¿Qué es el Edipo? Una nueva manera de entender el más célebre de los complejos

No se trata de querer casarse con la madre sino de cosas que pasan en la cotidianeidad. Incluso la literatura, dice el autor, comienza con una primera mentira: las cosas no son como dijo mamá.

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Madre e hija. Una conversación
Madre e hija. Una conversación que no cesa. (Getty Images)

Otra forma de pensar el complejo de Edipo es a partir de una conversación. No se trata de que el niño, o la niña, se quieran casar con la madre (o el padre), sino que esta última sea su principal interlocutora. ¿Qué es el Edipo? Hablarle a la madre.

Puede ser que el modo en que se habla con la madre sea a espaldas del padre. Incluso es bastante común –en el Edipo del niño– que, si habla con el padre, lo haga tomando el relevo de la palabra materna. De ahí que, en la estructura clásica de este complejo, el padre sea visto como un rival. El niño no puede dejar de criticar al padre, reprocharlo, pero así no hace más que renunciar a una visión propia de los hechos, a una voz personal y, por lo tanto, persiste en la interpretación materna de la realidad.

¿Qué es la realidad? El discurso materno. Mejor dicho, esa es una forma de entender la realidad: como algo preestablecido y “objetivo”, las cosas como son. No son pocos los hijos que, cada tanto, cuentan el costo que tuvo para ellos confrontar con esa versión totalizante del mundo que ofrece la madre. Por supuesto que esta descripción no habla de la persona a la que le toca encarnar esta función; por cierto, no son pocas las mujeres que, cuando tienen que ponerle el cuerpo a este rol simbólico, se angustian mucho y precisan el auxilio de otros que les ofrezcan algún tipo de sostén.

Estos otros son distintas formas del padre y no es lo mismo que la función paterna esté a cargo de una pareja o de, por ejemplo, el pediatra o un especialista en crianza. Sin embargo, esto nos llevaría a otro derrotero. En todo caso, lo que importa subrayar es que el padre es, al menos inicialmente, un elemento en el discurso de la madre. Al menos, digo, en los mejores casos. Porque si este elemento está presente desde el comienzo, después podrá tener su propia autonomía y será el inicio de una relación específica entre padre e hijo.

O entre padre e hija. En el desarrollo psíquico femenino hay una distinción clave: ser la hija de un hombre, ser una mujer con padre. Este conflicto es irreductible y las dos corrientes permanecen a pesar de los años. Tienen su raíz en la relación con la madre, cuyo efecto es la constitución de una ambigüedad: la niña no pasa de la madre al padre –como pensaba Freud–, esto no es así. Puede ser que ya temprano se descubra como mujer en la relación con la madre y, entonces, busque a un hombre o a un padre. Los motivos pueden ser muy diversos para una y otra cosa.

También puede ser que la niña se defienda del hombre con una visión paterna. Esta es la salida que prioriza la histeria, cuyo síntoma supone la creencia neurótica de que se puede ser hija de un padre; pero también en mujeres melancólicas que quedan privadas del deseo viril y solo recuerdan a su pobre papá, tan triste, tan torpe, tan desafortunado.

Estas últimas son versiones victimizadas del padre que encubren que la deserotización del padre se basa en el temor al incesto. Cada tanto alguna de estas mujeres se entera de las infidelidades del hombre, o el mujeriego le retorna en lo real de su vida de pareja. La cuestión está en las consecuencias deserotizantes del Edipo: el niño edípico se introduce en la pareja conyugal como principal interlocutor de la madre; entonces refuerza los roles parentales y los deserotiza, a veces con consecuencias penosas para la pareja.

La pregunta por el atravesamiento del Edipo es la de cómo se establece un vínculo de paridad con otro que no se base en las condiciones regresivas (maternas); es decir, la cuestión es cómo alguien se convierte en una persona capaz de un lazo social público. La crisis de esta estructura en nuestras sociedades se confirma en cómo la vida colectiva perdió tantos de sus componentes maduros (respeto, vergüenza, no actuar prejuicios, etc.).

El auge de la intimidad y de los discursos de lo íntimo, lejos de instituir lazos fuertes y un sentido de responsabilidad común, trajo como resultado una especie de derecho singular por el que muchos creen que, si no los dejan decir lo que se les canta, es porque se limita su expresión. Así es que una máxima como “Lo personal es político”, que surgió con otros fines, hoy se populariza en la mostración obscena de la vida privada.

Edipo. Más que ganas de
Edipo. Más que ganas de casarse con la madre.

