El gran milagro de Jesús fue la resurrección. En esa superación de la muerte, que el Hijo de Hombre concretó tres días después de su martirio en el Monte Calvario (aunque las cuentas siempre me dan dos jornadas, Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección) se encuentra la clave de por qué una secta minoritaria y disidente del judaísmo logró convertirse, en pocos siglos, en una religión imperial y oficial y en la doctrina más potente del mundo occidental. Todo porque era capaz de realizar el máximo milagro.
Junto a la lucha por vencer la coyuntura que Milan Kundera considera la gran derrota del hombre, la pretensión de asomarnos al futuro ha sido otro de los anhelos de la humanidad y, por ello, como la muerte, uno de los grandes temas de la literatura.
Pero mientras la novela futurista o de ciencia ficción nos lleva a mundos imaginarios, incluso extraterrestres y la más de las veces imposibles, hay toda una literatura de anticipación que, con definidas pretensiones sociales e incluso políticas, esboza escenarios futuros conformados desde la posibilidad y la realidad de sociedades actuales. Y un espacio privilegiado e inquietante dentro de esa tendencia lo ocupa, cada vez con más insistencia, la ya bautizada como ficción distópica.
Mientras desde la obra fundadora de Tomás Moro (1516) la literatura sobre las utopías tiene una larga data y acumula cientos de asedios, las distopías literarias aparecen en el siglo XIX cuando se alcanza el más acabado sentido de la historia. Pero su apogeo creativo se produce en las sociedades más complejas del siglo XX, el momento de las grandes ideologías universales, como el comunismo, el fascismo y el liberalismo.
La novelística de las distopías sociales aporta entonces algunos de sus clásicos, obras en las que aparece, con notable insistencia, un mundo pervertido por un proceso político autoritario que, en su origen, se ha presentado como salvador de la humanidad cuando, en realidad, es el ejecutor de sus libertades. Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell y Fahrenheit, 451 de Ray Bradbury, entre otras, son algunas de esas obras que tipifican y le dan altura estética a esta modalidad narrativa, que en los últimos años ha tenido un notable cultivo, con obras como las de Michel Houellebecq, entre otros autores.
Nunca como en estos tiempos de grandes descubrimientos científicos y avances tecnológicos, la humanidad había tenido una percepción más definida de cómo puede ser su futuro. En sus Veintiuna lecciones para el siglo XXI, Yuval Noah Harari lanza varias de esas predicciones a partir de muy concretas posibilidades abiertas por la ciencia y la tecnología en las últimas décadas. Y sus anticipaciones no resultan demasiado alentadoras. Como tampoco los alcances de los acuerdo de las cumbres sobre el cambio climático, como la recién celebrada en Egipto.
La vertiginosa crisis sanitaria y psicológica que provocó la turbulenta llegada de la pandemia de la Covid 19 entre los meses finales de 2019 y los primeros de 2020, alteró los ritmos sociales y económicos de la humanidad y casi de inmediato las maneras de asumir las respuestas de los individuos ante las decisiones políticas de los gobiernos. El miedo a lo inevitable (la muerte) se instaló entonces de manera avasallante en la conciencia de las personas y, presionadas por ese sentimiento, de forma casi entusiasta, la gente aceptó toda una serie de medidas que limitaban las libertades de decisión y acción, con la certeza de que se reaccionaba no solo por el bien personal, sino también por el bien común y con responsabilidad ciudadana.
Recuerdo que en los primeros meses de la pandemia, ya dictadas medidas como los confinamientos obligatorios, la cancelación de los movimientos espaciales, el incremento de la vigilancia de actos y hasta palabras de los ciudadanos, entre otras coartaciones de las libertades tan amadas por las sociedades modernas, tuve la percepción de que el miedo movía a las personas a entregar (casi sin vacilación) esas voluntades y prebendas a los poderes fácticos, mientras los mismos ciudadanos se convertían en vigilantes y practicantes de semejantes asedios a la libertad social e individual. No podré olvidar que, luego de décadas clamando por la posibilidad de viajar sin permisos previos, escuché a varios cubanos exigir que el gobierno decretara cuanto antes un cierre radical de las fronteras del país, mientras muchos europeos alababan los invasivos sistemas de vigilancia asiáticos. Por miedo la gente pedía que le colocaran la soga en el cuello.
