En 2002, mientras se encontraba paralizado de miedo en plena selva colombiana por tener que entrevistar a comandantes de las FARC en momentos de máxima tensión política, al recordado periodista argentino Pablo Calvo se le ocurrió una idea cuando vio que algunos guerrilleros se entretenían jugando a la pelota.
“¡Cómo les ganamos el otro día!”, le gritó con sorna a uno que llevaba la camiseta del Atlético Nacional, el equipo colombiano al que San Lorenzo- del que el argentino era fanático de nacimiento- le había ganado hace días la final de la Copa Sudamericana. Aunque algo molesto por la chicana incomprendida, el guerrillero entró de a poco en confianza y así pudo Calvo realizar su temido trabajo: todo gracias a la conexión que genera el fútbol.
Años más tarde, esa misma conexión -que, entre otros, lo llevó a compartir su pasión futbolera con el papa Francisco, el argentino que, como él, es hincha del Ciclón- volvió a hacérsele presente cuando vio en las noticias que en la construcción de un refugio antinuclear en Noruega para preservar la memoria de los pueblos, Brasil había enviado grabaciones de los goles de Pelé.
¿Qué salvarían los hinchas argentinos entre sus mejores memorias futboleras? Esa pregunta que Calvo se hizo en ese entonces derivó en El arca del fútbol, contenido exclusivo de IndieLibros que podrá descargarse gratis por una semana en Bajalibros.
En este libro de 2019, el autor -fallecido al poco tiempo por complicaciones relacionadas al covid- se deja llevar por la dimensión más romántica de esa pasión de multitudes para imaginar todo lo que debería preservarse para la posteridad en un refugio antibombas (o un arca de Noé): una entrada, una figurita, una camiseta firmada, una medalla de la infancia. Todo vale.
Así empieza “El arca del fútbol”
El eslabón perdido del amor por el fútbol está en un frasquito. Contiene un tesoro, que no vale nada, pero cuenta una historia que hace bien al alma.
Los organizadores del Museo de San Lorenzo buscaban tablones perdidos del viejo Gasómetro, ropa de jugadores campeones, placas recordatorias de hazañas. Y le preguntaron a Sergio Bismark Villar, el hombre que más veces vistió la camiseta azulgrana, qué podía ceder para esas vitrinas. “No tengo nada”, atinó a responder el Sapito, apodo que el marcador de punta conquistó por su ágil pequeñez. Había jugado 601 partidos, entre oficiales y amistosos, y no le quedaba ni un pantalón, ni una medalla ni un carné.
En aquellos tiempos, los jugadores no se hacían millonarios y permanecían años en un mismo equipo, sin ser objetos de compra y venta en el mercado de pases. Villar cuidó el costado derecho de la defensa del Ciclón durante trece años. Conocía hasta el nombre de los niños que lo alentaban del otro lado del alambrado y crecían viéndolo quitar la pelota a rivales sin pegar una patada. Sus proyecciones de ataque, su calidad al pasar la pelota o la justeza en las paredes que tiraba con el Toscano Rendo eran flashes que le volvían cuando compartía un café en el bar de avenida La Plata y Avelino Díaz.
Fue en el remolino de esos recuerdos cuando el Sapo tuvo una ocurrencia: donar el frasco que contenía los meniscos de su rodilla derecha, extirpados durante una operación en pleno campeonato. Era una de las pocas cosas que le quedaban de su paso por el fútbol, la única “joya”, y así y todo decidió dársela a San Lorenzo para que la exhibiera en las vitrinas de un museo que lleva además el nombre de otro jugador mitológico, Jacobo Urso, quien con una costilla rota siguió jugando un partido, sangrando por dentro, hasta que a los pocos días murió.
Pensaba en el frasquito de Villar cuando me enteré de que en una antigua mina de Noruega, no lejos del polo norte, a temperaturas bajo cero y con paredes a prueba de bombardeos, construyeron un refugio digital de reliquias de la humanidad. Los países invitados propusieron libros, discos, cartas de amor, el cuadro “El grito”, de Munch, el poema La divina comedia, de Dante Alighieri. Pero Brasil tuvo una idea mejor: decidió enviar a esa cápsula del tiempo las filmaciones de los goles de Pelé.
