Cuando Catalina Martínez, la directora de la editorial Palabra Libre conoció a Jeremías Lawson, lo que menos se le pasó por la cabeza fue que lo primero que él le diría, al enterarse de su oficio, sería que tenía una pila de textos agolpados que le gustaría que fuesen leídos y que como ella trabajaba en una editorial, no podía desaprovechar la oportunidad.
La forma en que la abordó le causó sorpresa a Martínez, quien en ese momento se encontraba en un restaurante, en Miami, con su esposo, el fallecido escritor y periodista colombiano, Armando Caicedo. Para ellos, Lawson podía ser cualquier otra cosa, menos cuentista, pero cuando los textos llegaron a sus manos, la realidad les confirmó que el escritor no es por como se ve, sino por lo que escribe.
De los muchos cuentos apilados que tenía Lawson entre sus archivos, tan solo catorce fueron escogidos para hacer parte del que, hasta el momento, es su primer libro. El venezolano no había publicado texto alguno antes, salvo por las letras de sus canciones. En el panorama literario del sur de los Estados Unidos no se le tenía referenciado, y en Venezuela menos. De repente, era un cantante que escribía cuentos, al que lo publicaban en Colombia y sobre el que uno de los exponentes del género en la literatura colombiana decía que con su cuentística conseguía recuperar “la intención primigenia de los contadores de historias”.
Con prólogo de Andrés Mauricio Muñoz, autor de “Un lugar para que rece Adela”, “El último donjuán”, “Hay días en que estamos idos” y “Las Margaritas”, entre otros títulos, abre este libro de Jeremías Lawson con el que se sitúa por primera vez en el radar de los lectores. El escritor colombiano dice del venezolano que sus cuentos parecen haber sido concebidos como una excusa para reflexionar y cuestionar asuntos que siempre han logrado escurrirse por entre los pliegues de la cotidianidad empecinada en privilegiar la premura.
Entre las páginas de “Polaroid. Cuentos de un ciudadano del mundo”, que no son más de 133, el lector podrá asistir al encuentro con un autor que se presenta sigiloso, que entra tocando la puerta, pidiendo permiso. Sus cuentos son cortos. El más largo es más corto que los usualmente extensos. Narra como si andara con una cámara entre las manos, registrándolo todo. Entonces, las narraciones son vívidas, los espacios visuales, los personajes cercanos.
“En estos cuentos nos encontramos con personajes que sostienen con el destino una amarga discordia, como aquel hombre que soñaba que soñaba, atesorando en su imaginación aquella realidad que lo evadía con una resolución exasperante, o ese payaso que tranzaba con quien le saliera al paso la posibilidad de hacerlo sonreír, o aquel profesor al que le abatía la constatación de cómo con el tiempo se le esfumaba esa virtud de hacer reír a los niños (...). Personajes que observan alrededor con extrañeza, que escrutan a alguien más como si ahondaran en sí mismos, procurando desentrañar misterios, como el de aquel hombre que preservaba el tiempo entre las manos, siendo testigo de su tránsito apacible, mientras se aplicaba sobre los mecanismos y engranajes de un reloj, o aquel músico que no comprendía las reflexiones sobre la relatividad de lo real o la memoria de un individuo que parecía confrontarlo desde el pasado en el vagón de un tren, mientras él regresaba afligido a casa porque su música no le concedía su lugar en el mundo, aunque aquella noche los acordes de su guitarra hubiesen hecho vibrar constelaciones lejanas”, escribe Muñoz.
Este primer libro de Jeremías Lawson quedará para los lectores como una pieza de lectura rápida, de lecciones no buscadas sobre la forma en que lo contenemos todo, lo que conocemos, lo que escuchamos, lo que leímos alguna vez, para después contarlo. De prosa fácil y rápida, estos cuentos del venezolano conseguirán acompañar las horas, los días, los meses, al menos por un instante, para luego irse, o quedarse alojados en el cajón junto a las otras fotos, los recuerdos, los otros libros, la esencia de aquellos que fuimos.
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