Nunca se sabe cuándo y dónde empieza un libro. Menos un libro de poesía. ¿Habrá empezado Oro en la lejanía en la inhóspita oficina de inmigraciones de un aeropuerto de Nueva York?
“Encerrada en una oficina/ de la policía de frontera/ pruebo el sabor/ de la indefensión, me corrijo, de la necedad/ me corrijo, de unos dátiles ácidos/ que solo sirven para escupir”, escribe Alicia Genovese en el poema “Expatriada” de Oro en la lejanía (2021).
Son conocidos, por sus representaciones en series y películas norteamericanas, esos alguaciles o agentes federales. Están en una cabina vidriada, uniformados. Por alguna razón, altos y muy serios, de mirada fría y fija; porque tienen que dar miedo: “Aquí soy la mujer/ demorada durante horas/ por el imperio, peligrosa/ en su contrariedad”.
Entonces, le preguntan, inquietan, piden datos, nombres propios, documentación probatoria mientras miran una pantalla de computadora que nadie más puede ver. Hasta que se cansan y dejan que pase la valla- esa frontera arbitraria-; y respira aliviada.
O la llevan a una oficina aparte, junto con otras y otros, para continuar el interrogatorio según inexplicadas reglas. Porque ahora la miran sin verla, con un tono más agresivo, el cuerpo rígido; es una boca que le habla con los dientes apretados. Está bajo sospecha.
Oro en la lejanía es el último poemario de Alicia Genovese, lectora en sus inicios de Storni, Pizarnik, Orozco y Gelman, así como de las poetas feministas norteamericanas que conoció durante su estadía en Estados Unidos en la década de los 80.
Respecto de su obra, aunque muchas veces “no hay proyecto previo” de libro, dice la poeta, cuando se escribe un poema hay un sentido intangible que en algún momento guía la escritura y organiza.
Así, la primera zona de Oro en la lejanía está más cerca del acontecimiento personal, público y político, en “Migraciones”, como se llama esta parte; hasta ir progresivamente hacia una voz interior. Porque “Estoy subida a un camión jaula/ al lomo de un tren/ a través del desierto. / Estoy subida a un bote/ a un muro con alambres/ de púas”.
O porque describe el caso del barco Sea Watch 3, de junio de 2019, que llega al puerto de Lampedusa al mando de la capitana Carola Rakete con 40 migrantes de Libia. Y se oyen los gritos de las niñas y niños, los hombres y mujeres salvados al desembarcar a pesar del rechazo del gobierno nacional de Italia de recibirlos en sus aguas territoriales.
De esta manera, no son los hechos en sí los que llevan de las narices por la vida al libro, sino el impacto que producen en la sensibilidad de la poeta y su lengua. Es aquello que sucede sin avisar y que ella observa, toma nota. “Esas notas muchas veces son poemas que ya están”, cuenta Genovese en una entrevista dada a los poetas Gabriela Franco y Eduardo Mileo.
Así, las palabras se hacen “Oído interior”, nombre de la segunda parte Oro en la lejanía, para pensar los sucesos y volver al afuera en “Demoras”, su tercera parte. En ésta siguen sucediendo cosas a pesar de la contemplación del movimiento y la inmovilidad de lo cotidiano; refleja entonces escenarios como la naturaleza del Tigre: “Otra lancha se acerca/ cuando desde el muelle de enfrente/ los pasajeros le hacen señas, se detiene y vuelve a partir. / Sentir que todo se mueve menos yo”, escribe en “Desde el muelle La Esmeralda”.
Genovese, nacida en Lomas de Zamora en 1953, es poeta y ensayista. Formó parte del taller de Mario de Lellis a mediados de los años ‘70 junto con, entre otros, Jorge Aulicino, Daniel Freidemberg, Irene Gruss, Marcelo Cohen hasta su disolución durante la última dictadura militar.
Su obra reunida en La línea del desierto (Buenos Aires, Gog y Magog, 2018) pone en perspectiva una escritura cuya relación entre lo real y lo lírico no colisionan pero contrastan a conciencia con maestría. A su vez, su poesía, preocupada por el ritmo y el verso breve, es una poética de la subjetividad pero también de la observación.
“Si algo aprendí es a irme, / cuando los cuerpos se cierran/ cuando las palabras se enfrían/ y sostiene la lógica, pero no a mí, / me dejo ir hacia un lugar perdido, / un país detrás de las cosas”, declara en el primer poema de La línea del desierto; casi un manifiesto.
“La capitana en el Mediterráneo”
La estaba deteniendo
en el puerto de Lampedusa
cuando le gritaron
Bravo, capitana!
Dejaba su barco
y seguía a los policías
seria, joven, circunspecta.
Bravo! Otra vez, con aplausos
y saludó como una luna
Saliendo de un eclipse,
con su brazo apenas extendido
como un brote asomado
de la tierra invernal.
Carola Rakete es mi nombre
alemán, blanca,
con cuarenta rescatados
entro a la bahía;
sin autorización
sin respuesta
cumplo la ley del mar.
Carola Rakete
con el pasaporte apropiado
para hacerlo, dice
y su barco busca en la frontera
de agua, un pasadizo,
el corredor nocturno
donde enmudecen
las palabras deformes
de un burócrata.
Mujeres, chicos
en una balsa que naufraga
salieron de Libia
de los traficantes,
de la espesura que los satélites
no detectan. Huyen;
kilómetros de desierto
enrojecen sus ojos.
Si abriesen el puerto
las leyes, los derechos
no solo las cámaras digitales
no solo el apesadumbrado corazón.
Si una frase creciese para ellos
en la lengua de la cercanía
en la arcilla del cuerpo
que inventa voces al recibir,
pasaría quizás
el tembladeral del mar.
En el agua
sucede el hundimiento
no tiene marcas el mapa
de la necesidad.
Carola Rakete navega
esa geografía invisible,
cruza límites
y por un instante cruza
el desorden planetario.
Una pequeña hazaña
y golpea la costa
con cuarenta almas,
cuarenta sombras
sobre la letra de los tratados.
A salvo! A salvo!
se oye a lo lejos la voz
de antiguos navegantes.
La ley del mar, un atavismo,
un latido de pez que ondea
en las profundidades.
Bravo capitana!
ala transparente su brazo
apenas levantado
y la tierra
fue menos invernal.
(de Oro en la lejanía, Buenos Aires, Gog y Magog, 2021)
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