Nada puede evitar lo inevitable: ni la fama, ni ser considerado influyente, ni los escritos sesudos. Somos lo que somos y, también, lo que hemos hecho. Lo bueno aportado en pos de la humanidad no puede restarse de lo malo que hayamos acometido.
Al fin y al cabo, Louis Pierre Althusser no escapó a esta lógica. Perturbado por sus vivencias, loco temporario o enfermo eterno, como deseen verlo, cerró su historia como un asesino.
África, prisionero nazi y el deseo de ser monje
Dicen los que saben que fue un filósofo lúcido que aportó una novedosa mirada sobre Karl Marx y el marxismo y que su influencia se derramó sobre generaciones del mundo entero.
Este año se cumplieron 32 años de la muerte de Althusser, quien nació el 16 de octubre de 1918 en África, en la Argelia francesa, más precisamente en Bir Mourad Raïs. En él confluyeron la cultura colonial francesa del norte de África; la mentalidad de un padre militar y empleado bancario y las creencias de una madre de origen humilde que, además de maestra de escuela, era una devota católica.
Sus padres fueron quienes le enseñaron que había que creer firmemente en Dios. Estas circunstancias podrían explicar al hombre que terminó siendo un “estructuralista”, en referencia al movimiento que plantea que todo sistema sociocultural está organizado por estructuras que condicionan lo que ocurre dentro del mismo y, al chocar con los límites externos, se transforman. No en vano, todo en Althusser serían colisiones internas.
Cuando tenía doce años se trasladó con su familia a Marsella, Francia. Luego, a Lyon, donde se unió al movimiento de Jóvenes Estudiantes Cristianos.
A los 17 años Althusser se planteó ser monje y entrar a la orden religiosa de la Trapa. Fue una idea que pronto abandonó.
En 1939 se matriculó para estudiar en la Escuela Normal Superior de París. En eso andaba cuando fue interrumpido por la guerra y reclutado por el Ejército Francés. En 1940, con 22 años, el soldado cayó en manos de los nazis en Vannes. Fue enviado a un Stalag (así llamaba el Tercer Reich a los campos de detención alemanes para prisioneros de guerra) en Schleswig, donde sobrevivió haciendo trabajos forzados durante cinco años.
Si bien contó muy poco de ese período en el campo de prisioneros, Althusser mencionó que fue allí donde escuchó “por primera vez a un abogado parisino hablar del marxismo, y también la primera vez que conocí a un comunista”.
Cuánto habrá influido esta etapa cruel en su psiquis es difícil de medir. Su amiga, la psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco, dijo creer que esa experiencia había sido determinante no solo en su pensamiento, sino también en su inestabilidad mental.
Amor y colapso
Terminado el conflicto bélico, Althusser retomó sus estudios en París. En ese tiempo, le presentaron a una mujer ocho años mayor que él: la socióloga judía Hélène Rytmann (también conocida por el pseudónimo de Hélène Legotien). Cumplían años con un día de diferencia, ella había nacido el 15 de octubre de 1910, en París.
Según contó el mismo Althusser, durante su infancia Hélène había sido abusada sexualmente por el médico de cabecera de la familia. Cuando ella tenía solo 13 años, ese mismo profesional la habría obligado a administrar una dosis letal de morfina a su padre quien padecía un cáncer terminal. Al año siguiente, también se habría visto conminada a hacer lo mismo con su madre que enfrentaba otra dolencia mortal. El espanto parecía ser su destino.
Althusser llamó a esta historia de su mujer “traumabiografía”. Pero los historiadores dudan y creen que el delirante Althusser podría haberla inventado de cabo a rabo. Lo que sí es absolutamente cierto es que ella fue ayudante del cineasta Jean Renoir y políticamente muy activa ya que formó parte de la Resistencia Francesa. Se había ocupado de introducir explosivos a través de la frontera con Suiza. No hay dudas de que para Althusser resultó ser una mujer atractiva, exótica y valiente.
La mente genial que nos ocupa preparaba una tesis sobre Hegel cuando, en 1947, fue opacada por la depresión, la soledad y la incertidumbre. Y le sobrevino una psicosis maníaco depresiva.
Dicen que Hélène se acostó con él en la enfermería de la Escuela y le salvó la vida porque evitó que lo confinaran a un asilo cuando los médicos fueron con el diagnóstico de que padecía un grave desequilibrio mental. Ella se rehusó a aceptar lo que dijeron y concertó una cita con otro especialista, quien le mandó a hacer tratamiento de electroshock.
