Cuando Andrés D’Alessio tocó el timbre de la casa que Ricardo Gil Lavedra y su esposa acababan de comprar en Palermo, tenía una botella de whisky en la mano. Parecía un simple regalo pero era una invitación a tener una conversación de las largas, de las que parten aguas, y era también algo para brindar si al final de esa conversación Gil Lavedra decía “sí, acepto”.
Eran los últimos días de diciembre de 1983. Gil Lavedra tenía un hijo recién nacido y la Argentina tenía una democracia recién nacida. Él trabajaba como subgerente de Asuntos Legales de Pérez Companc pero D’Alessio le propuso un salario mucho menor y un desafío mucho mayor: integrar la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital.
De un lado, pagar con mayor holgura la hipoteca de esa casa de la calle Soler de la que era flamante dueño. Del otro, volver al Poder Judicial y participar de esa recuperación institucional tras la dictadura más sangrienta que padeció la Argentina. “Las expectativas, las esperanzas que todos teníamos en ese comienzo de la democracia, las ansias por recuperar la libertad y los derechos, todo eso me convenció, junto con Andrés”, dirá el ex camarista en esta entrevista con Infobae Leamos.
Pero antes, mira para arriba y se ríe Gil Lavedra. Como si en el aire hiciera un cálculo matemático y un cálculo emocional, o las dos cosas al mismo tiempo, ante la pregunta de cuántas botellas de whisky tendría que haber llevado D’Alessio para convencerlo de dar el sí si los dos hubieran sabido lo que les tenía preparado el futuro (cercano).
Lo que les tenía preparado era integrar el tribunal de seis jueces que encabezó el Juicio a las Juntas, que terminó con Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera condenados a reclusión perpetua y también con los integrantes de la última de las cúpulas militares absueltos.
Mira para arriba, se ríe y, cuando termina de hacer sus cálculos, Gil Lavedra habla en serio y dice: “Si hubiera sabido todo lo que venía, probablemente no habría hecho falta ninguna botella. Porque no cabe duda de que el Juicio fue lo más importante que he hecho y que haré en mi vida”.
Ricardo Gil Lavedra, que tiene 73 años, preside el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, fue ministro de Justicia y Derechos Humanos durante la presidencia de De la Rúa y diputado nacional por la Ciudad entre 2009 y 2013, se ocupó de lo más importante que hizo en su vida en catorce meses que transcurrieron entre 1984 y 1985.
Casi cuatro décadas después, reconstruye esos días en La hermandad de los astronautas, un libro que acaba de editar Sudamericana y que el autor dedica a sus cinco compañeros de tribunal y, ya explicará por qué, de nave espacial: Carlos Arslanian, Guillermo Ledesma, Jorge Valerga Aráoz, Andrés D’Alessio y Jorge Edwin Torlasco -los dos últimos, ya fallecidos-.
La hermandad de los astronautas existe, está en las librerías desde hace algunos días, por distintas causas que lograron el producto -de unas trescientas páginas- terminado. Para empezar, la editorial Penguin Random House le propuso a Gil Lavedra que se convirtiera en el relator de la intimidad de esos días. La pandemia de coronavirus -sobre todo, el tiempo libre que supuso durante los meses de más encierro y menos actividad- puso al ex juez a dedicar horas y horas a repasar recuerdos y documentos, y a escribir todo eso. Pero la vuelta a cierta normalidad enlenteció la marcha del texto.
“Para diciembre (de 2022) lo entrego y se publica en marzo (de 2023)”, pensó Gil Lavedra. La escritora Claudia Piñeiro, su pareja desde hace algunos años, apuró los plazos. “Que esté terminado el libro tiene todo que ver con ella. Fue un motor impresionante para que lo pudiera terminar. Ella es una trabajadora incansable, muy disciplinada. Me preguntó qué capítulos faltaban, me ayudó a hacer algunos cambios en la estructura y leyó los borradores. Cuando se vio la enorme repercusión alrededor de Argentina, 1985 me dijo ‘es ahora’, e incluso me puso plazos”, describe el ex camarista, y ante la pregunta sobre si los cumplió, se ríe y dice: “Sí… con esfuerzo”.