Esa obscenidad es una permanencia edípica y es la que se expone también en las redes sociales, en movimientos que van desde la conducta hater hasta la cancelación –variaciones de la misma pasión filial, de personas que no pueden dejar de hablarle a la madre, tal como el niño o la niña que no teme interrumpir si sus padres están hablando y, para el caso, interpone su opinión, eso que quiere decir, sin esperar.

¿Cuál es de uno de los momentos más importantes en la vida de un niño? Cuando se da cuenta de que molesta, de que su presencia no siempre es bien recibida y que, por ejemplo, si quiere participar de una conversación, deberá hacerlo a su tiempo, como uno entre otros. Esto es crecer, de acuerdo con el desasimiento de la garantía edípica en el vínculo primario con la madre, pero acordemos en que este crecimiento es cada vez menos frecuente –en una cultura que piensa más la gratificación del niño antes que la expectativa de que crezca.

Volvamos a nuestro hilo conductor: el discurso materno y la realidad. El discurso de la madre, que es la realidad y, por lo tanto, impone al hijo un doble trabajo: no quedar capturado en una visión naturalizada de la realidad y, en segundo lugar, encontrar su voz personal. En este punto, el caso de la niña vuelve a ser privilegiado para esta investigación, porque el hijo –cabe decirlo– queda engañado de por vida.

Después de todo, no por nada el sentido común dice que los varones son mucho más literales o dependientes de las cosas tal como se las contaron. Y los varones que se interesan por la literatura algún trabajo tienen que hacer con la lengua materna si, en verdad, quieren convertirse en escritores. Tal vez no haya escritor que no dispute, a su modo, la lengua de la madre, si quiere correr el riesgo de escribir.

En este sentido, quizá el escritor no pueda ser tal sin una renuncia viril. En todo escritor suele haber una deuda con el padre; desde los que narran la ausencia paterna, hasta los que suplen con las letras la inscripción en una genealogía que falla a la nominación de un padre. El escritor es un pobre hijo que patalea para no quedar devorado en la lengua materna.

Si se acepta esta generalización esquemática, diría que con las escritoras ocurre todo lo contrario: el trabajo de la escritora es mostrar el doblez de la lengua materna, la amplitud de sus enunciados, el espesor de sus verdades supuestas. Los varones escriben para narrar cómo hicieron para no enloquecer, incluso cuando están locos; mientras que las mujeres lo hacen para poder dejar de hablarle a la madre con la voz materna.

Padres. Parte del discurso de
Padres. Parte del discurso de la madre. (Pixabay)

La madre es un amo absoluto. En un primer momento, de manera necesaria. Si así no fuera, ¿cómo haría el cachorro humano para sobrevivir? La madre dice: “Tiene hambre”, ante el llanto, que entonces se vuelve una demanda de alimento. Una madre no resiste, durante un buen tiempo, que otro le diga qué le ocurre a su hijo. Como dije antes, en los mejores casos a veces en el interior de ese discurso hay lugar para un padre.

Otras no y, entonces, el niño tendrá que inventar algún artificio de salida, o sucumbirá. Este es –para mí– el origen de la literatura, antes que la pasión por narrar acontecimientos. La literatura comienza con una primera mentira: las cosas no son como dijo mi madre, incluso si voy a contar lo que me dijo mi madre. El punto es que puedo narrar hablándole a mi madre, ¿quién no cae en su propia trampa?

En este sentido, quisiera trazar otra distinción esquemática y, por lo tanto, injusta: para un varón no es un problema que otro varón, al que se le habla, sea un relevo del padre. Hay escritores que solo le escriben a un padre; al que no tuvieron, al que los abandonó, al que les gustaría que regresara. Mientras que, para una mujer, es una pregunta sustancial la que plantea cómo se las arregla para perder su voz infantil y dejar de hablarle a la madre.

La diferencia es básica: el varón que le habla a la madre, de algún modo –aunque sea renegatorio– le habla a una mujer; mientras que la mujer que le habla a su madre, no le habla a una mujer. Le habla a su madre. El desafío para una mujer que escribe es constituir una voz femenina y ese traspaso se consigue en los intersticios de la voz de la madre. Este es el centro gravitacional de El corazón del daño, de María Negroni.

“Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje.

La guardiana de la joyería verbal, con todas sus prosodias, sus locuciones, sus formas adverbiales, adjetivas, nominales y, sobre todo, adversativas.

Un aula entera de retórica adentro de la niña que yo era.”

