¿Es posible imaginar el día a día de un crítico gastronómico que carece de gusto y olfato? Aunque a primera vista pueda parecer un oxímoron, esta es la idea inicial con el que el escritor y periodista argentino Juan Pablo Cantini le dio forma a su primera novela, Mordiendo en el vacío, publicada por la librería y editorial Notanpüan.
Adil, el personaje principal, sufre una rara condición de nacimiento que le impide oler y saborear, lo que termina por moldear su infancia. De chico, se estrafucaba con dulces y golosinas pero, lejos de empalagarse, sus papilas gustativas carecían de reacción. Y, como es de esperarse, esta particularidad lo hace víctima de acosos y bullying por parte de sus compañeros. En ese contexto poco favorable, sus únicos aliados serán su abuelo y su gato tuerto.
“Mi abuelo me esperaba con una merienda que parecía un cumpleaños. A él no le importaba mi anosmia congénita, ni mi falta de gusto. Se esmeraba igual. Creía que, si los médicos no podían explicar con exactitud las causas del trastorno, tampoco podían asegurar que no tuviera cura. El viejo era obstinado y creía que todo tenía solución. Que un buen día, yo podría oler y degustar una comida como cualquier otra persona”.
¿Cómo decide, entonces, convertirse (contra toda lógica) en crítico gastronómico? El recorrido de Adil, que a lo largo de las 250 páginas de esta novela nunca dejará de buscar ese sabor que de entrada sabe imposible, oscilará entre lo alucinado y lo real, entre un presente de great pretender (gran farsante) y un pasado que, sombrío, le pisa los talones.
Juan Pablo Cantini tensa los hilos de una novela que se ancla en esa mueca siniestra que puede ser leída como risa, pero también como espanto. Entre lo patológico y lo indescifrable, entre atracones y cocaína, Mordiendo en el vacío es un libro en el que lo peor, siempre, parece estar al caer.
“Mordiendo en el vacío” (fragmento)
El colectivo dobla por una calle angosta y empinada, el motor hace un esfuerzo para no ahogarse y los amortiguadores sufren la belleza de los adoquines. Los pasajeros se quejan por el temblor que nos sacude. El vehículo rojo y amarillo parece sacado de otra época, como si justo hoy alguien hubiese decidido usar alguno de los modelos que la línea debería guardar en un museo. El colectivero nos mira por el espejo retrovisor y sube el volumen de la radio.
Viajo de pie, apretado entre las risas de dos chicas, la voz aguda de otra que cuenta una anécdota sin gracia y el sonido a heavy metal que desborda los auriculares de un adolescente. Está escuchando algo que imagino que es Sepultura o una banda muy similar. Lleva puesto unos chupines negros y una remera gastada que tiene impresa las caras de los integrantes de Metallica. Mueve la cabeza al ritmo de la música, como si estuviera en un recital. Cada tanto, sus pelos largos y rubios tocan el hombro de una señora que lo mira mal pero no se decide a pedirle que se quede quieto.
Su look impostado de tipo duro tiene algo que me hace acordar a cuando era un pibe y, por un instante, me da ternura. Recuerdo cuando yo tenía el pelo largo, me vestía todo el tiempo de negro y llevaba el walkman a todas partes. Mi abuelo se reía de mí y me decía que por ahí no iba la cosa. Que escondido entre la música y los pelos largos que me cubrían la cara, nunca iba a encontrar novia. Que tenía que aprovechar que era joven y buen mozo. Que eso también algún día se iba a acabar.
Estoy puteando en silencio porque me olvidé los auriculares y me siento desnudo ante los ruidos ajenos. El colectivo no frena en la parada y un hombre, que le había hecho señas desde la vereda, mira con odio y lo insulta. El colectivero se ríe y sube aún más el volumen de la radio. A la cumbia ya de por sí detestable se le suma la distorsión de los parlantes saturados. Pienso en bajar y caminar, pero todavía falta mucho y tengo sueño. Ayer me desvelé mirando una película brasileña. Trataba de un preso que era cocinero y se ganaba el respeto de los otros reclusos a través de los platos que preparaba en la cocina de la cárcel. Me quedo pensando en una escena que no puedo olvidar, donde el tipo cocinaba una especie de banquete carcelario farsesco para agasajar al capo del pabellón.
Todo lo que sucedía era completamente inverosímil, pero al mismo tiempo fascinante. El reo chef iba sacando los distintos pasos del menú y presentaba los platos con un lenguaje que a los presos les resultaba incomprensible, delirante y ofensivo. El tipo trataba de explicarles su cocina y se enredaba con las palabras. Defendía una idea gourmet del mundo en un contexto imposible.