En La hermandad de los astronautas, Gil Lavedra es juez y es testigo. Es juez porque esa fue la función formal que le tocó cumplir cuando integró el tribunal que juzgó a las Juntas después de que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no cumpliera el plazo en el que estaba previsto que fuera un tribunal militar el que juzgara a los genocidas.
Y es testigo (privilegiado) porque sólo quien vivió esos días conoce sus detalles más minuciosos. Entonces a través de Gil Lavedra nos enteramos de que cuando las discusiones entre los seis jueces que habían acordado decidir todo de forma unánime se ponían demasiado picantes, casi como si se tratara de una broma inventada por estudiantes de secundario, alguien revoleaba al aire la botellita de edulcorante líquido y gritaba “¡Chucker!” para que la atención de todos cambiara de foco hasta que bajara la temperatura.
Nos enteramos, leyendo La hermandad de los astronautas, de que Juan Carlos “el Pibe” López, encargado de la oficina de los seis camaristas, se preocupaba por la solemnidad con la que decía “señores, de pie” cada vez que se iniciaban las audiencias del Juicio a las Juntas y nos enteramos también de que al fiscal Julio César Strassera, encargado de la acusación contra las Juntas, no le gustó nada cuando le indicaron que era imprescindible que pidiera una audiencia con los jueces si quería verlos. Nada de ver luz y entrar, como era costumbre. Este juicio requería, entre otras cosas, formalidad extrema para que nadie pudiera cuestionarlo. O casi nadie, porque Videla, que sólo admitía ser juzgado por tribunales militares, guardaba las formas y cumplía con las indicaciones de quienes ordenaban las audiencias, pero en ningún momento legitimó el (debido) proceso.
La hermandad de los astronautas se llama así por una metáfora que se le ocurrió a Torlasco: “Siempre nos repetía que éramos como un grupo de astronautas. Afuera volaban meteoritos, había escándalos, pero nosotros teníamos que mantenernos concentrados, como los astronautas, que se fijan un objetivo. El nuestro era poder hacer el juicio y dictar sentencia. Como los astronautas, dependíamos el uno del otro, de nuestra confianza recíproca. Y la hubo: eso nos hermanó”, dice Gil Lavedra en el estudio de Infobae.
Apenas formulada la dedicatoria a sus cinco hermanos de nave espacial, Gil Lavedra se apoya en una cita del alegato de Strassera para dar comienzo a su libro. Frente al tribunal y a los acusados, el fiscal había dicho: “A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria, no en la violencia, sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad y quizás sea la útlima”.
- ¿Qué peso tenía, a la hora de estructurar el juicio y emitir una sentencia, saber que podía ser la única y la última oportunidad de juzgar a las Juntas?
-Esa cita del dictamen condensa muy bien la necesidad de que esa recuperación democrática, después de medio siglo de promiscuidad entre dictaduras militares y gobiernos civiles, pudiera construirse sobre la base de la ley. Que lo hiciera sobre el estado de derecho. En eso el juicio contribuyó de modo decisivo. Respecto de cómo nos pesó, bueno… el Juicio a las Juntas constituyó una de las promesas fundantes del contrato electoral que tuvo ese gobierno democrático con la sociedad. Que el juicio no se hiciera, que se dilatara, que se cayera, que fracasara, hubiera sido un golpe durísimo para esa democracia incipiente. Tenía que hacerse y rápido, porque era muy palpable el malestar militar creciente. Tan creciente que dos años después fue el primero de los tres alzamientos militares del gobierno de Alfonsín. Si no se hacía rápido, no se hacía.
-Ese malestar militar en esa democracia tan poco consolidada, ¿cómo los operaba? ¿les daba miedo?
-El miedo que teníamos era no poder hacer el juicio. En la práctica cotidiana estábamos enfocados en eso. La trascendencia, la importancia de lo que habíamos hecho la vivimos después. En el momento no había tiempo de pensar demasiado en el impacto de lo que estábamos haciendo porque teníamos que hacerlo.