En esa terapia polémica y con mala prensa, que se usa hasta el día de hoy en el mundo para casos graves, se utilizan descargas eléctricas para estimular el cerebro. Los voltios generan una convulsión y eso, a su vez, provocaría cambios en la neuroquímica cerebral que revierten los síntomas de algunas enfermedades mentales. Althusser tenía solo 29 años y esa fue la primera de una veintena de internaciones en las que con frecuencia le aplicaron el mismo método.
Sospechas de crueldad
A los 30 años, el filósofo se afilió al Partido Comunista francés y, también, se enroló en el movimiento de Sacerdotes Obreros. Hélène, en cambio, no fue admitida en el Partido Comunista porque enfrentaba graves acusaciones: aseguraban que había participado en ejecuciones sumarias de ex colaboracionistas nazis en Lyon, al final de la guerra. Althusser se puso de su lado y los dos dedicaron años de su vida en común a intentar limpiar el nombre de Hélène, pero no lograron conmover a los líderes del partido quienes incluso pretendían que Althusser rompiera con ella. ¿Qué era lo que sabían sobre ella exactamente? Nunca se supo.
Dos años después, el Vaticano prohibió a los católicos formar parte de la agrupación de Sacerdotes Obreros y Althusser dejó de intentar fusionar sus dos costados, el cristianismo y el marxismo. Se refugió en la docencia convirtiéndose en uno de los profesores más respetados de la célebre Escuela Normal Superior donde tuvo como alumnos al prestigioso filósofo francés Jacques Derrida, conocido por el concepto de la “deconstrucción”, al sociólogo Pierre Bourdieu y al historiador y pensador Michel Foucault.
En ese tiempo, además, revisó y puso en valor la obra de Karl Marx. Estaba, sin saberlo, alcanzando las mentes de una generación de jóvenes que en los sesenta y los setenta se acercaron al marxismo especialmente en Francia y en América Latina.
Sus primeras enseñanzas políticas emergidas de sus textos sostenían que el hombre no es el sujeto de la actividad histórica, sino el portador de una historia que la ideología y las estructuras sociales producen a través de él. Pugnaba por un marxismo de rigor científico que fuera ajeno a la práctica política. Sus posturas lo enfrentaron, desde el principio, con la propia estructura política del Partido Comunista.
Es la locura que te alcanza
Con el paso de los años su filosofía se volvió más autocrítica, al tiempo que su mente intentaba hacer frente a los colapsos nerviosos. La locura estaba a la vuelta del desayuno o del almuerzo y terminó por alcanzarlo la mañana del 16 de noviembre de 1980. Lo que habría comenzado como un masaje en el cuello a su esposa Hélène Rytmann (70), terminó muy mal. El pensador ya no parecía pensar cuando la ahorcó.
Althusser no pretendió ocultar el crimen y se autoinculpó. Al principio, las autoridades no le creían, pero la autopsia le dio la razón al sinrazón: Althusser había estrangulado a su gran amor que lo acompañaba desde hacía tres décadas. Fue un escándalo que lo llevó a las portadas de los medios del mundo, ya no como al influyente filósofo sino como al horrible producto del desquicio.
En enero de 1981 fue declarado demente e incapaz de ser juzgado según un artículo del código penal francés (que fue derogado en 1994), y condenado a pasar tres años en una institución mental. Después del crimen, quedó trepado a una funesta calesita que paraba en geriátricos, neuropsiquiátricos y hospitales y volvía a girar hasta la náusea. Su diagnóstico decía: bipolaridad y esquizofrenia.
Terminó dejando el mundo casi diez años después del homicidio: el 22 de octubre de 1990 murió de un infarto agudo de miocardio.
Verdad revelada
Althusser escribió dos autobiografías. Curiosamente, en ninguna abordó en profundidad el tema de su cautiverio bajo dominio nazi, momento que quizá fuera el punto bisagra de sus depresiones.
La primera se llamó Los hechos y la escribió en 1975. Era un documento delirante y lúcido a la vez, lleno de sus fantasías. La segunda, fue la que más morbo despertó y se publicó en 1992, dos años después de su muerte. Bajo el título El porvenir es largo, la verdad era revelada por él mismo sobre la mañana fatal de su vida. Aquella en la que se convirtió en un asesino. Esas páginas constituían las memorias de una mente tan inteligente como peligrosa. Vamos a sus escritos:
He aquí la escena del homicidio tal y como lo viví. De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi apartamento de L’école Normale. Una luz gris de noviembre -era el domingo 16, hacia las nueve de la mañana- entra por la izquierda por una ventana alta (...) e ilumina los pies de mi cama.
Frente a mí: Hélène, tumbada de espaldas, también en bata. Sus caderas reposan sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la moqueta del suelo. Arrodillado, muy cerca, inclinado sobre su cuerpo estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espalda y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio (...) Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello.
Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.
