El poema de los viernes: Quevedo, un autor que imitó a otros grandes para hacer una obra propia y apasionante

El escritor, que vivió entre los siglos XVI y XVII, dialogó con sus predecesores, a los que intentó superar. Aquí, un poema escrito en prisión, otro sobre la brevedad de la vida y un tercero de amor más allá de la muerte.

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Francisco de Quevedo, poeta. (Getty Images)
Francisco de Quevedo, poeta. (Getty Images)

Francisco de Quevedo y Villegas nació en Madrid el 14 de septiembre de 1580 y murió el 8 de septiembre de 1645 en Villanueva de los Infantes.

Fue muy poca la poesía que publicó Quevedo en vida. Las ediciones de su poesía son póstumas y dividen esa parte de su obra, en general, temáticamente. Así, por ejemplo, los índices de estas ediciones nos hablan de “poemas metafísicos”, “poemas amorosos”, “poemas morales”, “poemas religiosos”, etc.

Quevedo utiliza un procedimiento básico de la producción textual en el Siglo de Oro que continuaba prácticas grecolatinas: el principio ciceroniano de la imitación de textos literarios prestigiosos como modelos artísticos de un género o estilo determinado.

El punto de partida de muchos de sus poemas pueden ser versos de un autor clásico, una expresión recreada, una alusión a un pretexto poético que transforma emulando al escritor que los produjo o la poetización de algún principio filosófico. Se crea así una especie de diálogo entre un autor y sus predecesores, a quienes intenta superar.

Este procedimiento de origen imitativo no es original de este siglo, ni del conceptismo cultivado por Quevedo siguiendo a Séneca: autores anteriores a él, como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús lo utilizaron en las obras en que glosaban poemas amorosos de Garcilaso o de otros poetas, utilizando algunos versos de esos autores en sus poemas.

El culto a los filósofos griegos, o a la cultura de la antigua Grecia, no fue privativo de Quevedo sino aura cultural de la época. Luis de Góngora —con quien Quevedo mantuvo una enemistad literaria proverbial— escribió varios de sus grandes poemas, como la Fábula de Polifemo y Galatea, basándose en la mitología griega y romana.

Aquí presentamos tres sonetos de Quevedo. En el primero —Desde la Torre—, que escribe durante su encarcelamiento sufrido desde 1639 hasta 1643 en la torre de Juan Abad, se puede observar la devoción por la lectura de sus antecesores. El poema describe su estancia en prisión rodeado de libros —de las voces de los muertos que viven en los libros—, de esas conversaciones calladas, diálogos monologados con uno mismo que acercan pensamientos lejanos, que en la palabra escrita nos traen las voces de la tradición. Así lo entendió también José González de Salas, el “don Iosef” del poema, editor de las obras poéticas de Quevedo tres años después de su muerte, que nos legó la obra de este enorme poeta español.

El soneto metafísico que sigue está descripto con claridad en su título. Allí ilustra con dolor y belleza el “desgarrón afectivo” del que habla Dámaso Alonso cuando se refiere a la poesía de Quevedo. En una carta a don Manuel Serrano del Castillo, fechada en 1635, se describe Quevedo en términos terribles: “(…) hoy cuento yo cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos entierros míos. Mi infancia murió irrevocablemente; murió mi niñez, murió mi juventud, murió mi mocedad; ya también falleció mi edad varonil. Pues, ¿cómo llamo vida a una vejez que es sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido? ¿Por qué, pues, desearé vivir sepultura de mi propia muerte y no desearé acabar de ser entierro de mi propia vida?”.

El último soneto que presentamos es, quizá, el más conocido de los tres. En él se cifra con altísima emoción, la pasión del poeta por la vida. A pesar de su religiosidad, Quevedo desafía los límites de las moradas del alma, de sus propias creencias. En su declaración de amor por la vida, le atribuye al alma memoria de la vida que vivió, memoria del cuerpo que la contuvo, memoria del amor que la guía, en su cuerpo de polvo, a una vida que, sin esa memoria, sería la muerte real.

Soneto moral

Desde la Torre

Retirado en la paz de estos desiertos

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

o enmiendan o fecundan mis asuntos,

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,

de injurias de los años, vengadora,

libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.

En fuga irreparable huye la hora,

pero aquella el mejor cálculo cuenta

que en la lección y estudio nos mejora.

Soneto metafísico

Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió

“¡Ah de la vida”… ¿Nadie me responde?

¡Aquí de los antaños que he vivido!

La Fortuna mis tiempos ha mordido;

las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde

la salud y la edad se hayan huido!

Falta la vida, asiste lo vivido,

y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.

Soneto amoroso

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no de esotra parte en la ribera

dejará la memoria en donde ardía;

nadar sabe mi llama el agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrán sentido:

polvo serán, mas polvo enamorado.

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