Una niña perversa que besa y lame con pasión a sus muñecas. Un muchacho que fantasea con entregarle su cuerpo a Papá Noel. Un joven librero que se comunica con los muertos. Un niño cuya imaginación se dispara tras ser atropellado por una moto. Un hombre tan bien dotado como para hacer de su pene su destino y que pasó de esclavo a amo tras ser “momificado”.
Parece ficción, pero no. O, mejor dicho, es ficción, sí, pero de esas que están basadas en la vida real. La que narra es la escritora y periodista argentina Laura Ramos, que parte de las historias de vida de algunos de sus amigos, colegas y referentes de la cultura para contar Vidas más extrañas que la mía, un libro repleto de apariciones estelares.
Está, por ejemplo, la infancia de la escritora María Moreno, a cuyas muñecas “arrojaba sobre la cama y les metía la lengua entre los dientes de mica, les mordía el cuello y lamía con violencia su pecho de pasta” hasta que estas se quedaban calvas por su maltrato. En ese momento, “les ponía pantalones y una gorra de chofer” y “viraba a la heterosexualidad”.
Está, también, la historia de vida de Osvaldo Baigorria, “el escritor-nómade, el escritor-linyera, el trashumante (jamás el flâneur)” que viajó por el mundo a dedo haciendo “turismo indigente” y subsistiendo a base de los trabajos más aleatorios: desde escritor fantasma de tesis de grado, vendedor callejero de café, lavacopas, recolector de fruta y bombero en incendios forestales.
Vidas más extrañas que la mía, contenido exclusivo de IndieLibros, retrata con sutileza y sin estridencias una serie de personajes -algunos famosos, algunos referentes de nicho, otros desconocidos- cuya extrañeza, contada sin un juicio de valor, es motivio suficiente para que la realidad se inmiscuya en la ficción.
Dos cuentos de “Vidas más extrañas que la mía”
La virginidad de María Moreno
Cuando sus muñecas eran nuevas y estaban bien vestidas, María Moreno era lesbiana. Las arrojaba sobre la cama y les metía la lengua entre los dientes de mica, les mordía el cuello y lamía con violencia su pecho de pasta, que tenía gusto a barniz. “Cuando la muñeca se quedaba calva por mis malos tratos, se le rompía la ropa y se le hundían los ojos, le ponía pantalones y una gorra de chofer y yo viraba a la heterosexualidad”. Cuando no la estaba montando y besando, la sentaba en su auto a pedal, que era una réplica del de Fangio. (A los seis años le gustaban los hombres tuerca, un poco agresivos.) Cuando se aburría le metía a la muñeca unos fósforos encendidos en los agujeros de los ojos. Su abuela le decía el Petiso Orejudo.
Su gato Zuzú tenía la costumbre de frotarse en los almohadones, corcoveando, mientras lanzaba unos aullidos graves, como si sufriera. Dejaba en el almohadón una especie de moco blanco. Su abuela se acercaba con un palo: “El gato es un hombre”, y lo echaba. A escondidas, ella aprendió a hamacarlo sobre los almohadones para ayudarlo. “Todavía no sos una mujer”, le dijo su abuela una vez, con el palo en la mano.
Una tarde su abuela, su madre y ella, “las tres de pirineo azul, las tres con los pañuelos sucios en el puño, las tres con un alfiler de gancho prendido en el pecho para sujetarnos el escote a la altura de la garganta, las tres de peludas zapatillas de paño”, se acercaron al gato. Ella saltaba de la cocina al patio, volvía para mirar un rato y se iba para no ver más. Veía la sangre del gato en la cuchilla apoyada sobre la puerta, junto a la bolsa roja de los broches.
El gato había lanzado un aullido largo y agudo como el de una sirena. Tenía las pupilas inflamadas y negras. “Habíamos tomado al gato entre mi madre, mi abuela y yo y mi abuela le había separado las bolas con la cuchilla, la piel del gato se curvaba y temblaba bajo mi mano pero mi abuela dijo que si lo soltaba me podía arañar los ojos. Mi abuela estiró la piel gris apretando con fuerza las bolas entre los dedos y hubo un momento en que el gato no gritó y los ojos se le dieron vuelta y el rasguido de la piel era el de los fiambres que mi abuela pelaba para servir con el aperitivo. No debía soltar y no solté, y cuando mi abuela dio la orden las tres soltamos al mismo tiempo y el gato se arqueó, saltó al piso y allí corrió borracho hasta la puerta cancel, en donde empezó a lamerse la sangre”.
