“Este sol me ofende”.
Me río avergonzada porque lo dice como respuesta a la pavada de un tristísimo “Mirá qué día hermoso” con el que procuro iniciar una charla con ella, que está convaleciente o, mejor, que está aprendiendo a vivir de otra manera, con dificultades nuevas, algunas definitivas. María Moreno despliega mordacidad y con ingenio me corre de mi lugar de vecina atrevida. Su brillo sigue fulminante. Dice que le gusta la noche, que siempre le gusta la noche, que no hay nada de la belleza natural que la conmueva.
La miro y la veo bella, incluso más joven. Se lo digo. Me responde -sin ironía- que es porque está descansada. Se tiñó el pelo esa misma mañana y el color no resultó el que buscaba. Luce una melena corta, lacia y castaña, mezcla de la Uma Thurman de Pulp Fiction y alguna de las Damas de Shanghai del artista rosarino Daniel García. Insisto con el tono, le digo que me gusta y se burla, ácida de frustración: “Así, exactamente así, aparezco en algunas de las fotos de la primaria”. Elodia, la señora que la acompaña y que me trajo hasta ella a través del largo pasillo porteño coronado de plantas y flores que comunica con la calle, nos deja a solas.
Estamos en el living del PH de Palermo en donde está viviendo ahora, una casa que le prestó una amiga que vive fuera del país porque en la suya hay escaleras y eso dificulta su día a día. Está sentada en su silla de ruedas; yo en el sofá, pero sin apoyar mi espalda. Mientras conversamos me arrimo de a poco porque quiero estar cerca, escucharla, divertirme. Cuando más tarde le pregunte por la importancia del humor en su obra, dirá que cada vez que quiere contar algo trágico, cuanto mayor es la intensidad de la tragedia más se le impone el lado ridículo de la situación o, directamente, la censura. A unos metros, apoyado contra una pared, está el trípode que sostiene con la mano izquierda con el que camina y da cada vez más pasos.
Esto que cuenta ahora, en el comienzo de nuestro encuentro, no es trágico, pero es difícil. Habla de cómo es escribir con una sola mano, luego de que el ACV que sufrió en julio de 2021 le afectara el lado derecho de su cuerpo. María busca explicarme lo que habitualmente hacemos sin reflexionar: cómo escribimos a medida que vamos pensando y de qué manera las manos acompañan esas ideas en el teclado. Si el ritmo de las ideas sigue teniendo la misma intensidad pero contamos con una sola mano para teclear, se produce un desacople que no solo es incómodo o molesto: puede ser desolador.
Esto le pasa: su creatividad se muestra vigorosa pero su mano izquierda no puede seguirle el ritmo. Me cuenta también que para ella era -y aún es- usual redactar mentalmente un párrafo con todo detalle para luego volcarlo por escrito tal como lo diseñó, pero que ahora se le hace difícil, por no decir imposible.
En septiembre del año pasado, a poco más de tres meses del accidente cerebrovascular, en un texto conmovedor María Moreno describió así la situación y la paradoja de la dislexia para un escritor. El texto fue leído en un evento durante el que se celebraron los diez años del Museo del Libro y de la Lengua, que ella dirige:
“El 3 de julio de 2021 tuve un infarto cerebral que me provocó parálisis en el lado derecho de mi cuerpo, incluida la mano –nunca pensaba en ella, simplemente estaba ahí para servirme en mis caprichosas asociaciones literarias, era la mano de escribir–. Estaba escribiendo sobre la potencia de la enfermedad y de la asimetría corporal en la obra de Lina Meruane y Mario Bellatin. Nunca volveré a provocar a los dioses que convierten la escritura en una profecía.
Mi mano derecha yace exangüe, lívida, sobre una plataforma de elevación; los dedos apiñados, las uñas pintadas de rojo, apenas firmes para sostener un abanico como en un cuadro de Prilidiano Pueyrredón. Mi pierna derecha se siente como la del capitán Ahab, pero mucho peor escrita. No escribo las palabras que deseo; a estas las olvido fácilmente. Escribo las que son fruto de una negociación; a veces, otras que nunca hubiera escrito de no haber tenido un ACV. Escribo esto con el índice de la mano izquierda, que se ve obligado a realizar con el dedo pulgar simples coreografías para tocar simultáneamente Alt y la tecla del signo de puntuación buscado. Se asocia la dislexia al retraso mental, a la media lengua de los niños. Solo los llamados subalternos dicen “no entiendo”, con firmeza, cuando en realidad son los únicos que entienden y reconocen que detrás de los fallos del lenguaje están los antiguos privilegios.”