Alrededor de los jueces, reconstruye Gil Lavedra en su libro, operaba el apoyo del entorno más cercano pero también el recelo, las dudas y el miedo del entorno apenas un grado más distante. “Están tirando demasiado de la soga”, escuchaban los seis jueces, por separado y juntos, de amigos y familiares que no ocultaban su temor y que preferían tratar a los magistrados con indiferencia.
El Juicio a las Juntas, ordenado por Raúl Alfonsín en cumplimiento de una de las promesas de campaña que le hicieron ganar las elecciones presidenciales de 1983, iba a hacerlo un tribunal militar. Pero la Justicia castrense demoró tanto los tiempos que la civil quedó a cargo.
No había procedimientos previstos para juzgar delitos como los cometidos por la dictadura. Probablemente porque, además de aberrantes, eran inimaginables. Cuando la Justicia civil quedó completamente a cargo del juzgamiento hubo que tomar decisiones procesales. Una de ellas fue que se tratara de un juicio oral.
-En un escenario en el que el malestar militar latía y hasta los cercanos les decían que estaban tensando la soga, ¿qué consecuencias tuvo hacer que el juicio fuera oral y público?
-Nos daba una gran ventaja. Permitía que toda la prueba pasara frente a nosotros y a la sociedad. ¿Qué mejor resguardo para la causa, para los testigos y para el tribunal? Sobre todo para correr el velo de lo que había ocurrido. Porque ahora parece absurdo pero, en ese momento, se ponía en duda que eso hubiera ocurrido. Estaba muy arraigada la versión militar de que habían existido excesos, que esos excesos se habían castigado, y que no había pasado nada más. Había mucha gente que no creía que lo denunciado era real, entonces, ¿qué mejor que darlo a conocer públicamente?
Después de que Julio César Strassera dijera “señores jueces, nunca más”, Ricardo Gil Lavedra escuchó aplausos, aplausos estruendosos, la voz de algunos de los acusados gritando “hijos de puta”, la de su amigo Carlos Arslanian pidiendo silencio en la sala y no consiguiéndolo, y la de “el Pibe” López intentando, con menos autoridad formal pero igual ahínco, recuperar algo del silencio sepulcral que había gobernado la sala durante todas las audiencias.
Lo que vino inmediatamente después el ex juez lo escribe así en su libro: “Miré por última vez antes de salir: una mujer quebrada hasta las lágrimas se apoyaba en la baranda de las gradas de arriba, lloraba desconsolada. Su llanto me hizo darme cuenta de que yo también estaba sensibilizado por el alegato de Julio, y porque creía que la verdad había aparecido, estaba toda allí, e íbamos camino a hacer justicia”. Nada menos.
Ese no fue, sin embargo, el momento que más conmocionó al juez. “Hubo testimonios muy estremecedores. A cada uno de nosotros nos iban impactando de distintas maneras, según nuestras personalidades. Pero la instancia de mayor zozobra, de peor incertidumbre, fue antes de que el juicio empezara”, reconstruye Gil Lavedra en conversación con Infobae Leamos, y recuerda esos días: “No sabía lo que iba a pasar. El fin de semana previo al inicio del juicio no podía quedarme quieto, tenía una ansiedad tremenda. La última noche fue imposible dormir. Tuvimos incidentes en la primera sesión, antes de empezar, cuando ocurrió el incidente con Bonafini”.
-El pedido de que se sacara el pañuelo de las Madres.
- El cumplimiento de la regla. Nosotros habíamos dispuesto normas para evitar que hubiera cualquier tipo de controversia durante el proceso. Una de esas normas determinaba que no hubiera distintivos políticos ni señales de ningún tipo. Antes de empezar la primera audiencia pasó eso del pañuelo. Hoy en día parece una locura. El secretario vino desesperado, nos decía “la señora de Bonafini no quiere sacarse el pañuelo”. Mandé al comisario y lo re puteó. Ahí sentí un sudor frío en la espalda, pensé “¿qué hacemos?”. Ordenamos que no fuera la Policía porque hubiera sido una provocación. El ida y vuelta duró como media hora, y estuvimos la media hora cortando clavos. Fueron a hablarle Julio y Luis (Moreno Ocampo, adjunto del fiscal principal) y esa gestión fue exitosa. No habíamos ni arrancado, ¿qué hacíamos si no se lo sacaba? Teníamos que empezar la audiencia y no podíamos quebrantar la regla que habíamos impuesto porque estaba en juego nuestra autoridad.