Los granos de arvejas que su abuela hacía saltar en el interior de una ensaladera luego de sacarlos de sus vainas le recordaban el ruido de las goteras. El diario estaba abierto sobre la mesa. Su abuela solía cortar los diarios en el doblez de los pliegues y alisarlos para poner en el baño. Su alianza de oro, gruesa como la argolla de una cortina, brillaba sobre las vainas y se cubría de un jugo verdoso que se desprendía para caer sobre el diario.
Su abuela le decía: “El pelo largo envejece. De qué sirve el pelo largo cuando se tiene más de treinta años: habría un sueldo más en la casa si ella no se lo trenzara dos veces al día”. Ella no sabía de quién hablaba pero le parecía una injusticia, porque la abuela no recordaba su propia trenza que le llegaba a las nalgas y que había aprendido a ocultar bajo un turbante en forma de rosca de reyes.
“La virginidad es un estorbo cuando se pretende ser moderna.” Su himen permaneció intacto más allá de lo que aconsejaba su nueva moral. Su madre, que era química, la consideraba asexuada y uno de sus chistes era decir que su fórmula era hidrógeno 2 oxígeno, la del agua, porque era “inodora, insípida e incolora”. Aunque sus psicoanalistas se horrorizaban con esta historia, ella la considera un buen chiste.
Un día conoció a un joven en un taller literario. Le gustó. Le mintió que escribía cuentos y le propuso mostrárselos. Él la llamó esa misma tarde y la citó para la noche. Acosada por la inmediatez del encuentro, se puso a escribir, bastante nerviosa, tres relatos. Los hizo obscenos, bravucones: “Cada dos renglones hay una travesti, cocaína, una violación, un aborto”.
En la confitería, ella decidió hablar “como una prostituta”. El joven se tiró un lance. Ella escapó, porque no quería que él descubriera su virginidad. ¿Cómo liberarse de la virginidad? Ya en su casa, buscó un guante de goma y, en cuclillas, trató de penetrarse. Sus dedos estaban temblorosos y fríos. Gritó, pero no sangraba. “Tendré que confesar.”
El sábado siguiente se encontraron en una whiskería. Con las manos transpiradas y una enorme angustia, le confesó su virginidad. Contrariamente a lo que esperaba, el joven se conmovió y la tomó de las manos. La llevó a un hotel, tratándola como a un bebé al que se acaba de sacar de la incubadora. A la salida le dijo, casi llorando: “Tengo sangre tuya en mi mano”. Qué asco, pensó ella. Buscó un teléfono público y llamó a un amigo de la barra del colegio y le dio la noticia. Él se puso triste. A lo mejor estaba enamorado de ella.
Dom
En el sitio donde nació, un poblado chiquito situado cerca de Recife, una vecina le daba galletitas a cambio de que él le mostrara su pene. A los doce años sus amigos lo llamaban para ver cómo hacía pis y él accedía, pero a menudo tenía que salir corriendo para hacer recados, porque su mamá trabajaba como empleada doméstica en casa de unos ancianos ricos y necesitaba su ayuda. Cierta vez preguntó a alguno de sus diez hermanos quién era su papá: “El carnicero”. Pero cuando iba a la carnicería el señor que lo atendía ni lo miraba y le cobraba como a cualquier otro cliente.
En cuanto aprendió a hacer algunas tareas su mamá lo envió a vivir con sus patrones para que se encargara, a cambio de alimento y ropa, de los mandados y de la jardinería. La mujer lo tenía muy cortito, pero por su temperamento alegre e infantil él no llegaba del todo a comprender que lo trataban como a un criado (“como a un esclavo”). Los ancianos comían frutas y él, las cáscaras; le prohibían las salidas a la calle para evitar que ensuciara los pisos de la casa; no le permitían ducharse para ahorrar agua. Tampoco veía televisión, aunque se deleitaba al robar unos trozos de torta que cortaba tan finitos, para que no lo advirtieran, que parecían un hilo: ¡qué exquisitos el merengue y el chocolate!