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María se sigue ocupando de las actividades del museo y de las colecciones de libros que publican desde allí, escribe sus notas para Página 12 y ahora, acá, en esta siesta de sol hablamos de la flamante reedición de El affaire Skeffington, el libro que, a su pesar, la consagró en 1992 como novelista y como poeta.
No es sencillo contarles a los lectores de qué se trata esta obra que está cumpliendo 30 años. Se trata de un juego intelectual de cajas chinas, un artificio literario cautivante. Su protagonista es Dolly Skeffington, una norteamericana cuyo nombre real es Olivia Streethorse, muchacha rica y algo excéntrica que viaja y se instala en el llamado París Lesbos, un momento histórico y creativo de la capital francesa nacido a comienzos del siglo XX y en el que muchas mujeres adineradas consiguieron vivir su sexualidad sin corsé. Un punto central de la trama es la historia de amor entre Dolly y Gwen.
Allí, en los famosos bares y cafés de la Rive Gauche, a fines de la Primera Guerra artistas, escritores, músicos e intelectuales acudieron en masa, cautivados por la promesa de una bohemia y un estilo de vida sexualmente más libre. Feminismo, psicoanálisis, literatura, socialismo: ninguna de estos tópicos está ausente en este libro excepcional al que, en esta oportunidad, se han agregado ocho nuevos poemas de Dolly, o sea, de María.
Imaginada por María Moreno (cuyo verdadero nombre es Cristina Forero, que figura junto con su seudónimo en la tapa de la primera edición de Bajo la luna), Dolly será una de esas escritoras cuya vida transcurre en paralelo a las de celebridades como Gertrude Stein o Djuna Barnes y su historia es narrada en El affaire Skeffington a través de una paleta de géneros literarios y periodísticos que incluyen el retrato biográfico, los supuestos poemas de Dolly, notas deslumbrantes al retrato y a los poemas -cuya riqueza va mucho más allá de las aclaraciones al texto- y una entrevista que, años después de la muerte de la escritora, le hará a su nieta una periodista que se llama… María Moreno.
“El affaire Skeffington es: no soy poeta, es otra y está muerta. Yo hago sus poemas pero no sé inglés. Yo soy la ensayista que la construye, pero no soy una ensayista sino una periodista que entrevista a la nieta. Es mi manera de no hacerme cargo, de correrme del lugar”, explicaba en una entrevista en 1998.
Dolly viene cuando estoy triste
Estuvimos en contacto durante las últimas semanas. Nos hablamos por whatsapp, nos escribimos, nos vimos en su casa. Una de las veces que conversamos, María me comentó esto: que Dolly llega a su vida cuando ella está triste. Es la poesía la que llega puntualmente a su vida cuando está triste.
— Aunque algo contás en el final de la actual reedición, me gustaría que recordaras cómo fue que te hiciste novelista y poeta. En qué momento de tu vida -y de tu trabajo como periodista- estabas entonces.
— La verdad es que me cuesta reconocer una identidad como novelista y poeta, aunque en esa época tampoco me pensaba como “periodista” porque asociaba el periodismo con acudir al lugar de los hechos, al “periodismo del pisotón”, como decía Tom Wolfe. Yo hacía el suplemento “La Mujer” del diario Tiempo Argentino durante la transición democrática, que todavía tenía la marca de la revista Claudia, con notas culturales de escritorio, de tono monográfico. En todo caso, tenía ya la voz escrita de A tontas y a locas, pero lo que recuerdo es que no me identificaba tampoco con la cultura de la época, tenía con ella una ajenidad socarrona. Tampoco escribía ensayos hasta que Tomás Abraham me invitó a colaborar con su revista La caja y escribí uno sobre Johnn Cassavetes. Después, las columnas de La mujer pública, pero todo eso no era “periodismo”, eran quizás microensayos. Escribí los primeros poemas en solfa, aunque eran muy autobiográficos y como Mirta Rosenberg me dio manija, escribí otros. Los escribí por encargo, como si fueran notas. Te voy a confesar: aún ahora mi “formato” es el de una nota. En todo lo que escribo hay subtítulos y unidades de 8.000 caracteres
— Antes de que empezara a grabar me hablabas de que en el tiempo en el cual que escribiste El affaire Skeffington vivían una especie de estudiantina con Mirta y con Diana Bellessi.
