Una madre que se acuesta con su hijo, un hombre que “prestaba” a su esposa y una mujer que asesinó a sus cuatro maridos

En “La muerte es lo de menos”, el periodista, abogado y escritor Ricardo Canaletti reúne las historias más fascinantes de asesinatos que conmovieron al mundo. Desde Jack el Destripador y los sanguinarios crímenes que inspiraron “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” al mayor escándalo sexual de Hollywood.

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El escritor, abogado y periodista
El escritor, abogado y periodista argentino Ricardo Canaletti volvió con "La muerte es lo de menos", un libro en el que cuenta "historias fascinantes de asesinatos que conmovieron al mundo", con casos harto conocidos como el de Jack el Destripador tanto como otros poco recordados.

Una madre que se acuesta con su hijo para “curarlo” de su homosexualidad. El sangriento asesino escocés que inspiró la historia de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Un hombre que “prestaba” a su mujer. El mayor escándalo sexual de Hollywood. Una carrera de transatlánticos en busca de un asesino. El hombre que se animó a estafar a Al Capone y vendió dos veces la Torre Eiffel. Una mujer inglesa que se las ingenió para matar a cuatro maridos, once hijos y dos amantes sin levantar sospechas.

En su nuevo libro, La muerte es lo de menos, el escritor, abogado y periodista argentino Ricardo Canaletti investiga algunos de los crímenes más destacados de la historia -como los de Jack el Destripador o el juicio a O. J. Simpson-, así como hace luz sobre otros que, a pesar de que hoy en día pocos los recuerden, sorprenderán al lector con la crudeza de los hechos y la destreza de su relato.

Ya sea desde su rol como cronista, editor o conductor televisivo, en el último cuarto de siglo Canaletti se ha especializado en la cobertura de los casos delictivos más importantes, tanto de Argentina como del resto del mundo.

Después de publicar trabajos como Crímenes sorprendentes de historia Argentina, El caso García Belsunce y El golpe al Banco Rio, el autor regresa con un libro que hiela la sangre al mismo tiempo que atrapa al lector que, impulsado por el morbo y la curiosidad, no podrá descansar hasta la última de sus casi 400 páginas.

La muerte es lo de menos, editado por Sudamericana, es un compendio imperdible de los extremos a los que puede llegar el ser humano cuando escapa de los límites de la ley.

“La muerte es lo de menos” (fragmento)

Se acostó con su hijo para “curarlo”

—¿Y?

—Mire, no responde… es puto.

—Pero para eso te traje. Para que no lo sea más.

—Hice todo lo que se tiene que hacer. El único momento en que pareció que se excitaba fue cuando le metí el dedo.

—¿Tuvo una erección?

—Bueno… No sé. Algo le pasó. Me cansé. Le aseguro que hice de todo. Pero igual me llevo el dinero.

—¡Qué me importa el dinero!

—Señora —buscó explicarle la prostituta española—, usted está yendo por una ruta a contramano. Por más que contrate a la mejor prostituta del mundo, y yo soy una de ellas, el tipo es homosexual. No es una enfermedad. Es así. Tal vez pueda con alguna chica que le guste mucho o se enamore, pero para mí que ya está en la otra vereda.

—Pero ¡qué sabés vos! —dijo Barbara alterada y luego se quedó mirando sus pies descalzos—. ¿Tuvo una erección?

—Si tanto le importa eso, bueno, yo soy de las mejores. Sí, tuvo una erección… de dos minutos. Me senté en su cara y cuando le dije que se sentara en la mía ahí pareció… Al final terminé poniéndole el dedo en el culo para que por lo menos no se quedara frustrado.

Era la tercera prostituta que contrataba. Barbara pensó: “Mi hijo no es homosexual. Si las prostitutas no pueden, bueno, entonces lo voy a hacer yo. Yo crie un varón”.

La familia Baekeland había hecho su fortuna en los Estados Unidos a principios del siglo XX, cuando Leo Baekeland, un químico belga, inventó la baquelita, el primer plástico del mundo, que se utilizó en todo, desde radios y discos hasta extremidades artificiales y bombas atómicas.

Su nieto, Brooks Baekeland, el futuro esposo de Barbara, era un engrupido con aires de actor hollywoodense, un perfecto imbécil con todo el dinero del mundo. Era tan cretino que se lo pasaba diciendo que sus millones pertenecían a su abuelo. Al tipo le gustaba andar por los sets de filmación en Hollywood.

Jack el Destripador es el
Jack el Destripador es el nombre con el que se conoce a uno de los mayores asesinos en serie de Inglaterra, conocido por sus crímenes contra prostitutas.

Una de sus hermanas, Cornelia, le presentó a una amiga que también buscaba conquistar un lugar en el cine; se llamaba Barbara Daly, una belleza pelirroja que había nacido en Boston en 1922. Su madre era neurótica, y su padre, cuando ella tenía 10 años, se había suicidado respirando monóxido de carbono encerrado en el automóvil que estaba en el garaje.

