Lo digo como una promesa: no corro más. Salgo antes, mucho antes, para llegar con tiempo a los lugares. Doy vueltas si caí demasiado temprano, entonces no me estresa si descubro que no llego con el efectivo al pedicuro (puedo ir tranquilamente a sacar plata) o en la puerta aviso que estoy y de repente me atienden ahí nomás.
No corro, eso quiere decir que renuncio a meter una tarea pegada a la otra, encastrada a la fuerza. Eso quiere decir que hay cosas que no podrán ser. Renuncio a esas cosas, no sin tristeza. Me bajo del colectivo de las chicas superpoderosas. Herida narcisista: el tiempo pasa.
Digo todo esto como un cambio de posición. Si alguna vez grité que no quería aprender nada de la enfermedad, nada del dolor, si dije que era una idea religiosa la de sufrir para saber y estar mejor, si escupí que a quien creyera que el cáncer me elevaba le deseaba un buen tumor y mucha sabiduría, si dije que si la enfermedad enseñaba gracias, quería ser la boluda de siempre, ahora quiero aprovechar algo. Quiero parar. Vivir mejor. Domesticar mi omnipotencia. Digo que está bien.
Pero bueno, este no es un newsletter de mi vida —aunque un poco sí— sino de libros, así que acá habría que recomendar un libro y el libro que se pega directamente con lo que acabo de decir —y que me gusta— es uno del que ya hablamos, La sociedad del cansancio, del filósofo coreano Byung Chul Han (hay más datos sobre él acá).
Porque quizás pienso todo esto simplemente por el cansancio de diciembre, el enorme cansancio que veo alrededor, ese cansancio que no te deja dormir. Vivimos —muchos— con la lógica de los dispositivos que cargamos. El dispositivo nunca se apaga, yo tampoco. El dispositivo siempre alerta, yo también. El dispositivo, eficiente. Yo trato.
No voy a volver sobre Han y su sociedad del rendimiento. Voy a contarte lo que me saca de la sensación de productividad non stop. No es ninguna originalidad: me sacan los libros. La ficción, obvio, pero también lo que no lo es. Su tiempo lento. “Leemos a la misma velocidad que en los tiempos de Aristóteles”, dijo alguna vez Ricardo Piglia. “Por más que exista una circulación muy activa, de muchísimas posibilidades de acceso a los textos, no han podido todavía inventar un chip para que los lectores puedan leer más rápido todo eso que llega ahí”. Eso alivia. La lectura, entonces, se vuelve un lugar de resistencia.
Sin embargo, tengo que estar más o menos bien para leer literatura; si estoy demasiado acelerada no consigo concentrarme. Pero en estos días, bajo el lema “no corro más” pude volver.
Primero volví a una novela gráfica de hace años. No volví porque sí, lamentablemente, sino por todo lo horrible que está pasando en Irán. Por el asesinato de Mahsa Amini, una chica de 22 años que cometió el crimen de llevar mal puesto el pañuelo en la cabeza. Por la rebelión que esta muerte disparó. Por los jóvenes condenados a muerte, colgados de grúas, por manifestarse a favor de las mujeres.
Entonces volví a Persépolis, de Marjane Satrapi. Que salió en el año 2000 y es autobiográfico, lamentablemente.
Marjane es iraní y nació en 1969, diez años antes de que una revolución acabara con el reinado del sha Reza Pahlevi. De sangre, su familia tenía que ver con la realeza.
Como explica en el libro, el abuelo de Marjane era príncipe hasta que los Pahlevi, con apoyo de Gran Bretaña, destronaron a la familia. Los descendientes de aquel príncipe, los padres de Marjane, se hicieron comunistas. Así que creyeron que era liberador y antiimperalista acabar con el Sha.
Un tío había estado en la cárcel del Sha, había sido torturado, había terminado huyendo a Moscú. La familia era activa en la lucha por una república. Y se creyeron que, bueno, para unificar un país iletrado, cabía escudarse tras la religión o el nacionalismo.
Cuando la revolución triunfa, descubre su verdadera cara: es religiosa. Y cubre las caras de las mujeres.
Otra vez a la cárcel, otra vez perseguidos, otra vez a esconderse hasta de los vecinos que los pueden denunciar. Otra vez el tío tiene que huir.
Marjane, que creía que estaba destinada a ser profeta, se encuentra con que no puede salir a la calle sin usar velo. Con que habían cerrado su escuela bilingüe, por imperialista. Con que no podía tener más compañeros varones y con que un día anuncian que se acabaron las universidades. Esa no era su idea de la libertad.
A medida que avanza el libro, la islamización del país crece. La abuela no puede verla con el velo, es una mujer criada en otras costumbres. Y el mundo propio se vuelve ajeno. Quizás uno sienta cierto aire de aquel cuento de Cortázar, Casa tomada. Es lo de uno lo que es invadido. Es en la propia casa donde uno no tiene lugar. Es uno el extranjero en la tierra en que nació.
Marjane, que viene de leer hasta sobre dialéctica marxista —y que sabe que Occidente no es ajeno al devenir de Irán—, no encaja en la nueva escuela. Protesta, se levanta, desobedece. Por su seguridad, los padres la mandan a Austria, donde tampoco la va a pasar bien. Una chica de 14 años sola en un país donde tiene que aprender hasta la lengua.
Las cosas no son fáciles: otro mundo, otras costumbres: Marjane termina en la calle, es invierno, se enferma. Llama papá: en casa hay lugar.
Pero eso tampoco va a funcionar, a veces no hay lugar adonde volver. “Sentía que estaba caminando en un cementerio”, dice Marjane en Teherán.
No voy a contar el final, pero lo principal ya lo sabés. Y lo sabés no sólo de Persépolis sino de la Historia y de este presente de protestas y condenas a muerte. Una lección para quienes creen que aliarse con el fundamentalismo “por un tiempo” puede terminar en otra cosa que en lo que acá se ve.
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