Mientras el colectivo avanza por la avenida hacia el norte, yo retrocedo. Paisaje de concesionarias de autos opulentas que luchan por sobrevivir junto a las casas que aún se ven entre los edificios nuevos y monstruosos que imagino pronto dominarán una de las avenidas más lindas de Buenos Aires. Todos quieren vivir cerca del río y respirar el aire que queda de una zona de casas bajas y jardines con pileta. Siento que estoy viajando hacia el pasado.
Hace quince años que no vuelvo y podría haber estado otros quince sin volver, pero la escuela de vinos y espirituosas queda en el casco histórico, justo frente a la Catedral, donde tomé la comunión. Van a recibir a Cristo, nos dijeron en el colegio cuando nos preparaban. Fuimos todos vestidos con unos trajecitos blancos tan ridículos que, al lado de eso, el uniforme de todos los días me parecía lindo. Vestido así, hasta el Gordo Tomás se veía bueno. Creo que para eso lo hacían. Todos somos iguales ante los ojos de Dios, rezó el cura al empezar la ceremonia. En ese momento le creí y fui a misa, aun cuando en mi familia nadie lo hacía.
Siempre preferí estudiar en soledad. Las clases me ponen nervioso. Me molesta la figura del profesor y nunca creí que la interacción con otros alumnos pudiera ayudar en el aprendizaje. El curso fue una idea de Mariano, el editor de la revista Bonvivant. Un diseñador gráfico buscavidas al que le gusta comer bien y que encontró su lugar en el mundo sibarita. No sé por qué, pero me tiene bien catalogado. Tenés una pluma filosa, capacitate, me dijo antes de recomendarme la escuela, ignorando por completo mi orgullo de autodidacta. Me cae todo lo bien que me puede llegar a caer una persona. El tipo hace fácil todo lo que a mí me cuesta mucho trabajo. Me gustaría que mi vida fuera tan sencilla como la suya. A veces, siento que es como un mentor para mí, otras, me parece un tipo insoportable y no lo puedo ni escuchar. Por su idea, ahora estoy parado en este colectivo, empapado en sudor y rodeado de otros cuerpos transpirados.
El metalero se bajó hace un rato, pero el ruido sigue. Las voces chillonas de las chicas que tengo al lado se mezclan con las bocinas de los autos y la cumbia estridente y las letras absurdas que puso el colectivero. ¿Qué pasaría si me acerco y le bajo el volumen?
Cuesta respirar. El ruido sofoca. Se me nubla la vista. Si pudieran callarse un rato, el viaje sería un poco más tolerable. ¿Cómo pedirles que hagan silencio? Nadie se baja, el colectivo sigue lleno y a ningún pasajero parece molestarle. No lo entiendo. Un viejo abre la ventana de par en par y le agradezco en silencio. El viento en la cara me anima. El colectivo se detiene justo en el cruce de la avenida y la calle que desemboca en el muelle del Viejo Tiburón. Está lejos pero aun así me parece escuchar su voz. A mano izquierda, el paisaje cambió, abrieron un bar imponente. Una fachada circular y fastuosa que ocupa toda la esquina. La construcción gigantesca y sus ventanales oscuros desentonan con el recuerdo que tengo del barrio. Es como si hubiesen extrapolado un bar directamente de Ocean Drive en Miami y lo pusieran de prepo en la esquina. Union Bar, dice el cartel luminoso que se ve encima de la puerta. El lugar me da cierta intriga, pero el colectivo arranca y lo pierdo de vista.
Las tipas lloran el excremento de las chicharras y mojan los autos mal estacionados sobre la avenida. Poco a poco vuelvo a respirar normalmente. Todavía hay luz y el pasado aparece con claridad en cada parada. Sus personajes desfilan por la ventana como si fuese un televisor. No están realmente, pero igual los veo, los siento. Soy el fantasma de Eleanor Rigby que se despierta de la muerte y vuelve a su pueblo luego de una larga ausencia. Tarareo en silencio la canción y me siento menos solo. Me acuerdo de cuando escuchaba a Los Beatles y leía novelas de Stephen King en el jardín de la casa de mi abuelo.
El tránsito se congestiona y cuesta avanzar. El colectivo se para un poco antes de El Timón. La hamburguesería más famosa de la zona está cambiada, pero sigue igual. Un rectángulo gris y aburrido que adentro está demasiado iluminado y afuera está rodeado de motos caras y relucientes. Mi abuelo decía que ahí se podían comer las mejores hamburguesas de la Argentina. Siempre contaba que El Timón había empezado en un local chiquito por el que nadie daba dos mangos y que dependía de una estación de servicio. Repetía hasta el hartazgo que la carne era buena, pero que el secreto que hacía insuperables las hamburguesas era el pan.