— Sí, leía mucha poesía y leía también Diario de poesía, la revista. En ese momento tenía una endometriosis muy avanzada y me dieron una medicación que era un opiáceo (Klosidol, de ahí salió el nombre Dolly), que me provocaba alucinaciones auditivas, además de que tomaba Risperidona, un remedio que me dio un psiquiatra y que no debió haberme dado: me dejó dura, era espantoso. Y, de pronto, entonces, aparecían como pedazos de versos… Yo pensaba en un libro de versos traducidos como el de Diana Bellessi (N. de la R.: Contéstame, baila mi danza, una selección de poemas de autoras estadounidenses que tuvo varias ediciones). La voz de Skeffington era el producto de esa medicación que me provocaba alucinaciones auditivas que parecían poemas traducidos. Eran epifanías pop. Y empecé a escribir el libro, pero también escribía poesía por encargo. Porque una vez que hice los primeros, como gustaron, me pareció que tenía que hacerlo en serio. Entonces seguí; medio que siempre funciono como periodista y, como te digo, los escribí rápidamente, como si fueran notas. Y como el libro estaba delgado tenía que engordarlo y agregaba poemas… El prólogo lo escribí después de los poemas y recién ahí inventé la biografía de Skeffington. En las notas que agregué, hay una invención de una tal María Moreno porque era como que una María Moreno que había investigado todo esto.
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— En la primera edición jugabas aún con tu nombre del DNI y tu seudónimo, a lo que se sumaba el nombre y el seudónimo de la protagonista de tu novela. ¿Qué te interesaba de ese juego de cajas chinas?
— El libro fue muy poco deliberado y casi podría decirte que contaba mi “verdadera vida”. Detrás de tanta mentira, la verdad de una experiencia.
— ¿Cómo es tu relación con el inglés? ¿Cómo fue trabajar la idea de que se trataba de poemas traducidos?
— Ninguna. Soy monolingüe. Traducidos, ¿por quién? Esa es la pregunta que el libro no responde. Una vez recibí una carta que discutía la traducción: me volví loca. Después me enteré que era de Gabriela Massuh.
— Treinta años atrás no había internet. Tal vez la gente muy joven ni siquiera imagina cómo podía una ilustrarse o investigar para escribir un libro como éste, aún para transgredir el relato de los hechos. ¿Qué biblioteca tenías detrás entonces?
— Tenía, como toda cronista de lo que entonces se llamaba Vida Cotidiana, una biblioteca miscelánica muy grande que incluía joyitas como Enfermedades del perro de campo y Citroën, la biografía del creador del auto. Y, por supuesto, las obras completas de Freud. Pero no leí libros para escribir El affaire Skeffington. Leí, sí, mucho sobre los años locos, sobre todo la biografía de Djuna Barnes y Las mujeres de la Rive Gauche, de Shari Benstock. Esos son los libros base. Pero en esa época todos citaban los mismos textos.
— Y los mismos personajes, como Gertrude Stein con Alice B. Toklas.
— Jodíamos con Mirta que ella era Gertrude… Qué sé yo, para mí fue un libro hecho muy en broma que tuve que asumir. La que se enojaba mucho era Irene Gruss porque decía que yo me negaba a ser poeta.
— ¿Y qué decía Irene de tus poemas?
— Cuando hice la segunda edición por Mansalva ella vino a la presentación e hizo un escándalo. Bah, esas intervenciones que hacía Irene, ¿no? Dijo que el mío había sido un libro que había operado de determinada manera entre los poetas y los leyó ella que, aparte, me dejó planchada porque lee bárbaro… Leía bárbaro. Y bueno, dijo eso. No sé, ahora no queda nadie vivo pero sería interesante que Mirta dijera qué efecto le causó el libro a ella en ese momento. Ahora no queda nadie... Sí, Diana.
— ¿Con Diana hablás?
— No, no, hace mucho que no. Pero ella y yo no circulamos mucho. En el clima de la época estaba también Mercedes Roffé, que se fue a Estados Unidos. En el epílogo cuento también que Mercedes había inventado y encarnado en un personaje, Ferdinand Oziel (“un pintor contemporáneo de todos los artistas perversos del París aún no agitado por los surrealistas y donde, para acceder al inconsciente, el ajenjo era más seguro que la hipnosis”), en unos textos que publicó mucho antes de que yo publicara Skeffington.
— ¿Cómo surge la idea de la entrevista con la nieta de Dolly con la que termina el relato de su historia?
— Fue una manera de tranquilizarme: trabajar un género conocido y que ya estaba practicando. Entonces hice un reportaje falso. Pero después advertí que lo hice muy descuidadamente. Ahora el libro parece muy deliberado pero fue todo bastante improvisado. Me doy cuenta de que la voz de la supuesta nieta de Dolly Skeffington es parecida a la mía, la de María Moreno. No trabajé tanto la novela… Bueno, a ver, la novela. Para mí no era una novela, de pronto Matilde Sánchez dijo que era una novela y yo me prendí.
— ¿Cómo fue eso que contás de Matilde?