La noticia pasó casi desapercibida, pero la revista española Líbero hizo una crónica sobre el denominado Archivo Mundial del Ártico que me disparó interrogantes: ¿qué pondrían a salvo los hinchas argentinos, de cualquier equipo y de cualquier ciudad, ante el fin de los tiempos?; ¿qué recuerdos llevarían al refugio ante la hecatombe nuclear?; ¿un metegol, una Pulpo de goma, unos botines Sacachispas? Si es cierto que en cada casa de un amante del fútbol hay pastito de alguna vuelta olímpica, un autógrafo conseguido en la niñez, un banderín desflecado, ¿qué elegirían para dejar como legado?
Son preguntas que atraviesan los colores, válidas para hinchas de River o Boca, del Liverpool o del Barcelona, del Arsenal de Inglaterra o de Arsenal de Sarandí. Son inquietudes de alcance universal. ¿Dónde guardarán la pelota que viajó al espacio en los días previos al Mundial de Rusia? ¿Qué pasará con los potreros de barrio? ¿Dónde proteger las camisetas fatigadas de Diego Maradona o los calzados multicolores de Lionel Messi? ¿Qué búnker cobijará el arco de la Bombonera que le regalaron al goleador Martín Palermo?
Cada hincha podría armar su propio listado de goles, objetos y momentos para salvar del olvido.
Hay un texto de Eduardo Galeano, titulado “El baúl de los perdedores”, que propone un camino. Dice: “Helena Villagra soñó con un inmenso baúl. Ella lo abría con una llave muy vieja y del baúl brotaban goles perdidos, penales errados, equipos derrotados, y los goles perdidos entraban en el arco, la pelota desviada corregía su rumbo y los perdedores festejaban su victoria. Y aquel partido al revés no iba a terminarse nunca mientras la pelota siguiera volando, y el sueño también”.
Y si cada uno puede aportar sus emociones más íntimas, sus abrazos más sentidos en una tribuna, el apretón de manos con la persona que lo llevó por primera vez a una cancha, quizás sea hora de construir entre todos, aunque sea a partir de un frasquito, el Arca del Fútbol.
Hay lugar para lo invisible.
Gritalo, cantalo
¿Cuántos sonidos podríamos almacenar en una botella echada al mar de la información digital? ¿Cómo lograr que, al destaparla, despierten los cantitos de las tribunas, el aplauso a los que van ganando, el aliento a los que van perdiendo? ¿A qué nube van a parar los gritos de gol?
Si el ruido de las olas cabe en un caracol, algún día inventarán el pen drive capaz de cobijar todos los sonidos del fútbol, pero ¿cuáles son los que vuelven a la memoria de los hinchas en las horas de emoción? En la Biblioteca Nacional existe un rincón que casi nadie visita pero da la posibilidad de escuchar discos de fútbol. Es la Audioteca, que tiene grabaciones de partidos, relatos históricos de Fioravanti o de José María Muñoz, ovaciones por grandes jugadas y festejos consagratorios. Los auriculares transportan al Racing campeón de 1966, al Independiente de Arsenio Erico, a los tiempos en que los hinchas iban de traje a la popular y al momento en que la voz del estadio daba las formaciones y, al dispersarse arenosa por el viento, parecía la voz de Dios.
Pensaba en las melodías del fútbol, en su riqueza oral, en las rimas inspiradas contra Huracán, cuando se me apareció otro elemento para conservar en el Arca del Fútbol: el megáfono de Julio César Falcioni.
El ex director técnico de Banfield lo usó en un partido por la Copa Sudamericana para amplificar consejos que le salían muy débiles de los labios pero impetuosos desde el alma. Su laringe sufría y su voz se deshilachaba, pero él no quiso quedarse callado ante sus jugadores, necesitados de palabras. Tan jóvenes ellos que ni sabían que Julio César, en su época de arquero, le había atajado dos penales a Diego Maradona en un mismo partido.
En aquel entonces, el Pelusa de Versailles ordenaba su defensa a los gritos. Decía “mía” cuando salía a cortar un centro y era seguro que la pelota en el aire ya no sería de nadie más, mientras el eco de su orden aún retumbaba. Su vozarrón se hizo famoso por imponerse al estruendo de las hinchadas. Conquistó el apodo de “Emperador”.
Por eso en agosto de 2018, cuando tuvo que acudir a un megáfono por un cáncer de garganta, hasta las hinchadas rivales lo aplaudían. Era más fuerte el ímpetu que la fatiga de sus susurros. Las autoridades del torneo quedaron en ridículo cuando pretendieron sancionarlo, dado que el uso del megáfono no estaba contemplado en el reglamento. En cuestiones románticas, las normas suelen quedar en off side.