Frente a semejante tragedia, lo primero que hizo Nini, su mamá, fue simular que se había tratado de un accidente, pues de otra manera no podría cobrar el seguro de vida de su marido. Todo le salió como había planeado, y con el dinero del seguro se mudaron a Nueva York, pero no a cualquier lugar de la ciudad, sino al Delmonico, el hotel más caro.

Con el tiempo, Barbara fue considerada una de las diez mujeres más bellas de la ciudad. Tuvo excelentes contratos con Vogue y con Harper’s Bazaar. Comenzó a frecuentar las reuniones sociales y se convirtió en un referente de la vida mundana neoyorkina. Sedujo a cuanto admirador millonario se le cruzó, y fueron muchos. Hollywood se fijó pronto en ella y, aunque no consiguió un rol importante en ninguna película, se hizo de muchas amistades. Una de ellas fue Cornelia “Dickie” Baekeland, quien le presentó a su hermano menor, Brooks, que por entonces era piloto de prácticas en la Royal Canadian Air Force.

La riqueza y elegancia de Brooks —más que nada la riqueza— impidieron que Barbara dudara un solo instante. Estaba segurísima de que ese era el hombre que buscaba. Y Brooks decía que, además de su asombrosa hermosura, de ella le encantaba la seguridad que tenía en sí misma. Barbara, para apurar las cosas, fingió estar embarazada y se casaron rápido en California. Era una mentira. Brooks se sorprendía constantemente con su esposa y la redefinía todo el tiempo. Dijo de ella que “tenía travesuras en la sangre”.

Barbara no solamente tenía “travesuras en la sangre”, sino además serios problemas psicológicos. Así como guardó el secreto del falso embarazo, tampoco le contó a su marido sobre sus problemas mentales y que se trataba con un célebre psiquiatra de Nueva York, llamado Foster Kennedy. Todo lo que Kennedy aprendió sobre Barbara durante sus sesiones lo había desconcertado, como lo descubriría Brooks. Cuando el psiquiatra se enteró de que Barbara se había casado con Brooks solo atinó a decir: “¡Dios no quiera que tengan un hijo!”.

Francis Galton, medio primo de Charles Darwin, no solo inventó el término “eugenesia”, sino que en 1872 —en un espacio entre sus múltiples ocupaciones, pues era estadístico, sociólogo, psicólogo, antropólogo, explorador, geógrafo, inventor y meteorólogo— publicó un estudio titulado: “Pesquisas estadísticas sobre la eficacia de la plegaria”, y llegó a la conclusión de que no servía para nada. Al menos en el caso de Barbara y Brooks, las conclusiones de Galton fueron certeras.

El 28 de agosto de 1946, Barbara y Brooks tuvieron a su hijo Antony, Tony.

Sin saberlo, cuando su marido decía que Barbara tenía “travesuras en la sangre”, se estaba refiriendo a sus cortocircuitos mentales, que pronto se hicieron evidentes.

Una noche, el matrimonio cenaba con amigos en un restaurante y la velada era muy agradable, hacían chistes y disfrutaban de la comida. En un momento, Brooks dijo en broma que, por un millón de dólares, se acostaría con la próxima mujer que pasara por las puertas giratorias del lugar, cualquiera fuera su edad o apariencia.

En ese momento, Barbara no dijo nada, pero no había captado el tono jocoso, de “ocurrencia”, sino que entendió que su marido lo decía de verdad. Cuando se retiraban del restaurante, comentó: “Si es así como te sientes, me voy a ir con el primer hombre que venga en auto”. Salió corriendo hacia el medio de la calle, paró un automóvil con cuatro jóvenes, subió y se fue con ellos.

Regresó a su casa dos horas después. Estaba impecable, seria, hermosa, muda. Lo que había hecho había sido muy peligroso. Para ella, no había nada que decir. Se preparó para ir a la cama y se terminó el día.

Lo más selecto de la alta sociedad de la ciudad, fascinada por la personalidad avasallante y singularmente atractiva tanto de Barbara como de Brooks, asistía a los salones de estilo parisino que los Baekeland habían preparado en su casa, en el próspero distrito de Upper East Side (UES) de Nueva York.

Allí iban Salvador Dalí, Tennessee Williams y Dylan Thomas, entre otros. Talento, excentricidad, ingenio, amenidad. Eran veladas despreocupadas y, a veces, atrevidas. En una reunión, los hombres se escondieron detrás de una pantalla, ocultando sus rostros y la parte superior del cuerpo, y se quitaron los pantalones, mientras les pedían a las mujeres que adivinaran qué mitad inferior pertenecía a su esposo.

El ritmo, donde fuera, era similar. “Mi casa siempre estaba llena de gente hermosa, tonta y borracha”, aseguró Brooks tiempo después. También estaba llena de peleas entre marido y mujer, que parecían, cada vez con mayor frecuencia, dos bombas a punto de estallar. Barbara cambiaba de temperamento muy seguido, enfrentaba a su marido por una tontería y al rato se acercaba con tono más gentil, para volver a atacarlo poco después.

Aquellos que acompañaron al matrimonio en sus vacaciones en Suiza contaron cómo Barbara había dado un espectáculo terrorífico cuando a la noche, sobre la nieve, se lamentaba y lloraba como si estuviese fuera de sí. No lo hizo solo una vez, y siempre esos ataques le daban de golpe.

Con los años, Brooks recordaba a su esposa como “un animal salvaje, una hermosa tigresa en llamas”. Y describió otro viaje en el que terminaron luchando desnudos en el baño de un hotel porque él no estaba dispuesto a llevarla a su restaurante favorito. “Sujeté a Barbara con mi pie sobre su pecho mientras ella hundía sus fuertes y blancos dientes tan profundamente como podía en mi pantorrilla. La adrenalina tardó al menos media hora en salir de sus venas”, dijo.

¿Quién fue el hombre que
¿Quién fue el hombre que vendió dos veces la Torre Eiffel y se animó a estafar al mafioso Al Capone?

En casa, las peleas no se detenían, aunque estuviesen presentes los compañeros de escuela de su hijo. A esa altura, lo único que parecía unirlos era su determinación de promover a Tony como una especie de niño prodigio, mostrando constantemente a sus amigos todo lo que había escrito o dibujado en la escuela. “Querían que el niño fuera un genio. Eso me llamó la atención, porque el chico sentía que tenía que ser alguien”, dijo la artista Yvonne Thomas.

En este punto, Brooks también perdió la mesura. Los padres le ordenaban a Tony que leyera en voz alta los escritos eróticos del Marqués de Sade. Otro amigo dejó de ver a la pareja después de escuchar a Brooks describir orgulloso cómo Tony le había quitado las alas a una mosca para que viera cómo afectaba su equilibrio. Que los chicos tengan ese tipo de comportamiento sádico no es inédito, lo que sale de toda norma es que el padre piense que es maravilloso.

En un momento, cuando Tony tenía 8 años, Barbara decidió que en Nueva York ya no tenía nada que hacer. Había alcanzado la cima del poder y de la influencia. Era una etapa que se debía cerrar. La siguiente era conquistar Europa, donde Tony tendría una nueva audiencia para sus talentos. Sin embargo, no se trató de una mudanza ordenada, de un viaje de aquí para allá, porque “allá” no era un lugar determinado. Como los trashumantes, iban de lugar en lugar, alquilando en complejos de moda de todo el continente.

Cuando alquilaron en 1955 una villa en Cap d’Antibes, en el sur de Francia, sus vecinos eran André Dubonnet, nieto del creador del famoso aperitivo, y Freddy Heineken, el holandés al que le decían “el Barón de la Cerveza”. Greta Garbo se acercó a tomar algo con ellos. Tony, mientras tanto, fue enviado a jugar en la playa con la princesa Yasmin, hija de Rita Hayworth y el príncipe Ali Khan, hijo de Aga Khan III.

La personalidad trastornada de Barbara la convertía en una madre indescifrable. Demasiado intensa con su hijo y posesiva, pero no siempre. Ella necesitaba ayuda emocional y gritaba. Pero luego se sentía segura de sí misma y se quedaba en silencio.

Era, como Brooks, una ferviente consumidora de drogas. En lo único que parecía inexpugnable, firme y tenaz era en su absoluta negligencia como madre. Mientras los Baekeland iban de un destino lujoso a otro, buscando siempre el verano en cualquier parte donde se encontrara, en una infinita espiral de ocio y vagancia, su hijo era lo que menos contaba para ellos. Se encargaban de que alguien fuera a buscarlo y lo llevara a determinada hora. Y así daban por finalizadas las obligaciones con su hijo.

Ellos salían todo el día en un yate que alquilaban a un pescador local y se lo pasaban tomando sol, sentados sin hablar, bebiendo mucho vino y, cuando este comenzaba a hacer efecto, se ponían a hablar y chusmear sobre tal o cual duquesa o princesa, o tonterías por el estilo.

Su hijo nunca estaba con ellos. ¿Dónde estaba Tony? Nada importaba, mientras que a la hora indicada lo llevaran de regreso. Por lo tanto, Tony se convirtió en un chico solitario que aprendió a darse maña con las cosas porque no había papá ni mamá que le enseñaran nada. Tenía una apariencia muy buena, pues había heredado el pelo rojo de su madre y lucía unos ojos marrones brillantes. Le caía bien a todo el mundo; entretanto, las cosas comenzaban a desajustarse en su interior, sin que los padres lo notaran.

Quién es Ricardo Canaletti

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1955.

♦ Es abogado, periodista y escritor.

♦ Escribió libros como Crímenes sorprendentes de historia Argentina, El caso García Belsunce: enemigos íntimos, El golpe al Banco Rio: sin armas y sin rencores y El caso Barreda.

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