— No sé cómo fue pero en ese momento nadie decía nada. Tampoco nadie le atribuía un género a lo que yo hacía en periodismo. Hasta que a Pligia se le ocurrió decir que eran crónicas. Que tampoco son crónicas, porque yo no voy a ninguna parte, lo que hago son operaciones de escritorio. Sí las empecé a hacer cuando escribí el libro Oración, ahí sí te puedo decir que investigué e hice entrevistas. No sé bien en qué contexto dijo Matilde lo de Skeffington, pero lo declaró novela y eso me pareció que estaba bien. Porque era básicamente una historia y los poemas me parecían accesorios. Bueno, había leído Pálido fuego, de Nabokov y Los poemas de Sidney West de Gelman, pero no los tenía en la cabeza. Sí estaba dando vueltas El monitor argentino, de Dorio y Caparrós, ese programa de TV en el que inventaron a Balbastro y muchos críticos literarios, algunos políticos como Freddy Storani, dijeron que lo conocían. Ellos los deschavaron en el siguiente programa. Era una época de invenciones.
— Estuvo muy bien hecho ese programa, terminó siendo influyente, ¿no?
— Sí, un juego borgeano. Lo mismo que decían de mi libro, pese a que yo no creo tener marcas borgeanas. Yo lo asociaba más a la época de los “años locos”, en la que existía El almanaque de las damas o algunos libros entre amigos anónimos.
— ¿Por qué pensás que no volviste a escribir novelas? ¿O las escribiste y no las publicaste? ¿O pensás que varios de tus libros -Black out, por ejemplo- son, a su manera, novelas?
— Ya te digo, la primera que dijo que El affair Skeffington era una novela fue Matilde Sánchez; Alan Pauls dijo que era un ovni. Black out es una novela a mi manera o, como dijo Paola Cortés Roca, una historia social del alcohol. Para mí, es el primer tomo de mi autobiografía. El segundo sería Oración, una autobiografía escrita alrededor de una escena impactante que marcó toda mi vida: la muerte de Vicky Walsh. Claro que era una audacia proponerlo.
“No me sale la erre ni a cañones”
Se entusiasma María al recordar cómo era trabajar en periodismo antes, en una era pre tecnológica y en la que la teoría literaria, de alguna manera, avalaba cualquier interacción con otros textos. No había plagio, había homenajes, había “apropiación”, conceptos que hoy parecen tan lejanos como el propio París-Lesbos de su novela.
—Algo muy interesante de tu libro es cómo interactúan los personajes ficticios con los personajes reales. Pienso en Elsa von Freytag, por ejemplo.
— Ella sí es conocida.
— Sí, y además está esa versión que asegura que ella fue la creadora del famoso retrete que le atribuyen a Duchamp.
— Igual, ya era conocida, Circe había publicado una biografía. Pero por ejemplo John Glassco no sé si es conocido, a lo mejor en Canadá es conocidísimo y parece un disparate lo que yo publiqué.
— A mí me alucina que hayas podido escribir un libro como éste en una era en la cual no se utilizaba Internet para chequear todas esas cosas.
— Te iba a contar eso. Las versiones que escribía a máquina, una y otra vez cada capítulo. A máquina.
— Recién me contabas, por ejemplo, cómo estás teniendo que adaptarte a escribir con una sola mano. ¿Sentís que te cambió la manera de pensar cuando pasaste a escribir en computadora en su momento?
— Sí, creo que la computadora en principio me hizo perder la noción del tamaño. Como el texto desaparece de la pantalla, hago muchas cosas más largas. Pero, igual que antes, no tengo tiempo de corregir, porque siempre entrego en el tiempo y espacio del periodismo.
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— Siempre tarde, ¿no?
— No, no, diría que en eso estoy mejor. Para no ponerme nerviosa entrego antes. Pero al no estar en redacciones perdí, por ejemplo, la habilidad que tenía para escribir a medida. Cuando tenía hojas pautadas y mis columnas tenían 60 líneas y mi cabeza pensaba exactamente en 60 líneas. Así como de pronto hacía copetes con forma de triángulo, ¿no? Una línea de diez espacios, otra de ocho y así hasta abajo. Esa habilidad se pierde. Bueno, ahora no tenés por qué hacer títulos a medida, tampoco.
— No, ya no. Pero se perdió un poco el ingenio de ese tiempo; lo que hay ahora son más o menos las mismas estructuras de título y de edición...
— Sí. Pero Google fue un cambio fundamental. Antes lo que yo no recordaba no estaba en ninguna parte. Tenía una pequeña biblioteca, sí. Pero, ahora mismo, los de mi generación somos un poco archivos vivientes: hay cosas que no están en Google.
Ahora mismo, los de mi generación somos un poco archivos vivientes: hay cosas que no están en Google.
