La maternidad no siempre es una fuerza unidireccional. Hay mujeres cuyas hijas se ponen ese rol al hombro; abuelas que maternan a sus nietas; personas que, ante una muerte inesperada, pasan a ocupar ese puesto que, propulsado por la pura potencia del amor, trasciende lo biológico.
Después de su libro Las madres tenemos derechos, la escritora argentina Beta Suárez dejó a un lado las rigideces del ensayo para zambullirse en la narrativa con su primer libro de ficción, Regla de tres, una novela en la que la muerte, el duelo, los mandatos sociales y los vínculos familiares se desmenuzan a través de anécdotas del pasado de una abuela y el presente de tres nietas.
Ágata, una mujer llena de vida, viuda y siempre activa, muere plácidamente mientras duerme a los 82 años. A sus tres nietas Azucena, Begonia y Camelia les toca la difícil tarea de vaciar la casa y remover recuerdos. Las chicas son huérfanas y es por eso que la figura de Ágata (que se ocupó de las tres y trató de que fueran independientes y felices) es tan importante para ellas.
Pero el punto de quiebre de esta historia ocurre cuando encuentran un diario íntimo de la juventud de su abuela con historias de pasión, deseo y un amor secreto. Regla de tres, publicada por V&R Editoras, es una novela en la que, entre los mandatos de una generación que está desapareciendo y la deconstrucción obligada de las que la suceden, demuestra que la mejor (y única) herencia es “vivir y amar con alegría y coraje”.
“Regla de tres” (fragmento)
Levanta los vasos de cristal –los buenos que usa todos los días–, explota globos, apila taburetes, pone restos de comida en tuppers, y servilletas a lavar. A medio camino se quita los zapatos y sigue su recorrido descalza.
Un rato después deja caer el vestido que, como un helado chorreando por el barquillo, busca camino y avanza despacio entre las alas de los brazos, la rampa del trasero, los pliegues de la barriga, los elásticos de la ropa interior y las arrugas de los muslos. Es sexy el vestido, y es sexy esa piel que ya no tiene vello, pero tiene historia. La seda se detiene justo en los tobillos que vienen ganando anchura, y ella lo patea mientras pasa por el espejo del recibidor y se observa.
El sujetador blanco sin aro y las bragas floreadas, grandes como un mapamundi. Las rodillas un poco derretidas, igual que la carne y la piel de los brazos. Si no fuera por el sujetador los senos les ganarían a todas sus otras partes en esto de perder la gravedad. El pelo cortado carré y el tono de tintura castaño claro que usa desde hace décadas. Preciosa la moda de las canas, pero que con ella no cuenten.
Elegir qué deconstruir. Qué palabra particular, piensa, y qué no deconstruir también es libertad, le discute siempre a Camelia, su nieta menor.
Ágata saca culo, se pone las manos en la cintura, posa de frente y de perfil y se dice a sí misma que para tener ochenta y dos años está bastante bien.
–Bastaaante bien –repite en voz alta. Gracias a la vida que la tuvo agitada y al yoga, se convence, y se sirve lo último que queda en la botella de vino que todavía no levantó de la mesa. Se sienta en el sillón y se lo toma despacito. Ignora el crepitar de los huesos; ya son amigos.
Ventajas de vivir sola. Beneficios de estar cómoda consigo misma o de que a esta altura todo le importe un rábano. Derechos ganados a capa, espada, pérdidas y ganas de seguir viviendo. Bebiendo, en este caso.
Enciende el televisor en un canal de noticias; se prometió varios años atrás que no iba a ser de esas viejas que estaban desconectadas de la realidad hablando de “cuando eran jóvenes” y, para variar, se entregó tanto al proceso que ahora es adicta al noticiero. Pendiente de lo que pasa, del clima y del reporte del tránsito aunque nunca en su vida condujo. Autos no condujo, porque después fue la conductora de casi todo su ecosistema.
Ágata usa Facebook, Instagram, habla con Siri y usa jeans cada vez que puede. En cualquier momento se abre una cuenta de TikTok y se convierte en una abuela influencer.
Bisabuela, se corrige, que si la escucha Azucena, su nieta mayor y madre de dos, hace un escándalo. Estas ganas de no quedarse en el pasado la rescatan a menudo de los momentos de confusión somnolienta que, le dijo el médico, son propios de la edad. Propio de la edad es, parece, que cierre con cuidado la puerta de su casa de la vejez para que no se escapen los gatitos de la casa de su infancia, o que cuando va caminando gire la cabeza cada vez que oye un “mamá”, como si fuera su hija la que la llama desde un pasado melancólico. “¿Será posible?”, le responde al médico Ágata en cada consulta, que espera que todo se solucione, como el colesterol, con una pastillita mágica.
