya no existían.
Seguí mirando la tierra. Cruzábamos por entre dos colinas cubiertas de rocas y de casas con techo verde.
—Ahora el tren empezará a frenar —dijo el gordo.
El tren empezó a frenar.
—Lo prometido —dijo la hija del revisor, asomándose al compartimiento. Traía entre las manos tres bolsas de plástico llenas de agua.
El gordo se levantó de su asiento, se remangó la camisa y se colgó del hombro un maletín. De mí se despidió asintiendo y a Víctor le estrechó la mano.
—Lo peor es que eres tonta —le dijo a la niña—: vendes el agua al mismo precio al que la compras en el vagón restaurante, en lugar de sacar una ganancia.
Salió dándole un empellón, sin pagar ni recibir el agua.
La hija del revisor aterrizó en el suelo con un chillido. Se puso en pie rápidamente, nos entregó nuestras bolsas, rasgó con los dientes una esquina de la que había traído para el gordo y bebió.
—¿Quién te ha enseñado a ser así? —le preguntó Víctor.
—Yo misma soy la que me enseña —dijo ella mientras derramaba un poco de agua en una herida que se había hecho en el codo al caer.
—¿Aceptaron las monedas de Víctor en el vagón del agua? —le pregunté.
—No. Yo ya sabía que allá no aceptaban esas monedas. Solo las recibí para dejar que ustedes se rieran de mí. —Hizo una pausa y continuó—: Y para que mi papá tuviera que pagar. Siempre tiene plata en el bolsillo porque hay gente que no compra el billete en la estación y se lo compra a él por fuera de las estaciones, en el tren.
—Gracias —dijo Víctor.
—Gracias —dijo ella.
Se paró y salió al pasillo. Víctor y yo bebimos.
—Ahora es antes —oímos que decía a lo lejos la hija del revisor.
Me asomé y la vi de pie en el pasillo, al comienzo del vagón. Luego salió corriendo hacia el otro extremo.
—Y ahora es después —dijo cuando llegó al final del vagón.
Volví a sentarme.
Víctor y yo comentamos que el viaje en tren se parecía a ese sueño en el que uno entra en un ascensor, oprime el número del piso al que quiere ir, digamos el quinto, y se pone a mirar la pequeña pantalla que indica los pisos por los que va pasando. Aparece el número 5, luego aparece el 10, que es el último del edificio, y luego salen el 15, el 123, el 280. Confesé que nunca había tenido tal sueño.
—Solo he oído de él. ¿Es como un bingo?
La hija del revisor se asomó y nos preguntó por qué no nos comíamos el pollo si ya nos habíamos bebido el agua.
Busqué en la bolsa, arranqué un ala y se la entregué a Víctor. Él fingió que comía: se acercó el ala a los labios, abrió y volvió a cerrar la boca, se masticó los dientes y volvió a acercarse el ala a la boca, todavía entera.
La niña se sentó en el asiento que antes había ocupado el gordo de los chalecos.
—Quisiera ir dormida —dijo.
—Pues hazlo —dijo Víctor—. Nosotros tenemos que hablar y no queremos que oigas lo que vamos a decirnos. Tal vez hablemos de ti.
Los tres hicimos silencio y cerramos los ojos. Al cabo de un minuto, la hija del revisor anunció que no podía dormirse.
Le sugerí a Víctor que le enseñara a hacer alguna cosa para que se distrajera.
—¿Hay algo que no sepas? —le preguntó él a la niña.
—Enséñale a hacer sumas —dije.
—¿Sabes sumar?
—Sí —dijo la niña.
Él empezó a enseñarle. Tres horas después, la hija del revisor había vuelto a aprender a sumar y habíamos llegado a la estación siguiente.
—Cuando el tren empiece a andar, queremos que vayas a otros lados —le dijo Víctor—. A otros vagones. A sumar. O a contárselo a tu padre.
—Para que nos dejes solos —añadí—. Nos gusta estar solos aunque no hablemos de nadie.
El tren empezó a andar, pero la niña se quedó quieta.
Víctor le pidió que fuera a comprar unas servilletas.
—Tenemos la boca mojada y untada de grasa de pollo.
Ella no se movía.
—¿El pollo seguía caliente? —preguntó.
—Sí —dijo Víctor, y ella aceptó ir a buscar las servilletas.
—Son gratis —dijo de salida.
Dije que a veces imaginaba un ferrocarril vertical, una escalera hecha con la vía del tren para subir al edificio interminable del que habíamos hablado antes. Me adormecí. En algún momento me pareció que el tren disminuía la velocidad y luego aceleraba de nuevo. Entre la última parada y la nuestra, que era por fin Armero otra vez, Víctor me despertó.
—¿Qué dictado? —pregunté aletargada.
—Que no sé para qué te he despertado. No he dicho nada de un dictado.
Estuvimos abrazados mientras atravesábamos un maizal.
Vino un campo ondulado y gris, de polvo, o más —. De lo que haremos, de lo que va a haber.
Vino un campo ondulado y gris, de polvo, o más bien de humo que después de subir había vuelto a caer a la tierra. Vimos unas cabras o unas ovejas de calor.
La hija del revisor apareció otra vez en la puerta del compartimiento. Traía tres servilletas de papel. Me dio una a mí y le dio una a Víctor.
—Lo prometido —dijo—. Ya había venido antes a dárselas, cuando íbamos llegando a la parada anterior, pero ustedes estaban dormidos. Lástima, porque vine con mi papá y no pudieron conocerlo.
—Ya lo vimos cuando le entregamos los billetes, al comienzo.
—Pero no lo conocieron bien.
Íbamos a bajarnos en Armero. Nos quitamos la chaqueta, cogimos las maletas.
—¿Este era un viaje de luna de miel? —preguntó la niña.
Víctor dio el primer paso fuera del compartimiento. Estaba tan contento como yo. Estaba igual que yo.
En el andén no nos esperaba nadie. Tampoco había nadie que esperara a otros.
El tren empezó a andar. La niña nos despidió desde nuestra ventanilla agitando la servilleta de papel que había sobrado.
Quién es Carolina Sanín
♦ Nació en Bogotá, Colombia en 1973.
♦ Es escritora, columnista y docente.
♦ Escribió libros como Somos luces abismales, Los niños, Tu cruz en el cielo desierto y Nueve noches para la Navidad.
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