— Exacto. Al mismo tiempo, es feo lo que voy a decir, pero hay cosas que al no estar en ahí son más fáciles de inventar: anécdotas, historias. (Risas).
— Sí claro, eso puede ser. Si inventás no pueden encontrar referencias. Si es un plagio, tampoco. En Skeffington, plagio no hay. Podría decirse que mi libro es un plagio general del libro de Benstock del que te hablaba, Las mujeres de la Rive Gauche, del cual tomé demasiado. Por eso finjo que le discuto a la mina… Ahora es muy fácil pescar el plagio poniendo la frase textual en internet, pero cuando yo era joven existía el concepto de “apropiación”. En la revista Literal publicaban textos de Gusmán, de Piglia, de todos, que levantaban textos de Rilke. Pero en aquella época se llamaba apropiación y a nadie se le ocurría denunciar plagio…
(Habla María y desarrolla con entusiasmo las ideas como lo hizo siempre, es un motor vibrante; tal vez, por momentos, como dice, utiliza palabras que antes no habría utilizado. Pero el arsenal discursivo de alguien como María Moreno es riquísimo, de modo que avanza y atropella las palabras necesarias para mantener la conversación. Es pura ironía cuando intenta varias veces pronunciar el nombre de Rilke. “No me sale la erre ni a cañones”, se ríe. Nos reímos.)
— ¿Sigue siendo ese París “años locos” un período histórico que te interesa o te deslumbra?
—Viví una vida imaginaria en los años locos que empezó casi plagiando a Colette y terminó con adhesión crítica el feminismo de la diferencia, que redefinía la femineidad, su potencia y discutía con el de igualdad. Pero a todo le imponía teorías de mi propia cosecha, que eran más queer. Como lo de la estructura sexual itinerante.
“Diría que soy una freudiana pop o neopunk”
— Hay un par de cosas que me pregunto cómo se leerán ahora. Por ejemplo, hace treinta años Freud tenía una influencia importante en el pensamiento intelectual en general, aún para discutirlo. Hoy Freud, digamos, es más museo. ¿Cómo ves eso?
— El psicoanálisis está más desdibujado. Pero yo explicaba todo en el libro, eran teorías mías atribuidas a Skeffington. No sé cómo van a leer hoy que ella sea una paciente de un discípulo de Freud. Actualmente lo que hay y lo que hubo en Francia fue una discusión impresionante pero a partir de Lacan. Yo me fui más atrás, se prestaba más. Pero, por ejemplo, no hay un rechazo a Freud.
— ¿Cuánto le debe Dolly a Freud? ¿Cuánto le debe María (Cristina) a Freud?
— Diría que soy una freudiana pop o neopunk. Estudié a Freud con Germán García y era fan de la revista Literal. Skeffington deformaba las teorías de Freud, que no dejan de ser las mías. A Germán, que enseñaba Freud, le debo una posición para leer que me transmitió “en vivo” y en donde nada es sagrado y, en el fondo, sí, un poco cómico.
— Bueno, y muchas veces además en general se habla de Freud como de un gran escritor, sobre todas las cosas.
— Te diría que muchos casos contados por él son una invención literaria, eso era una marca… Era muy arbitrario.
— Bueno, es la arbitrariedad del pionero en un punto, ¿no?
— No, no, era un genio. Era un verdadero genio. Yo imitaba un poco el su procedimiento en la forma en que Skeffington lee a Freud. Ella aparte supuestamente escribe los poemas y los corrige eternamente como si hiciera un autoanálisis a partir de eso.
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— Hay un momento en la novela en el que se menciona a alguien y se dice que no es vanguardia sino artista a futuro, algo así. Y en tu novela hay algo que identifico como muy de futuro entonces y bien actual, y es el concepto de la “estructura sexual itinerante”, lo que más tarde se llamó género fluido.
— Sí, sí. Eso diría que fue un poco una profecía, ¿no? Hay cosas queer, diría, en el libro. Pero totalmente no deliberadas. Pero una psicoanalista leyó eso de “estructura itinerante” y dijo que yo era una psicótica. Dijo que no existe estructura itinerante, que, si es itinerante, no es estructura.
— Me impresiona que durante todos estos años, sin haber vuelto a leer el libro, varias veces te cité pero mencionaba la idea de “sexo itinerante”, no de “estructura itinerante”.
— Bueno, bueno, está bien, sí. Porque había algo en esta mujer que también era vagancia, ¿no? Porque podría haber seguido la biografía de Skeffington, que había estado casada con un hombre totalmente heterosexual y después pasó por todas las experiencias… Dolly tenía realmente una estructura itinerante, pero eso se ve ahora. No lo volví a leer mucho; me impresiona porque me es bastante ajeno.