Los trofeos abandonados
Caminábamos por la avenida Comodoro Rivadavia con el fotógrafo Dani Yako, un compañero que cubrió el Mundial 86 y vio a Maradona escapar de un ejército de mil ingleses rumbo al gol más maravilloso de todos los tiempos, cuando nos topamos con algo impensado. Parecía un espejismo, el decorado de una escena triste.
Veintiocho trofeos habían sido arrojados a un container de basura en la vereda del club Defensores de Belgrano. Un jugadorcito de bronce asomaba en lo alto, con la pelota dominada en su pie derecho, esquivando a un rival invisible. Cintas celestes se arrugaban en las orejas de una copa enorme y águilas de plástico que simulaban gloria abrían sus alas de cara al piso. ¿Quién había abandonado esos trofeos?
Dani sacó su Leica para retratar en blanco y negro lo que nadie iba a creernos. Nos quedamos en silencio, los dos, que habíamos jugado al fútbol juntos y sabíamos lo que costaba ganar tan sólo una medalla. Tantas condecoraciones descartadas significaban también una molienda de ilusiones, de sueños de chicos que se esforzaron para ganar campeonatos y alcanzar la felicidad de un abrazo de gol.
Fue entonces cuando decidimos actuar: tomadas las fotografías, Dani guardó su cámara, con las dos manos sostuvo el container y yo, como un cartonero que busca el sustento diario, me zambullí dentro para rescatar al menos un par de trofeos. De inmediato, escondimos las piezas en el baúl de un remís, por si algún vigilante intentaba censurarnos. Al final del día, les pasamos una franela, para ver si el reflejo devolvía imágenes del pasado, y acaso la secuencia exacta en que los premios llegaban a manos de algún niño campeón. No vimos nada, pero dos trofeos están ahora en lugar seguro, bien custodiados, a la espera de ser llevados al Arca del Fútbol. Allí, sus verdaderos dueños podrán reclamarlos. Sabremos si son ellos por la emoción de sus miradas.
Figus del alma
La pelota abraza el pecho de Hugo Orlando Gatti. Tiene manitos blancas, nariz colorada y gajos amarillos y rojos. Mario Alberto Kempes está vestido como un torero y la pelota, rendida a los pies de El Matador, tiene cuernos y gotas de sudor. En el centro de la imagen está Maradona, con una capa púrpura y la corona dorada de un rey. Es la tapa del álbum de figuritas Súper Fútbol, dibujada en 1979 por Jorge de los Ríos, las manos mágicas de los retratos futboleros.
Jorge es el mayor dibujante de figuritas de todos los tiempos y le está explicando a León, un joven de 18 años que quiere saber los secretos de este oficio artesanal, cómo se las ingenió para hacer los tarjetones de René Pontoni con la pelota atada a sus pies, de Mario Boyé con su patada atómica, del Panadero Díaz con el balón acunado en una canasta de pan, o de Antonio Roma en el arco de Boca aferrado a una liana, como Tarzán.
Es uno de los personajes que el Arca del Fútbol tiene en su lista de pasajeros VIP, porque la maestría de sus dedos puede recrear jugadas magistrales de la Selección argentina contra Brasil, como en el álbum de figuritas Sport de 1967; inventar canchitas de cartón; conseguir autógrafos de los jugadores para imprimir en los tarjetones de 1968 y hasta proyectar a un Muñeco Gallardo de 12 metros.
Los cromos de Jorge de los Ríos tienen formas rectangulares, redondas para jugar a la tapadita o al punto y révol, en tres dimensiones para los arquitos de las canchas de cartón e incluso con diseños aptos para su impresión en chapitas. “Y no sabés la cantidad de figuritas que por motivos económicos nunca fueron publicadas, es decir que permanecen inéditas”, tienta Jorge a la curiosidad.
Tan creativo es con las formas que un día se le ocurrió pintar un cuadro de Carlos Salvador Bilardo y tan narigón le salió que el marco de bronce tuvo que ser adaptado con un espacio suplementario, para que pudiera entrar toda su prominente ñata.
En el camarote de este artista de 78 años, autor de mil quinientas tapas de la revista Anteojito, abundarán las hojas y los crayones.
Quién fue Pablo Calvo
♦ Nació en 1968 en Sarandí, Argentina, y falleció en 2021.
♦ Fue periodista y escritor.
♦ Escribió libros como La muerte de Favaloro, Los mendigos y el tirano y El arca del fútbol.
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