Si hago todo este (quizás demasiado, tal vez innecesario) preámbulo es solo para decir que Almudena Grandes tuvo la privilegiada capacidad y sensibilidad social para asimilar el peligro político que nos acechaba con la irrupción de un fenómeno como la pandemia y no solo para advertirlo sino además elaborarlo, estetizarlo y convertirlo en la idea de la que saldría su novela distópica Todo va a mejorar (Tusquets Editores, 2022).
Una España postpanémica, ya asentada en un futuro no muy lejano, es el escenario creado para esta historia. Un momento en el que, agotadas y hasta desprestigiadas muchas de las fuerzas políticas nacidas y fomentadas por el juego democrático, un visionario canaliza maquiavélicamente las inconformidades y exigencias de las gentes y les ofrece la alternativa de apoyar a una formación política sin ideología reconocible pero capaz de garantizar el bienestar económico: un mundo en donde todos podrán vivir mejor, en el cual la eficiencia y el orden garanticen la prosperidad y el consumo. Un país administrado como una empresa.
No entraré en detalles formales de la novela, ni siquiera en intentar entender la forma dramática en que fue escrita mientras avanzaba la enfermedad que vencería a Almudena Grandes, pues creo que la razón por la que fue concebido este testamento literario (y sin duda político) y los conceptos e ideas que en él se manejan, contienen suficiente enjundia como para centrarme en ellos.
Porque la sociedad que nace del proyecto aparentemente apolítico y economicista del sagaz empresario, ese Gran Capitán que maneja los hilos del proceso de transformación de una democracia en una dictadura, resulta no solo una realidad posible, sino en gran medida existente, como la del Gran Hermano de Orwell y los actuales sistemas de control y vigilancia.
La manipulación de la masa y el alimento de sus medios (se producen otras varias pandemias, cada vez más cargadas de restricciones) para que conceda los recortes de su libertad a cambio de una supuesta vida mejor, con más bienestar y autoridad, se ofrece en esta novela con una verosimilitud muy inquietante. Y cuando el nuevo poder queda establecido, sancionado, aceptado por la mayoría, el proceso en marcha resulta difícilmente revertible y tristemente conocido.
Es notable la capacidad de Almudena Grandes para detectar los puntos neurálgicos en que suele manifestarse ese programa. Desde la centralización y manipulación de la información (cuya generación pasa a ser propiedad del Estado), la entrega de poder a sectores marginales y resentidos del tejido social, los lavados de cerebro y el pretexto del nacionalismo exacerbado y, como clave definitoria, la vigilancia y delación entre los ciudadanos como máxima fortaleza de un sistema capaz de despertar y alentar los más perversos comportamientos y sentimientos humanos.
Necesario es reconocer que la lectura de esta novela puede provocar inquietantes reacciones en el lector: al menos a mí, con mi experiencia vital, me las provocó. Un proceso de instalación del totalitarismo bajo el manto del bienestar y la recomposición social de la nación es un procedimiento muchas veces vivido a lo largo de la historia y que hoy mismo se practica de modos alarmantes, con izquierdas pervertidas y derechas cada vez más extremas que se niegan a ceder sus poderes, desconocen o invalidan las funciones de las instituciones y, para más ardor, reciben (o pretenden recibir) apoyos masivos, mientras se presentan como salvadores de la patria, porque, además, nos prometen que todo va a mejorar.
Podemos agradecer a Almudena Grandes que, como testamento de su labor artística y de su conciencia social, nos haya dejado esta novela llena de luces de alarma, un documento que es como un alarido ante la inminencia de peligros más que latentes, tan reales y posibles. Y, ya en el plano artístico, reconocer que las reacciones que la obra me provoca como lector y como ciudadano, son el resultado de un eficaz manejo dramático de los contenidos, las ideas y los procesos políticos en una novela que cierra con broche de oro una encomiable carrera literaria.
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