— ¿Sí? ¿Por qué?
— Y, fijate lo que escribí después. Muchos años después, digamos.
— Sí, pero más por una cuestión temática que por la forma, diría. Yo encuentro muy María Moreno la narrativa de tus libros y tus artículos posteriores.
— Sí, pero la transición fueron los ensayos de La mujer pública. Diría que eso podría ser el tono de Skeffington. Pero lo siento como un libro muy ajeno. Bueno, evidentemente porque es una vida que se desarrolla en Francia. Y yo soy nac & pop ahora.
— ¿Cuándo escribiste la novela no habías viajado?
— No, no. Viajaba en lecturas solamente. Sí, perdón, publiqué Skeffington en el 92 y en el 85 había hecho un viaje a Europa pero picando lugares y nada seducida. Hice un viaje muy relámpago y aparte viajé enojada.
— ¿Por tu fobia?
— Sí, no disfruté mucho eso.
— ¿Fuiste sola?
— Sí, fui sola. No tengo la fantasía del viaje. Y a pesar de que después viajé bastante, diría que los viajes no se inscriben en mí y que lo que recuerdo suelen ser cosas muy pequeñas y puntuales.
— En El affair Skeffington la maternidad aparece como un tema con Marianne, esa hija de Dolly que circula poco mirada por su madre y, más tarde, en la entrevista, María Moreno le pregunta a la nieta de Dolly justamente por esa niña que fue su madre, a lo que ella le responde bajándole el tono al supuesto abandono.
— Sí, la nena que andaba sola por la calle. Había algo de educación moderna, ahí de que no estuviera tan pegada a la madre. Pero eso venía de lecturas del cuidado comunitario hippie, de (David) Cooper contra la familia, esas cosas. La construí como una madre no muy apegada, digamos.
— ¿Y qué te pasa a vos con la maternidad?
— ¿Qué me pasa? Mi hijo es mi madre, ahora. Eso es muy extraño porque hablaba con Manuel siempre pero no nos encontrábamos siempre, no venía a comer un día por semana, qué sé yo, como un ritual. Pero ahora viene casi todos los días… Diría que aparte adoptó las obsesiones de mi madre. No me deja en paz. No me deja salir sola.
— El exceso de cuidado.
— Sí, es muy extraño y notable todo eso. Volviendo al libro creo que había una teoría exculpatoria en Skeffington, como si planteara ahí un poco la maternidad que yo había encarnado. Pero muy utópica.
— Corriéndonos un poco de Dolly, me gustaría hablar del presente y de las chicas más jóvenes, pensándolo en relación a cómo vos trabajabas y militabas un feminismo que todavía era de pocas.
— Sí, pero no militaba.
— Bueno, desde la escritura sí.
— Sí, pero de lo que no había llegado aquí y no llegó, creo, debido al autoritarismo de las asociaciones psicoanalíticas, ¿no? Nunca hubo una experiencia de (Julia) Kristeva o de (Luce) Irigaray en las asociaciones que permitieran pensar el feminismo de la diferencia, que es lo que me interesaba a mí. Y eso está mucho en las columnas de La mujer pública. Pero, por ejemplo, no militaba la causa del aborto. Kristeva divide un poco el feminismo de la diferencia y el feminismo…
— De la igualdad.
— De masas, dice ella. No militaba por ejemplo la parte legal, ni el aborto ni la patria potestad. Y en el suplemento que yo hacía escribía con otro tono y no de esas cosas.
— No sé si estás al tanto de la discusión por la inclusión de las mujeres trans en el feminismo, que reverdeció recientemente.
— Sí. Soy transfeminista, a pesar de que no milito.
— Y de las observaciones polémicas que hacen algunas mujeres a quienes llaman transfóbicas…
— Sí, las TERF.
— Sí. ¿Hay alguna de esas observaciones que te parezca que puede tener una cierta lógica y que requiere de una didáctica? ¿O te parece que todos los comentarios y reclamos son motivados por el odio a las transexuales?
— No, no es por el odio. Por ejemplo, una amiga mía a quien le encanta ahora el feminismo de la diferencia: la mujer en la historia de la mujer. Pero nunca esa historia dejó de estar marcada por las trans. Yo diría que es una pregunta que deberían hacerse las feministas como Loahana Berkins, que era un cuadro feminista, lo que antaño se llamaba un cuadro. Militantes con un discurso, una teoría, qué sé yo. Eso está muy empobrecido. No he trabajado mucho en textos transfeministas tampoco, es que tengo la posición desde siempre. Incluso ahí, en El affair Skeffington, hay un personaje, Mahoney, que diría que es un transexual, ¿no?
