En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es el argentino Walter Lezcano, que es novelista, poeta, ensayista, periodista free-lance y también docente. La obra que acaba de publicar es Rubí. Una novelita sobre Babasónicos, que es, tal como su subtítulo anuncia, una novela sobre una de las bandas más importantes del rock argentino, que (desde hace décadas) parece estar atravesando su mejor momento todo el tiempo. Nada menos.
Rubí, la obra de Lezcano, fue editada por el sello Gourmet musical. Se trata de otro de los libros del autor en los que la música está en el centro: ya editó textos sobre Andrés Calamaro, 2 minutos y Él mató a un policía motorizado. Sin embargo, la novedad de Rubí es que se trata de una novela, y no de un ensayo como sus trabajos anteriores.
La pregunta que está en el centro de la obra de Lezcano es qué nos pasa -qué sentimos, qué pensamos- cuando nos pasamos una noche entera escuchando discos. Y Babasónicos es, según el autor, una banda perfecta para desplegar ese ejercicio de introspección.
Cómo escribí “Rubí”
La lectura me dio una vida. Yo no sé cómo llamar eso que había antes de empezar a leer, pero estoy seguro de que mi existencia real comenzó cuando aprendí a descifrar sentidos a partir de las palabras escritas en un papel. En este aspecto, los libros siempre representaron para mi cabeza y mi cuerpo una puerta de acceso al conocimiento pero también una forma de ver la vida y de, finalmente, poder apropiarme de una montaña de experiencias a las que no podría haberme acercado de ninguna otra forma si no fuera por la acción específica de la lectura.
No hay nada más activo que leer. De esto modo, para mí, leer se convirtió en una manera de encontrar creatividad, juego serio, y emprender aventuras totalmente riesgosas e inesperadas. Leer, entonces, no es un refugio ni un escape ni una salvación: leer es la vida, leer es vivir con todas las de la ley.
De todo lo que escribió Nietzsche la frase que más me gusta es esa que dice: “Sin música la vida sería un error”. La siento totalmente certera porque me identifico de una manera bestial. Es decir: creo que no tendría ningún sentido estar pisando la tierra si no existiesen las canciones, los discos, los recitales, y, por supuesto, la posibilidad del encuentro y lanzarse a hablar de música.
¿Por qué hablamos tanto de música? Porque se percibe como un misterio al que intentamos acceder con insistencia pero sin poder lograrlo del todo. Nos acercamos hasta donde nos da el cuero. Y volvemos y regresamos a la música (y a hablar de música) con la manifiesta esperanza de poder, esta vez sí, desentrañar de qué sé trata este placer irracional de entregar nuestros días (y nuestras noches) a estar bien cerca de las canciones.
Pero, por otra parte, hablamos de música y nos arrimamos a ciertos artistas y canciones porque queremos saber más de nosotros mismos. Es un viaje de ida y vuelta: ¿por qué nos gusta lo que nos gusta? El placer regresa a nosotros bajo la forma de pregunta y revela algo que parecía estar a la vista pero no le prestábamos la debida atención. Creemos, con candidez e inocencia, que en ciertas canciones está la clave secreta de nuestra vida. Y a veces es así.
Me pregunté un día: ¿Se podrán usar las dos cosas en un mismo libro: el amor a la lectura y el amor a una banda? Las mejores (y más terribles) odiseas comienzan con una pregunta que se arriesga con los límites. Ya lo decía el descomunal Rodolfo Walsh: el violento oficio de escribir.
Soy fan absoluto de dos libros: Respiración artificial de Ricardo Piglia y Glosa de Juan José Saer. Leerlos me modificó: el mundo se hizo más ancho y profundo. Ok, se podía escribir así, de ese modo, ubicando esas palabras precisas una al lado de la otra y lograr eso. Para mi forma de aproximarme a la literatura, esos dos títulos se volvieron esos libros-faro o libros-tótem.
También se trata de esos libros que, en los papeles, te atraviesan y dejan marcas físicas como si te cagaran bien a piñas y te dejaran tirado al costado de la vía, babeando y preguntándote cómo fue que llegaste ahí. De este modo, con esta clase de textos (así como ocurre con ciertas canciones) uno quiere seguir ahí adentro de ese mundo el mayor tiempo posible, la mayor cantidad de minutos que pueda sostener nuestra resistencia. ¿Cómo lograrlo más allá de la relectura?
Respiración artificial y Glosa son dos libros que, entre otras cosas, tratan sobre la potencia del diálogo para desentrañar cuestiones complejas y que también se manejan con arcos temporales muy precisos. Era una estructura que siempre me había seducido (Saer lo había sacado de los Diálogos de Platón): la ingeniería y el ritmo de la charla como estructura sólida para tratar de llegar a algo así como la comprensión, el entendimiento, las certezas.