Pone los platos en el lavavajillas, pero los enjuaga antes. Muy lindo el aparato, pero a Ágata le gustan los platos sin grasa. También le gusta ocuparse ella, en persona, de los trastos sucios, porque las nietas le guardan las cosas húmedas y en cualquier lado. Le apilan vasos sin lógica alguna y le ponen los platos en cualquier orden, como una torre de bloques infantiles, y no por tamaño. Ya se ocuparon, hace un rato, de poner en escena el paso de comedia que hacen siempre, cada una sabiendo perfectamente sus líneas y sus tonos.
–Ágata, lavo los platos yo que soy cuidadosa –arrancó Azucena.
–No, gracias –respondió a tiempo Ágata.
–Los lavo yo, abu, que te veo poco, dale, déjame, así estas dos no me dicen que por vivir lejos no me ocupo de nada –provocó Begonia.
–Que no, nena, que no te salvaré tan fácil de esa culpa ridícula –se rio, pícara, Ágata.
–¡Ay, abu, déjame a mí, mira si vas a lavar los platos el día de tu cumpleaños! –remató Camelia.
–¡Pero yo pensaba que justamente por tener todos estos años podía decidir quién lava mis platos! Basta, chicas, a lo suyo –coronó Ágata porque sabía que ahora que ya todas habían cumplido con su parte de la comedia podían volver a conversar sobre otras cosas.
Sigue Ágata con su recorrido ordenador y tira las velitas que sopló hace un par de horas. El 8 y el 2 plateados, llenos de glitter, que trajo el pastel que también tenía forma de 82. Qué ganas de que no se le olviden los años que tiene, ¿eh?
Las chicas igual lo encargaron con amor, ella lo sabe, pero con el amor no siempre alcanza, se cansó de decir Ágata.
Qué orgullosa estaría Helena de sus tres hijas. Qué orgullosa está ella de sus tres nietas, mujeres adultas, de vidas floridas, raíces nutridas y aromas variados. Se le acaba la copa de vino justo cuando ese dolor que conoce tan bien le pellizca el alma: no hay solución para la muerte de un hijo y Helena vive en su corazón, le dicen todos los que la rodean, pero la verdad es que no vive más en la tierra ni estuvo hoy para regañarla mientras soplaba las velitas o decía malas palabras. Esa hija suya era mucho más madre que ella, incluso de ella, en esa inversión de roles en la que, de a ratos, las dos se sentían cómodas.
–¿Cómo se te ocurrió morirte, Helena? ¿Estás loca? –Y se levanta para poner la tetera en la cocina porque le gusta el pitido y la tetera eléctrica no tiene esa magia.
–Hija, tanto había para ti acá, si hubieras visto a las chicas hoy, tan grandes, tan mujeres, tan tuyas y tan mías.
Saca una bolsita de té de bergamotas y la pone en su taza blanca cascada. Que tire esa taza, le dijo Begonia hoy, que tiene tantas otras. Tan ciudadana del mundo, Begonia, tan desapegada y tan sin taza propia. Pero también es la que siempre deja todo para estar para su cumpleaños y para festejarla aunque ya mañana se vuelva a subir a un avión, como si no pudiera aguantar mucho ningún arraigo.
Le trae chocolates suizos, quesos holandeses, ropa con brillos de Miami, café de Colombia, té de Japón y muchas cosas más con las que luego Ágata presume frente a sus amigas y le encanta. Pero –le respondió a su nieta del medio– que todo ser humano digno tiene su taza favorita y que no se la descarta por viejita y un poco cascada, que si fuera así a ella ya la tendrían que haber tirado en un baldío y que lo piensen, que tal vez hacen negocio.
“Ese humor que tienes, abuela –le había dicho Begonia mientras se reía–, es lo mejor que tienes, lo mejor, mi vieja cascarrabias”. “Viejos son los trapos; yo estoy estacionada, como los vinos que valen la alegría”, había respondido Ágata dándole la mano a su nieta como cuando era pequeña y salían a hacer las compras; como cuando tuvo que consolarla por su orfandad mientras Begonia le devolvía la gentileza y la consolaba a ella por no tener más a su única hija.
Quién es Beta Suárez
♦ Es escritora, licenciada en Comunicación Social y se especializa en gestión, análisis y creación de contenido digital.
♦ Desde hace más de 15 años, capacita a emprendedores, asesora a pymes, a grandes empresas y a diferentes tipos de profesionales.
♦ Tiene gran presencia en las redes sociales y en su cuenta de Instagram, @mujer.madre.y.argentina, cuenta con más de 117 mil seguidores.
♦ Es autora de Las madres tenemos derechos y Regla de tres.
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