— Cuando el libro se publicó en 1992 hablar de biblioteca feminista era de coto, hoy no lo es. ¿Cómo ves esta reedición en este nuevo contexto?
— Tengo la impresión de que de las referencias habrá más lecturas torcidas que entonces. Y la esperanza de que las teorías de Skeffington -que son las mías- inspiren y hagan reír.
“Nunca escribí bebiendo”
Periodista, narradora, crítica, gran entrevistadora, María Moreno es autora de varios libros –El petiso orejudo, A tontas y a locas, Banco a la sombra, Oración, Panfleto entre otros-, habitó redacciones diversas a lo largo de décadas y en los últimos años ocupa un espacio tan singular en el mapa de la literatura argentina que se hace imposible ligar su nombre y su obra a alguna serie habitada por otros. Lo suyo es, literalmente, fuera de serie.
Cultora de la crónica y los perfiles; de historias y ensayos críticos, novelista y poeta, María fue pionera del periodismo de género en tiempos en que el feminismo no era una bandera popular sino una militancia de pocas y un ninguneado tópico de investigaciones académicas.
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Fue su premiado libro Black out (2016) el que llevó su obra por fuera de las fronteras locales y la consagró además ante audiencias masivas. Ese ensayo autobiográfico compuesto por extraordinarias memorias del alcohol y la amistad (con el detalle de su vínculo fraternal cruzado por el alcohol con escritores brillantes como Charlie Feiling, Claudio Uriarte o Héctor Libertella), recibió las mejores críticas en Argentina y también fuera del país.
— ¿Qué extrañas del alcohol?
— Nada.
—¿Nada?
— Nada. Yo soy la prueba en contra de Alcohólicos Anónimos. Empecé a tomar uno solo y se cayó. Se cayó por una cosa muy fuerte. Pero no extraño nada. No bebo, ahora. Pero eso se supone que según Alcohólicos Anónimos eso no existe, que vos sos alcohólico y si te descuidás…
— Y vos no sentiste nunca eso.
— No, no. Pero tampoco lo sentí cuando después de que habían pasado dos años de lo de Alcohólicos Anónimos y sin tomar, volví a beber mucho. Pero no era lo de antes. Además, antes, cuando bebía, no tenía laburo, pasaban cosas diferentes. Cuando volví a beber había mucha cosa más social, más del encuentro. Pero ya no me hacía el efecto de antes. Me había cambiado totalmente haberlo dejado.
— Y ahora no tomás.
— No, nada. Sabés qué pasa, me aconsejaban tomar vino y no me gusta. Entonces, digamos, el objeto alcohol en mí es absoluto, por lo tanto no quiero ninguna negociación. Así que ahora, nada. Pero digamos que si encuentro un grupo como encontraba en La Paz, de gente entonada, entro sin alcohol. Las cenas del alcohol las puedo producir sin alcohol. Incluso me contacto con gente que bebe y hablamos todo el tiempo de alcohol, pero como si yo siguiera viviendo, ¿no? Viviendo (Se ríe del fallido)
— Viviendo con el alcohol. (Risas)
— No, con eso no pasa nada. El tema es el whisky.
— El tema es el whisky, claro. Con eso no transás. ¿Y qué whisky tomabas?
— No, no tomaba whisky. Tomaba bourbon, Jack Daniels. Pero igual reconozco eso que decían en Alcohólicos Anónimos, hacían conductismo. Y después te transformabas en una especie de Testigo de Jehová. Y después se me fue.
Era como un obrero que se saca las botas y después descansa y bebe. Pero creo que eso fue fundamental para no matarme, digamos.
— Bueno, hay gente a la que no se le va, pero salvan su vida.
— Sí, funcionó totalmente. Pero reivindico mucho el alcohol porque tengo la impresión de que estaba en un lugar en donde si no hubiera bebido me habría suicidado, pienso eso. El alcohol también era una negociación, no puedo pensarlo de otro modo. Tampoco pienso que me inspirara para escribir. Nunca escribí bebiendo, cosa que hacía Chandler, por ejemplo. Tal vez tenía algo de alcohol en la sangre, pero escribía siempre de día… Era como un obrero que se saca las botas y después descansa y bebe. Pero creo que eso fue fundamental para no matarme, digamos. Escribir mucho rato, muchas horas, y después beber muchas horas.
— En Skeffington aparece esa teoría del alcohol en los obreros.
— Sí, sí… También en Black out, ¿no?
— Sí, bueno, en Black Out el alcohol lo es todo.