Pensando en eso, en estructuras literarias, recordé que a lo largo de mi vida había pasado muchas -incontables- noches solo y escuchando discos, canciones intentando penetrar la belleza del ruido, queriendo gestar una comunión con eso que llegaba a mis oídos. ¿No era, después de todo, un diálogo conmigo mismo? ¿No era esa una forma de lectura también?
Ahí llegué a un territorio que me parecía hermoso de poder contar y construir desde la ficción: una noche en la que alguien escucha discos y piensa al respecto. Perseguir una idea que surge de estar frente a una obra. ¿Qué banda era la correcta para una apuesta así? La respuesta fue Babasónicos. Su aparición fue rutilante –casi natural- en mi cabeza. Esa era la banda de la que valía la pena volver a escuchar en profundidad sus discos y pensar en su propuesta estética desafiante y visionaria, en sus movimientos perpetuos, en esa ideológica conflictiva que portaban como exploradores inquietos y haciendo gala de un espíritu rockero bien de fines del siglo XX que logró que su música trascendieran las épocas, el rechazo y las modas.
Ellos habían vencido (“¡Pendejo!”). Por otra parte, Babasónicos fue una banda que hizo del misterio, la confusión y la fantasía tres elementos imprescindibles de su gesta. Tenía sentido meterse con ellos desde la ficción y no desde lo biográfico o la veracidad en términos de discurso periodístico y búsqueda de fuentes.
Pero tengo que ser sincero: entre que encontré la estructura y entendí que era Babasónicos a quien iba a rodear con una ficción pasaron alrededor de cuatro años. Recién ahí, el dique se rompió y pude ponerme a escribir. La literatura no es laburo para ansiosos. La ansiedad –y la esperanza- debe ser destruida. Considero que la literatura es una de las pocas posibilidades que tenemos, realmente, de usar el tiempo a nuestro favor.
De ahí también surgió el nombre de la novela: Rubí. Es decir: es un mineral (además de una de las mejores canciones de Dárgelos & Co. en uno de sus mejores discos, Jessico) que necesita muchísimo tiempo para formarse y convertirse en una joya. Comprender esto me hizo relacionar el tiempo con la forma en la que se vive un amor de esos que son inolvidables en el buen y en el mal sentido.
Mi personaje, entonces, escucha los discos de Babasónicos para entender su pasado y la historia de amor y abandono que lo marcó para toda la cosecha. La novela es esa pesquisa de una noche donde el pensamiento tiene todo el peso maquinal que puede tener en una vida que quiere salvarse, que quiere encontrar respuestas y que, definitivamente, quiere seguir adelante. Se trata, en el mejor de los casos, de poder mirar atrás sin rencor.
Pero son esas piezas (piedras preciosas) del rompecabezas que se van encontrando en el camino, solamente mientras se escribe. Yo nunca planifico lo que voy a escribir porque planificar me hace vincular la escritura con el mercado laboral y para mí la escritura está más relacionada con la guerra de guerrillas buscando modificar la realidad que con la eficiencia burocrática de una empresa.
La imagen me gusta: hasta que no apoyás el culo en la silla y te ponés a batallar con el teclado no emergen, no surgen ciertas cosas que no sabías que estaban en la cabeza. Ya lo decía César Aira: “Uno es escritor solo cuando escribe”. Es decir, una obviedad: para que aparezca el texto hay que escribirlo. Tal vez tiene que ver con la entrega y lo que descubrís una vez que ponés tu existencia en función de un proyecto de escritura.
En mi caso, ese proyecto siempre está en medio de una vida de precariedad económica (como todos: tengo varios trabajos) e inserto en un país en conflicto permanente (como todos: no puedo abstraerme del contexto de post-pandemia) y en una época que no es nada favorable para los que crecimos en los 90 (como todos: estoy roto por el estallido del 2001 y la tragedia de Cromañón).
Para terminar una novela es necesaria cierta épica, pero, como decía Roberto Bolaño, sin exagerar. Escribir Rubí representó la posibilidad concreta seguir al lado de las cosas que más amo: ciertos autores (Piglia, Saer, Fogwill) y ciertas canciones (de Babasónicos).
“Rubí” (fragmento)
Mi bolsa de recuerdos
de esta corta vida
da para canciones.
Al recital fui solo.
Quería disfrutar de esas canciones de su repertorio que están en mi memoria y gritarlas con un poco de alegría melancólica en esa marea de euforia colectiva (quizás la mejor forma de estar con extraños) que siempre se arma en los conciertos.
Pero volví totalmente destruido.