Las chicas ruidosas que viajan delante de mí se ponen de pie y tocan el timbre para bajar, pero el chofer no les abre porque todavía no hemos llegado a la parada. Protestan un poco y se quedan quietas mirando hacia el restaurante, como buscando a alguien que las espera. Miro hacia las mesas que están en la vereda. Pusieron unas sombrillas de paja que le dan un leve aura a boliche playero e intentan sumar calidez a la frialdad de un edificio que se ve cansado de tantas reformas y acaso pide la eutanasia en silencio.
Imagino al Gordo Tomás sentado en una de ellas. El rugby lo dejó gordo y el paso del tiempo le está robando el pelo. Con la mirada perdida come una hamburguesa gigante. La mayonesa se escapa del pan y chorrea desde sus manos a los codos. Su camisa blanca, justo a la altura del ombligo, tiene una gigantesca mancha amarilla. Lo veo vencido por los años, pero me cuesta sentir lástima. Cierro los puños y siento la tensión en todo el cuerpo. Aprieto los dientes, la mandíbula también se tensa.
El Gordo se limpia la boca con las manos y sigue comiendo. El espectáculo es desagradable, pero no me puedo quitar la imagen de la cabeza. Estoy seguro de que con dos golpes bien puestos podría voltearlo. Con el tercero, lo ayudaría a reventar y la grasa se esparciría por toda la vereda.
Pasó el tiempo, pero lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer. Fue en una gira que hicimos con el club por Rosario: yo estaba durmiendo apoyado en la ventana del micro y me despertaron los cantos. ¡Chofer, chofer, apure ese motor que en esta cafetera nos morimos de calor! Cuando abrí los ojos y giré la cabeza para ver qué pasaba, me atraganté. El Gordo me había puesto la pija en la boca. Estaba flácida, pero era grande y en ese momento la vi enorme. No sé si era venosa o la veo así ahora que la recuerdo. Sentile el gusto a esta, ¿querés que te la pase por la teta?, gritaba mientras se reía sin parar. El resto del equipo lo alentaba.
Todavía me arrepiento de no haber cerrado la boca. Con un solo mordisco lo podría haber castrado. No lo hice, pero fantaseé con la idea durante muchos años.
El semáforo se pone en verde. El colectivo acelera y es un alivio. En cada cuadra hay un recuerdo y cuando el chofer pisa el acelerador y se saltea paradas, siento que le escapo un poco al tiempo que no quiero recordar. A mano izquierda, el club centenario interrumpe el paisaje y lo embellece. Desde el colectivo no se puede ver cómo está adentro, pero estoy seguro de que sigue igual. Imagino que habrá otros hijos de puta como el Gordo y algunos otros como yo que no pueden adaptarse.
Me bajo antes de llegar a la Catedral. Todavía es temprano y tengo tiempo para tomar algo. Camino una cuadra por la avenida empedrada y encuentro un bar irlandés que me parece aceptable. El lugar está semivacío y oscuro, tienen puesto un disco de U2 que suena bien y me siento a gusto. Bono siempre es Bono, pero nunca me cansa.
El mesero me da la carta y me describe las sugerencias del barman con lujo de detalles. Insiste en venderme un trago con vodka, Hesperidina y almíbar de morrón. Está entusiasmado y habla mucho. Demasiado. Le hago una seña con la mano para indicarle que ya decidí y que se calle de una vez. Pido un Campari con dos hielos, lo elijo entre otros aperitivos por su color rojo intenso. Además, le encargo una orden de papas fritas, resaltando que me gustan bien doradas y crocantes.
El mesero, decepcionado porque no opté por ninguna de sus recomendaciones, me ofrece un agua tónica para acompañar mi bebida y suavizar el sabor. Le digo que no, que la combinación arruinaría el color. Quiero rojo, no rosa. El mesero hace un gesto y abre la boca, pero no dice nada. Se da media vuelta y se va hacia la barra. Veo que comenta algo con el barman, no llego a escuchar qué dicen. Vuelve a los cinco minutos con mi trago, unos bastones de papas flácidos que se ven crudos y el ticket de la cuenta que no pedí.
Quién es Juan Pablo Cantini
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1976.
♦ Trabajó como periodista gastronómico en medios especializados como “Vinos & Sabores” y “Gastronómica de México” y como redactor creativo freelance.
♦ Con el paso del tiempo se inclinó por la ficción y participó en diversos talleres literarios, entre los que se encuentran los dictados por Natalia Zito, Luis Mey y Natalia Rozenblum.
♦ Mordiendo en el vacío es su primera novela.
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