— Sí. Esa barra que tenía desapareció, no quedó ninguno. No quedó ninguno. El último que quedaba era Gumier Maier. Él fue el último que murió, seguía bebiendo todo el día. A él le habían cortado el dedo, no podía dibujar. Nos mandábamos cartas divertidas y jodíamos; yo le decía que podíamos hacer una agrupación de artistas. Y él terminaba sus cartas: “Hasta la victoria, siempre”. Pero no aguantó.
……………………………………………….
DEMASIADO PEINADO
por Dolly Skeffington
Liquido a mi padre,
pongo precio a las cosas
de la casa volcada en el jardín
y fragmentada
como la que los niños recortan de los libros
y sostienen pegando las aletas blancas.
(Él solía tomar fotos cuarto por cuarto
y revelarlas en la cocina
luego de cambiar la bombita común por una roja
y colocar servilletas en la claraboya
decretando el exilio para mi madre
que recostada en el sofá del living
leía distraídamente una revista
sin poder hacer nada más.)
Los vecinos entran con pasos temerosos
no para comprar sino para ver lo que teníamos
y vamos a perder –por favor
no permitan que sus hijos
salten sobre los elásticos de la cama
en la que uno después de otro
mi hermano y yo fuimos engendrados.
Todo, absolutamente todo
deberá ser desprendido,
hasta la vieja lata para amarettis
con su claro ojo de camarote,
el mantón de Manila, los sulfuros
y el libro de Rapunzel
de arandelas doradas.
Mi padre recoge una manta de hilo
y enjuga su cara blanda de muñeco de nieve,
parte a la bancarrota sentado en una silla
y una cámara colgando del pescuezo
mientras escucha paciente
llover mi voz en la mentirosa,
nunca olvidada adulación femenina
por el poder de su canto en la sinagoga
que hacía temblar los flecos del toldito,
cómo sobrevivió a la depresión con sus ahorros
y el día en que una mujer escondida tras el cedro
miró si en el garaje estaba su automóvil
y luego se fue a esperarlo del otro lado de la calle
desde donde él vino –dijo mi madre radiante pero herida–
“demasiado peinado”.
La expresión “demasiado peinado” lo hace sonreír
y levanta la cámara.
Comprende que ahora todo será mucho más corto
–lo único seguro es el próximo instante–,
por eso utiliza una Polaroid
y dispara
a las magnolias caídas junto al tronco
arrugadas y húmedas como pañuelos de despedida.
(de Exposición)
— Desde siempre me gusta mucho el poema “Demasiado peinado”; me gusta leerlo en voz alta, incluso. ¿De dónde surge?
— Es un poema profético. Apenas veía a mi padre cuando escribí el libro. Él, que era un extravagante, vivía como un homeless en su negocio de fotografías junto a cerca de una docena de loros, papagayos y tucanes y un gato. Tenía un colchón parado en medio del local y lo tiraba al piso a la noche para dormir. Se vestía con ropa dos talles más chico del que le correspondía y que pertenecía a un hermano ya fallecido. Mi abuelo y mi tío abuelo habían sido fotógrafos muy conocidos de sociales. Sacaron las fotos en la fundación de Sur, por ejemplo esa que está en el Fondo Nacional de las Artes, de la calle Rufino de Elizalde. A mi padre le tocó la época de los adelantos tecnológicos y, hacia el final, Menem. Se fundió mucho antes pero fue desalojado del local que daba al 300 de la calle Maipú, donde había todavía muebles antiguos de mis abuelos, Todo fue “liquidado”. El poema tiene esa anécdota detrás.
— Tal vez por ignorancia o pereza -o admiración- digo que María Moreno es un género en sí misma, como si no hubiera tradición o como si pulverizaras tradiciones encarnando en otra cosa. ¿Sentís tu obra dentro de un linaje?
— A eso tendrías que contestarlo vos. Pera me gustaría “descender” de Soiza Reilly, del Vizconde de Lascano Tegui, Ramón Gómez de la Serna y, sobre todo, de Colette.
— ¿Cuánto te importa el humor a la hora de escribir, María?
— Cuanto más quiero contar algo trágico, más le veo el lado ridículo o tengo que censurarlo.
— Fuiste autora de culto, accediste a una audiencia mayor y también extra muros a partir de Black Out. ¿Qué ponés cuando te preguntan por tu profesión? ¿Periodista o escritora?
— Periodista.
— Dolly y Gwen: ¿hay un modelo real o literario para ese vínculo?
— Quería contar entrelíneas una gran pasión vivida pero la había olvidado. En el libro Gwen se volvió más real que el original.
— “A María, que es la posteridad de mi abuela”, escribe Lily Tate. ¿María Moreno es la medium de Dolly o dice abiertamente: Dolly Skeffington soy yo?
— Skeffington soy yo.
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