A los dieciocho se fue a Río para trabajar como zapatero y panadero, aprendió los oficios pero el dinero apenas le alcanzaba para llegar a la iglesia evangélica, donde los pastores quedaron cautivados por su voz de tenor y le propusieron integrar el coro lírico de la congregación. Aún no había cumplido los diecinueve cuando se hizo amigo de un chico que tenía una moto: el día en que se probó el casco, la sola presión del artefacto sobre su boca le produjo un placer físico que lo llevó a dejar el Evangelio y a indagar en su pasión por los cascos.
Esta inclinación le recordaba los juegos infantiles con sus hermanos, cuando uno de ellos lo ataba a la cama y otro le colocaba una bolsa en la cabeza, aunque los juegos más frecuentes eran con sus hermanas, que lo trataban como al bebé de la casa y le enseñaban a ordenar y limpiar: “Ah, la nenita”, le decían. Se comportó de un modo bastante femenino hasta la juventud, en que descubrió que ser gay “no era ser mujer”: si le gustaban los hombres, sería masculino. Su altura y su porte, y sobre todo los veintitrés centímetros de los que se vanagloriaban no tanto él como sus amantes, daban cuenta de que había alcanzado el ideal de masculinidad anhelado.
Ignoró la singularidad de su complexión anatómica hasta una tarde, en la oscuridad de un cine de Río, en que decenas de chicos se le tiraron encima para tocarlo. ¡Todos querían tener sexo con él! Los días de semana, cuando terminaba su trabajo como panadero en Carrefour, volvía al cine. Una noche, un hombre sentado en una silla de ruedas le dijo: “Podrías ganar mucho dinero con tu físico”. Con sólo cobrar veinte reales ya superaba el sueldo de Carrefour.
En esos tiempos descubrió las fiestas proyecto lujuria, que lo deslumbraron pero le exigían una indumentaria excéntrica y cara: reemplazó la mordaza (una bola sujeta por una correa que mantiene la boca abierta) por cintas, hasta que un chico lo llevó a una boutique porno y le compró una mordaza profesional. Fue su tesoro. Al descubrir este mundo trepidante empezó a ir a salones de masajes con tal frenesí que perdió el apetito y la debilidad lo llevó a una neumonía. Sus amigos dejaron de frecuentarlo y en ese momento, por añadidura, tuvo que viajar a Recife porque su madre había enfermado y muerto. Al regresar a Río pensó que era hora de cambiar de vida y adoptar nuevos amigos.
Ya no salía sin una mochila cargada con sogas, esposas y máscaras. Y vestía con pantalón, campera, gorra y guantes, todo de cuero o látex, a veces con una gorra de soldado, o con una máscara negra y gafas de policía, espejadas. En una fiesta, en San Pablo, experimentó ciertas prácticas que lo inquietaron. Una mujer (“Me gusta la momificación”) envolvió su cuerpo con cintas adhesivas alrededor de un caño y le colocó dos velas apagadas en las tetillas. Todo era tan emocionante y peligroso. Pero al rato alguien intentó prender las velas y él pensó: “Acá muero prendido fuego”. De modo que se deshizo de las cintas y huyó al cuarto que alquilaba en las afueras.
No soporta el calor de Brasil, ni la playa ni el fútbol. Nunca lo atrajo el carnaval, que la gente se quede “sucia de grasa y de harina, con la pintura corrida”. Le gusta Alemania, donde las personas comunes guardan arsenales de juguetes sexuales en los placares de sus casas. “Me gusta que la gente pueda salir a la calle vestida con pantalón de látex y collar de perrito sin ser vista como alguien raro.” En Buenos Aires, y luego en Berlín, encontró gente que lo comprendía. Después de haber “empezado como esclavo”, decidió dejar muy atrás ese papel: “Hoy no recibo más órdenes; las órdenes las doy yo. Soy el Amo”.
Quién es Laura Ramos
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1960.
♦ Es escritora y periodista.
♦ Es autora de libros como Buenos Aires me mata, Diario íntimo de una niña anticuada, La niña guerrera e Infernales: la hermandad Brontë.
Seguir leyendo: