“Estoy cansada con tantas muestras de fin de año. ¿Venís a la de Ecología de hoy?”, me pregunta una mamá en la entrada del colegio, después de quedarnos dormidos por tercer día consecutivo. Despertadores exhaustos de sonar, tanto como nosotros de oprimir el botón de “posponer” sabiendo que vamos a abrir los ojos con un plan trazado de antemano: rendirnos al escarnio de los deberes. La agenda ahoga. Mientras escribo estas líneas, temo ser cancelada por decir que criar es hermoso pero agotador.
¿Cómo es que el vínculo con nuestros hijos terminó empapado por la exigencia del rendimiento? ¿Cuántas veces actuamos persiguiendo el imperativo de “ser feliz”? ¿Cuántos mandatos seguimos y forzamos innecesariamente en nuestra “maternidad intensiva”? Muchos, más de los que queremos asumir.
Entre las actividades extras, las viandas, los materiales especiales, los cumpleaños, los regalos y el trabajo surge un huracán anímico y lo que nos deja es el escenario devastador y palpable del cansancio. “No hay que tratar de ser ‘buenos’ padres”, dicen los psicoanalistas Luciano Lutereau y Trinidad Avaria en su libro Crianza para padres cansados. Preguntas que no pasan de moda. En definitiva, nos advierten que “no se puede todo”. La extenuante tarea de cumplir con todos los ítems de nuestra lista de mandatos ya no viene de “un afuera”, ahora vive en nosotros. ¿Cómo se cuida, se protege y se cría con placer en la época de glorificación de la ansiedad por no hacer las cosas mal?
El libro, escrito y publicado en plena pandemia en formato digital, nos mira a estas madres cansadas del siglo XXI porque, sabemos, “criamos desde la individualidad, apurados, asustados, compitiendo, en solitario; viviendo las dificultades propias de la crianza en el encierro del hogar, esperando que nadie se entere; ya sea por el temor al juicio (en el mejor de los casos) o a la vigilancia real de la que son objeto las familias más vulneradas de nuestros países”. Crianza para padres cansados es el fruto de la escucha de los padres de una generación que está preocupada por cómo enfrentar la tarea más difícil del mundo: criar. Ellos contestan: con cariño.
En tiempos de flexibilidad laboral, en las relaciones y en el lenguaje, entre otros, lo que permanece como una mula empecinada en no caminar es la idealización de las funciones parentales. Se plantan, quedan inmóviles pero nos arrastran, como a la otra mamá y a mí, a una muestra ecológica en la que nuestros hijos ya habían hecho su acto de presencia y que nosotras nunca vimos. “¿Por qué no fueron?”, escuchamos a la salida del colegio. Diciembre empieza con “D” de demandas en todos los ámbitos que se acumulan, exigiendo resoluciones urgentes y felices, mientras nosotras morimos de sueño.
¿Y si nos hartamos de la rutina? ¡Atentas! Siempre estará allí la policía de la parentalidad, que nunca descansa y, por supuesto, no se cansa, para meternos el dedo en la llaga y preguntar: “¿Otra vez no te acordaste de los materiales?”. Estoy empecinada en demostrar —un poco a propósito y otro poco porque es un hecho— que soy un ser humano, mujer, madre y profesional pero estoy lejos de devenir en máquina que satisface demandas.
“Se cría para ser ‘los mejores adultos posibles’ sin que se tenga muy en claro qué significa esto y sin considerar la infancia como un tiempo de valor presente, que sucede hoy”, dicen los autores en Crianza para padres cansados, y pienso en mi hijo. Pienso en que no todas son muestras ecológicas pero sí hay momentos en que mis brazos se vuelven como las ramas de un árbol que acoge y le (nos) digo que nunca va a estar solo, aunque no lo vea en la muestra del colegio.
Estoy muy lejos de ese “manual de uso” que buscaban mis padres con la suscripción a la edición española de la revista Ser padres hoy, que recibían a mediados de los 80, porque quiero estar cerca de ese mundo de fantasía en el que habita y, contra todo, ofrecerle pausas improductivas y amor, eso que no genera plusvalía.
“La sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones”, dice el reconocido filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su celebrado libro La sociedad del cansancio y sigue: “En esta sociedad de obligación, cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados. Y lo particular de este último consiste en que allí se es prisionero y celador, víctima y verdugo, a la vez”. Las madres sabemos de qué habla.
Porque si hay una palabra que hacemos carne es miedo. A fallar, a morir, a que no se prenda a la teta, a no saber interpretar lo que quiere, a olvidarnos de la reunión, a que no tengan el juguete que les gusta, a no poder comprar figuritas del Mundial. Pero, sobre todo, a no poder con todo. Y no podremos. “La tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto se convierta en una ‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento”, reflexiona Byung-Chul Han. El sacrificio y la renuncia parecen imponerse —y cansar— pero el aire que brinda el deseo es fresco y renovador.
“El problema, en realidad, es que a las mujeres que persiguen un cuerpo y una vida ideales se las lleva constantemente a sentir que podrían esforzarse más y hacerlo mejor, lo que la lleva a forjarse cada vez más prohibiciones”, aporta la reconocida filósofa, socióloga y teórica del derecho eslovena Renata Salecl en el libro La teoría de la elección. Saludo a la muestra ecológica que se va para abrazar el tiempo que comparto con mi hijo cuando vuelve. ¿Mi subversión? El amor maternal, misterioso, enigmático e imposible de calcular y “optimizar”.
Las lecturas nunca llegan por casualidad y recuerdo que, hace algunos años, me topé con el libro Las contradicciones culturales de la maternidad, de la profesora de Sociología y Estudios de la Mujer en la Universidad de Virginia, Sharon Hays. En sus páginas mencionaba la famosa “maternidad intensiva”. Allí Hays explica cómo es la misma sociedad que difunde una ideología que lleva a las madres a dar con abnegación su tiempo, dinero y amor a los niños, al mismo tiempo les impulsa a ser individualistas y ambiciosamente competitivas en el trabajo. Allí estamos nosotras, perseguidas por el “ser feliz”, olvidando que eso se construye por fuera de las alarmas del despertador y deadlines.
“El lugar del adulto en este ámbito tiene que ver más bien con permitir al niño un tiempo no productivo, no saturado de talleres y tareas”, dicen Lutereau y Avaria en Crianza para padres cansados. Rompemos el despertador y la lista de tareas y agarramos los muñecos de Avengers. Así, mi hijo me enseña que el amor no se mide en cantidad de muestras ecológicas a las que vamos, ni cuántos juguetes tiene, ni si el cuaderno que lleva es el mejor y si vivimos momentos “instagrameables”. Él me enseña a amar, cuidar y criar, aún cansada. Acompañarlo en su proceso de crecer me obliga a mirar para atrás, ese espacio que la policía de la parentalidad no conoce. Visito a esa niña que fui, de la mano de mi hijo, y que el tiempo deje su huella. Ahora, me voy a dormir.
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