Esa autoridad de la que habla Gil Lavedra se reforzaba escénicamente en la sala de audiencias de la Cámara de Apelaciones. Hasta que no había un silencio absoluto, “el Pibe” López no decía lo suyo de “señores, de pie” para que entrara el tribunal a sentarse en un estrado elevado por encima de acusados, acusadores, testigos, víctimas y familiares de víctimas que permanecían desaparecidas. Detrás de esas decisiones había un motivo que el autor de La hermandad de los astronautas resume así: “Uno de los temores era que el juicio se nos fuera de las manos, que se armaran trifulcas, que perdiéramos el control sobre el proceso”.
El tribunal llevó el juicio hasta la sentencia y se convirtió en un modelo que luego se repitió en distintos países del mundo a la hora de juzgar delitos de lesa humanidad y terrorismo de Estado. Los videocasettes en los que se grabó la sentencia de los genocidas fueron llevados a Oslo, Noruega, para quedar resguardados de cualquier represalia que atentara contra ese archivo.
Ese viaje del que participó el tribunal entero les hizo terminar de entender que habían hecho historia: “Nos recibieron como si fuéramos próceres. Los integrantes de la Corte Suprema, el Colegio de Abogados, el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Parlamento… en todos esos lugares nos agradecían que hubiéramos llevado ese documento para conservarlo allí. Nos impresionó, empezábamos a entender la magnitud de lo que habíamos hecho a través de sus repercusiones”, reflexiona Gil Lavedra, que cierra su libro justamente con un capítulo sobre la entrega de ese material que Noruega atesoró junto a su Constitución Nacional.
-La película Argentina, 1985 fue un éxito en el cine y en streaming. A la vez, recibió críticas. Entre las más frecuentes se dijo que el rol de héroe está demasiado concentrado en Strassera y que Alfonsín está desdibujado. ¿Cuál es su opinión?
-En primer lugar, gracias Argentina, 1985. Ha producido un revival enorme sobre este acontecimiento histórico de enorme importancia. Quizás no estaríamos hablando ahora nosotros si no fuera por la película y fue extraordinario cómo acaparó la atención de la sociedad. Sobre todo, me llamó la atención cómo se acercaron a verla los chicos más jóvenes. En ese aspecto digo “gracias Argentina, 1985″. En otro, más sofisticado, participo de todas las críticas que se le hicieron a la película. Se trata de un gran brochazo del hecho y puede ser que en general la gente no se fije en algunos detalles, pero efectivamente pienso que la figura de Alfonsín está muy desdibujada. No hubiera habido nada sin la decisión de Alfonsín.
-¿Con qué cree que tiene que ver esto que marca?
- Es una película comercial, hecha para ganar plata y no para tener una distinción honorífica. En consecuencia, tiene que contar una historia y contarla sobre la base de la fiscalía, de la figura de Julio, me parece que es atrayente. Pero como se basa en un hecho histórico, creo que tendría que haber más rigor respecto de lo que ocurrió en serio. Y probablemente lo que ocurrió en serio ofrecía mejores posibilidades que lo que inventaron los guionistas.
-¿En algún aspecto en particular?
-Eso que ponen al final de que había presiones de la Fuerza Aérea es ridículo, una pavada. Como no se tomaron la molestia de ir a los documentos, se perdieron de notar que la tensión dramática en la previa de la sentencia era si ese iba a ser el único juicio o si habría otros. Lo que se discutía era si esa sentencia iba a mandar un mensaje sobre la obedicencia debida, si terminaba todo ahí o no. Lo mismo que que el fiscal se entere por teléfono de cuál es la sentencia en un juicio oral, es ridículo. Las placas del final no son ficción. Entonces no es posible que hablen de las leyes de impunidad pero no hablen de los indultos, que forman parte del objeto de la misma película. Flaco, laburá un poco.
-¿Lo enojó?
-No, enojar no, porque me parece que la película ha prestado un servicio notable para que volviéramos a hablar de esto.