Esta sensación desoladora no fue por el show, que por otra parte estuvo muy bien. Lo disfruté completamente, de principio a fin, mientras la banda iba dándole otra vida a las canciones (el movimiento increíble que va del disco y la distancia privada en soledad al face to face del encuentro en el live), porque armaron, como siempre ocurre con ellos –y parte de su gran inteligencia estratégica como artistas del vivo es esa–, una especie de viaje con su repertorio de distintas épocas (no muy lejanas, poco pre-Jessico, por ejemplo, lo que siempre es una lástima), aunque estuvieron concentrados en Discutible (La pregunta y Orfeo brillaron y eran, sí, mis hits privados: esas canciones que uno se apropia), la escenografía minimalista (o despojada, no importa eso porque se puede ser elegante con muy poco, es barato ser elegante), el vestuario (que ya no es rupturista o desconcertante o directamente ridículo como antes sino que se volvió en cierto modo clásico y hasta casi esperable, previsible), el uso climático de las luces, los intervalos y, ¿cómo llamarlo?, su simple presencia.
Dárgelos con su mood y aura de gurú (pelo largo canoso, barba experimentada, mirada misteriosa e indescifrable, los gestos y las expresiones justas y medidas, petiso) es parte necesaria de la puesta que los ubica fuera del tiempo pero que quiere dialogar con el presente.
Quiero que pensemos la pregunta y que nos la dejen preguntar.
El aura es algo imposible de describir pero se puede reconocer, sin lugar a dudas, y ellos lo tenían en ese momento, exhibiéndolo sin ningún pudor, con orgullo.
Era algo material, palpable, indiscutible.
La experiencia frente a la música se aproxima a la conmoción y debía ser total, supongo que eso fue lo que pensaron como apuesta estética. Y sentí que lo habían logrado. Una verdadera conquista a la que a cualquier banda le cuesta llegar, sobre todo a una con más de treinta años de existencia y experiencia. Y, sin embargo, ahí estábamos, metidos con todo y al aire libre.
Extasiados.
¿Poseídos?
¿Éramos, de pronto y por el tiempo que duró el recital, un único cuerpo sintiendo todos lo mismo?
La pregunta es: ¿Quién va a reclamar, para qué?
Era un show en el sentido más capitalista del término, sí, era entretenimiento de gran calidad pero, y acá estaba toda la gracia y el sentido, a la vez corría un aire de trascendencia. Era notable. Estábamos presenciando algo importante para nuestras vidas.
No era una ilusión.
No era una estafa.
(“Estafa” es una palabra muy babasónica).
Era algo más que la presentación de Discutible frente a la mayor audiencia con tickets cortados de toda su carrera. Algo que a mí no me importaba en absoluto. ¿Por qué debería importarme eso? No soy el contador de la banda.
La música en vivo tiene ese valor de lo irreemplazable, de lo irrepetible. Una burbuja en el tiempo. Un disparo único en una noche que se va a perder para siempre en la memoria. Y además tiene que ver con lo tribal dentro de las venas. Es la historia secreta que se lleva adentro del cuerpo como parte esencial de la especie y desde tiempos inmemoriales, cuando los monos salieron de las cuevas, empezaron a hablar y se reunieron en ronda para explicarse el mundo y lo que los rodeaba.
Es un fuego sagrado que tiene elementos de mística y crudeza y exploración. Es el cielo en la tierra.
Todavía, me parece, seguimos en la misma: buscando explicaciones en manada con la música en el centro de todo, en el ojo del huracán.
No es un soundtrack o lo que está de fondo mientas suceden las cosas importantes: la música es la vida en su máximo esplendor.
La pregunta es: ¿Quién va a defenderte de mí?
No, no fue por lo que vi y escuché arriba del escenario y que llegaba hacia nosotros lo que me destruyó.
La cosa fue después.
A la salida.
Tuvo que ver con una sola persona.
La vida es un vaso de gaseosa aguada.
Era como si toda esa experiencia caótica y multisensorial que había construido durante el recital se derrumbara y sucediera algo, de pronto, definitivo.
La pregunta es: ¿Quién está dispuesto a matar?
Hacía muchísimo que no iba a verlos.
Babasónicos.
Los Baba.
No tienen comparación con otra banda de acá ni de afuera.
Ni siquiera para empezar a hablar.
Lo único es monstruoso. Eso magnetiza.
A esta altura ya son toda una entelequia, ¿una deidad?, una fuerza de la naturaleza dentro de eso que se conoce como rock argentino del siglo XXI.
Pero eso empezó mucho antes.
Quién es Walter Lezcano
♦ Nació en Goya, Corrientes, en 1979.
♦ Es novelista, poeta, ensayista y periodista free-lance, además de docente.
♦ Entre sus libros se cuentan Humo, La velocidad de la sangre, Un millón de latitas, Nací en una generación: periodismo, monotributo y cultura, y La ruta del sol: la trilogía de Él mató a un policía motorizado.
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