Así presenta la narradora su posición ante ese muro (de la lengua) que es su madre, aula dentro suyo, pero que recorta para ella –entonces– la actitud de alumna. ¿Qué debe aprender? En diferentes entradas de este libro que funciona como un diario o cuaderno de memorias, encontramos una reflexión sobre cuál es la causa de la escritura o para qué se escribe.

“La escritura es un asunto grave”, “Escribo para no morir”, “Se escribe, dicen, con una mano arrancada a la infancia”, son algunas indicaciones, que conviven con afirmaciones de otros escritores, como esta: “Escribir es horrible, dijo Clarice Lispector”.

El origen perdido de la escritura en la niñez es el tema de este libro, que recorre escenas para presentar a la madre como Objeto Total con el que es preciso construir una distancia. El padre está presente también, pero como tema de descripción, su eficacia es la de abrir una vía imposible, porque solo puede virilizar a la hija:

“A mí madre le tocaron el arte, la literatura y la música, pero también el orgullo, el desinterés sexual. La falta de calle, según mi padre.

A mi padre el Derecho, el dinero y la seducción, pero también el póker, los caballos. Los antros de perdición, según mi madre.

El cuerpo, en ningún lado (salvo en el cabaret, para él)”.

Entre madre y padre, no hay síntesis ni pasaje de una a otro. La madre, desde el punto de vista del padre, no es una referencia, sino un camino desautorizado. En este punto, no hay chance de anhelar su condición; a la hija le queda entonces trabajar una estrategia que no la deje ahogada en la falta de aire de la madre, en el ángel asmático que le robaba la respiración:

“Por años tosí con esmero, te imitaba bien.

Me quedaba afónica, sin ninguna razón.

Mi madre consultó a un otorrino.

Hay que extirpar las amígdalas, señora. De lo contrario, esta chica seguirá haciendo anginas a repetición.

Yo lo escuché discordada.

Le vi una cara de extrañoso aspecto.

Pero no pude oponerme: me operaron a los pocos días.

Sin más prólogo que una fe en los hechos por resultar.

Las afonías siguieron.”

Por un lado, este fragmento expone cómo –de a ratos– este libro vira hacia la poesía y la escansión de versos para hacer sensible, indirectamente, la pasión filial. Si el síntoma no se detuvo, es porque su causa era otra: una mimesis, la identificación con el dolor materno. Eso es lo que se repite. Una mujer puede quedarse toda la vida afirmada en el sufrimiento solo para justificar que fue hija de una madre.

María Negroni, un texto autobiográfico.
María Negroni, un texto autobiográfico.

Por otro lado, esa identificación lleva a cuestas una serie de nominaciones maternas que definen a la hija como mentirosa, celosa, que denotan la intensidad de la demanda de la hija sobre ese ser del que, al mismo tiempo, precisa alejarse. Mejor dicho, descubre la fuente de su ansiedad, la raíz de todo reclamo: se pide aquello que se desprecia, lo que menos se quiere y se desea.

La narradora habla de su madre, pero sobre todo habla con ella. Le habla con su propio lenguaje, en busca de una voz transversal, que se desprende progresivamente a través de la necesidad de la escritura como torsión; por eso este libro sobre la madre, es también un libro sobre lo que significa escribir.

“Lo único que siempre quise fue ser el foco exclusivo de tu atención (y así disimular tu deserción masiva de mi cuerpo)”, dice la narradora para ilustrar cómo el mayor anhelo es la huella de un fracaso; feminidad trunca, sin transmisión, entre la hija y la madre, sin capacidad de reconciliación. Nunca serán dos mujeres, sino una hija ante la madre.

Por eso en el libro el fantasma materno (que combina la austeridad con el capricho, la elegancia con el despojo del deseo, la enfermedad y la devoción) se despliega esplendoroso en busca de un “agujero psíquico” –para usar esta expresión, que es otro hallazgo literario en estas páginas. La escritura es el artificio que horada el mito de la hija que cree saber quién fue su madre. No conocerá a la mujer, no tiene más remedio que desconocer a la madre.

“La literatura es una forma elegante del rencor”, afirma quien nota el escándalo de que una hija nunca olvida. Por lo tanto, ¿cómo hacerle un lugar a lo no sabido en la relación con la madre? Aquí las escenas se vuelven vaporosas, la memoria se quiebra y cede a lo incierto, a la versión de la historia, a lo que pudo ser de otro modo; quien narra no se recuerda a sí misma en lo que recuerda; así cambia su posición de espectadora y recupera la paz de restarle un agente al daño.

Narrar un daño es renunciar a la victimización de decirse dañada.

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