“Te vi en la tele”, le decían sus hijos a Ricardo Gil Lavedra cuando volvía a la noche, después de pasar el día en una sala de audiencias, rotándose con otros cinco jueces la presidencia del juicio que la Argentina exportaría al mundo. Había una vida normal, con hipoteca, esposa e hijos, alrededor de la vida extraordinaria de esos días en los que una parte de la sociedad no acreditaba lo que escuchaba, otra parte de la sociedad se conmovía ante lo que escuchaba por primera vez, y otra parte exigía Justicia con palabras que nadie dijo mejor que la madre de un desaparecido, que declaró en la causa: “Señores, yo sé que mi hijo ponía bombas, pero merecía un juicio como este”.
-Casi cuarenta años después, ¿qué mensaje sobrevive de ese juicio que encabezaron?
-Lo más importante que estableció ese juicio es que no hay misiones imposibles cuando uno tiene la convicción de que es necesario hacer justicia. El reclamo de las sociedades es que, respetando todas las garantías, se aplique la ley. Porque, en definitiva, en la aplicación de la ley, aún a los poderosos, es donde radica el principio básico de un régimen democrático: que todos somos iguales y que, entonces, incluso el más poderoso tiene que responder por sus crímenes ante un juez.
El 9 de diciembre de 1985 los seis jueces dictaron sentencia. Cinco de los militares acusados fueron condenados, cuatro resultaron absueltos. Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua; Viola, a 17 años de prisión, Lambruschini, a 8 años de prisión; Agosti, a 4 años y 6 meses de prisión. Graffigna, Galtieri, Lami Dozo y Anaya fueron absueltos. La conclusión más contundente detrás del fallo fue que no habían ocurrido excesos aislados, sino que la dictadura había dispuesto un plan sistemático de represión, tortura, homicidio y desaparición de personas.
Hace algunas semanas, una emisión especial del programa A dos voces de TN reunió a los cuatro “astronautas” que siguen vivos. De la misma emisión participó Teresa Laborde, hija de Adriana Calvo de Laborde, una sobreviviente de la dictadura que dio uno de los testimonios más estremecedores del Juicio a las Juntas.
Ante el tribunal, Calvo de Laborde contó cómo parió a Teresa en el asiento trasero del auto de un grupo de tareas, atada y “tabicada” -es decir, con los ojos vendados-. Contó cómo la beba cayó al piso del auto, cómo ella gritó que por favor le dieran a su hija, cómo demoraron en dejársela tocar. Teresa Laborde, nacida en cautiverio, compartió el estudio de A dos voces con los cuatro ex jueces y les preguntó: “¿Por qué las condenas fueron tan cortas e incluso hubo absoluciones?”. Cada uno de los integrantes de aquel tribunal expuso sus argumentos técnicos y, a su turno, Ledesma dijo: “Hago un mea culpa”.
-¿Podrían haber sido más duras las condenas?
-Hay cosas que no son fáciles de explicar ni de entender. Para que el juicio pudiera hacerse tan rápido, la imputación a los comandantes necesariamente tuvo que ser por muy pocos hechos. Por eso la acusación seleccionó pocos hechos. Cuando dictás una sentencia, tenés que imponer pena por esos hechos que están siendo juzgados. La última junta militar no tenía ningún hecho imputado. Discutimos horas y días y costó llegó a un acuerdo. Creo que cerramos las condenas con el convencimiento de que lo importante era poder dictar sentencia. Curiosamente, la Corte incluso redujo algunas penas. Hubiera sido mucho más fácil decir “bueno, condenamos a todos, damos penas altísimas”. Pero no hubiéramos sido jueces, no hubiéramos resuelto de acuerdo a al ley y las pruebas. Tenía que ser un juicio justo.
Ese 9 de diciembre en que se dictó la sentencia faltaba apenas un día para que la frágil democracia argentina cumpliera dos años. La verdad había aparecido. Estaba toda allí.
Quién es Ricardo Gil Lavedra
♦ Nació en Buenos Aires en 1949.
♦ Es abogado, fue diputado nacional, ministro de Justicia y Derechos Humanos y juez.
♦ Integró el tribunal que juzgó a las Juntas Militares en 1985.
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