La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos miran el techo. Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios. Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida nunca había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero ¿cómo? Me levanto y grito: ¡He estrangulado a Hélène!.
Althusser busca a un médico y lo arrastra hasta su apartamento. Prosigue el relato:
Bajamos a toda prisa y henos aquí a los dos frente a Hélène. Sigue con los mismos ojos fijos y aquel poco de lengua entre los dientes y los labios. Étienne la ausculta: “No hay nada que hacer, es demasiado tarde”. Y yo: “Pero ¿no se la puede reanimar?”. “No”. Entonces Étienne me pide unos minutos y me deja solo.
(...) Las largas cortinas rojas desgarradas y a jirones cuelgan de los dos lados de la ventana, una de ellas, la de la derecha, totalmente contra el bajo de la cama. Vuelvo a ver a nuestro amigo Jacques Martin a quien, un día de agosto de 1964, encontraron muerto en su minúscula habitación del distrito XVI, tendido en la cama desde hacía varios días y con el largo tallo de una rosa escarlata sobre el pecho: un mensaje silencioso para los dos, que le apreciábamos desde hacía veinte años, en recuerdo de Beloyannis, un mensaje de ultratumba. Entonces cojo una de las estrechas partes desgarradas de la alta cortina roja y, sin romperla, la pongo sobre el pecho de Hélène, donde reposará sesgada, del saliente del hombro derecho hasta el seno izquierdo.
(...) Gravemente afectado (confusión mental, delirio onírico), yo no estaba en condiciones de aguantar la comparecencia ante una instancia pública; el juez de instrucción que me examinó no pudo sacarme una palabra.
Sobre la locura
Althusser se retuerce entre los conceptos de locura y enfermedad dando la impresión que los considera injustos.
(...) para la opinión de la calle, que una cierta prensa cultiva sin distinguir jamás la “locura” con sus estados agudos pero pasajeros, de la “enfermedad mental”, que es un destino, se tiene de entrada al loco por enfermo mental, y quien dice enfermo mental entiende evidentemente enfermo perpetuo y, como consecuencia, interminable e internado de por vida…
(...) Durante todo el tiempo en que está internado, el enfermo mental, salvo si consigue matarse, evidentemente continúa viviendo, pero en el aislamiento y el silencio del asilo. Bajo su losa sepulcral está como muerto para quienes no le visitan; pero ¿quién le visita? Y como no está verdaderamente muerto, como no ha anunciado, si es persona conocida, su muerte (la muerte de los desconocidos no cuenta), lentamente se transforma en una especie de “muerto viviente”, o más bien, ni muerto ni vivo, sin poder dar señales de vida, salvo a sus allegados o a los que se preocupan por él.
(...) Si hablo de esta extraña condición es porque la he vivido y, hasta cierto punto, la vivo aún hoy. Incluso después de liberado, al cabo de dos años de confinamiento psiquiátrico, soy, para una opinión que conoce mi nombre, un desaparecido. Ni muerto ni vivo, no sepultado aún pero “sin obra”, esa magnífica expresión de Foucault para designar la locura: desaparecido.
En otro párrafo sigue reflexionando:
Y si ocurre que el “loco” internado reaparece a plena luz, incluso con el aval de médicos competentes, he aquí a la opinión forzada a buscar y encontrar un compromiso entre esta evidencia inesperada pero muy molesta y el anterior escándalo del homicidio que despierta el retorno del criminal, que se dice y a quien se dice “curado” (...) ¿Es posible que el “loco”, haya vuelto a ser “normal”? Pero, si éste es el caso, ¿entonces no lo era ya en el momento del crimen?
Su vida fue un acertijo de creencias y dudas amasadas al calor de una mente brillante. Aun así no pudo escapar del perverso juego que pone en duda, cuando se comete un crimen, la salud mental. ¿Todo el que comete una locura es un enfermo mental? ¿La demencia pasajera anula la voluntad y nos convierte en algo que no deseamos? ¿O solo es la excusa que justifica el mal? ¿Podemos todos ser asesinos locos o locos asesinos? ¿Qué sustantivo va primero y qué adjetiva a qué? ¿Fue esa autobiografía la verdad o una manipulación? Pienso, luego existo… Mato, ¿luego pienso?
Nunca podremos saber lo que verdaderamente transitó los sótanos de su circuito cerebral.
Althusser terminó sus días porque así lo decidió su corazón, unilateralmente. Tenía 72 años y estaba en un asilo de ancianos. Desde que se había convertido en homicida, no veía la salida de su propio laberinto.
Si bien los noticieros repitieron en grandes titulares que había muerto “el último gran filósofo del marxismo”, resulta no menos cierto que el célebre pensador, el admirado profesor, podría ser reducido también a una horrenda palabra: femicida.
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