La argentina Mariana Enríquez, tal vez la mayor exponente contemporánea de la literatura de terror latinoamericana, no solo es escritora de ficción sino que, además, es periodista. Desde hace más de dos décadas que, a la par de su producción literaria, la autora de Nuestra parte de noche escribe artículos para distintos medios, muchas veces propulsados por sus propias obsesiones (cuya investigación, luego, repercute en su ficción), y otras por encargo.
El otro lado, reeditado por Anagrama, reúne casi toda la obra periodística de Enríquez en un voluminoso ejemplar poblado por sus ídolos y sus fetiches: desde músicos como Kurt Cobain y Nick Cave hasta escritoras como Mary Shelley o Ursula K. Le Guin. Pero también, como el periodismo es un trabajo, hay textos de referentes culturales que, musicalmente, no la interpelan, como una reseña sobre los Beatles o una delirante entrevista a Charly García.
En sus más de 800 páginas, El otro lado es un recorrido por el extenso recorrido periodístico de Enríquez, en el que se puede rastrear el germen de varios de los aspectos más relevantes de su obra literaria. Además, incluye textos, como el que se comparte a continuación, en los que la autora explica sus comienzos: su ya mítica primera novela, Bajar es lo peor, la influencia de la música, las drogas y la periferia cultural, la construcción del gusto y la vez que se ofendió con Juan Forn cuando este le dijo que su generación “cree que puede hacer cualquier cosa con la literatura”.
“Cómo empecé”, artículo de “El otro lado” (fragmento)
No escribí mi primera novela porque quería ser escritora, ni porque quería publicar, ni porque conocía a escritores y los admiraba y quería ser como ellos. La escribí porque no encontraba nada ni nadie que contara lo que me pasaba y lo que yo misma leía en los libros que compraba: Pregúntale al polvo de John Fante, Última salida para Brooklyn de Hubert Selby Jr., Menos que cero de Bret Easton Ellis, o los discos, The Birthday Party, The Velvet Underground, Sex Pistols, Bowie, The Cult, The Stooges.
La vida era de noche, un guepardo callejero con el corazón lleno de napalm como cantaba Iggy Pop, bares patéticos y vino barato, baños llenos de orín, ojos delineados de negro, el pelo largo y teñido del tono más oscuro posible. Y las revistas, también: vivía en La Plata y el kiosco del barrio a veces traía Cerdos y Peces, la revista de Enrique Symns.
Recuerdo una tapa con una chica poeta, que no sé si existía o no –porque ellos usaban ese procedimiento de falsos personajes, falsas firmas, yo me creía todo–, que escribía poemas rimbaudianos y, en la entrevista, decía que nunca salía de la casa. Otro poema hablaba de rebanarse las encías en un pasillo. Ella tenía el pelo corto, una melenita masculina, y yo la amaba y quería ser como ella.
No había investigado seriamente qué se publicaba en Argentina y alrededores en esa época, los primeros noventa, para aseverar que nadie registraba mi (nuestra) vida. Mi amiga Paula tenía sobre el piso de su cuarto un espejo-lago sobre el que peinábamos cocaína, tan barata que a veces era amarillenta o rosada, cortada con antibióticos –rezábamos por eso, al menos: porque sabíamos de historias sobre cortes con fibra de vidrio–. Íbamos a Berisso en camioneta a recoger cucumelos, hongos alucinógenos que brotaban de la bosta de los cebúes.
Berisso es un pueblo junto al Río de la Plata, un pueblo obrero. Los cucumelos tenían gusanos pequeñísimos, blancos: mis amigos se los comían así, los hongos con los gusanos. Yo los sacaba durante horas con un cuchillito o con una pinza de depilar. Nuestros padres no tenían trabajo. Dos o tres eran alcohólicos o estaban medicados. Salían a comprar en pijamas o camisones, despeinados, como pacientes psiquiátricos. Supongo que lo eran. Una vida entera de crisis económicas y dictaduras los había enloquecido y vuelto incapaces de criar cualquier cosa y menos que menos a unos adolescentes. Pero ellos no se daban cuenta.
Los libros que me compraba –siempre compré libros compulsivamente– no hablaban de esto, ni de cerca. Hablaban de inmigración y del servicio militar, de cocaína buena y de Buenos Aires. Yo vivía en La Plata, una ciudad universitaria con mitos de masones y propensa a crímenes horrendos, como el de la profesora de inglés Oriel Bryant, una rubia bella acuchillada por su marido en lo que se creyó un ritual solo porque ella apareció destrozada sobre una especie de altar.
Nadie hablaba de eso tampoco. Después descubría libros que sí lo hacían, varios. Alguno de Fogwill; Historia argentina de Fresán; alguno de José Sbarra, como Plástico cruel, que no me gustó pero al menos se refería a experiencias que yo conocía. No muchos más.
Escribí mi primera novela a máquina, un artefacto pesado y duro, las teclas me rompían las uñas, que acabo de encontrar en la casa de mi madre después de un año de ignorar su paradero. No soy fetichista, no me hubiese importado si se hubiera perdido en una mudanza. Escribí la novela de noche y tardé bastante en terminarla, algunos años. La empecé, no estoy segura, en el último de mi secundaria, a los diecisiete.
Los dos protagonistas de la novela, Narval y Facundo, vivían en mi cabeza y tenía que desalojarlos porque no me dejaban lugar. Constantemente pensaba en ellos, eran un concentrado de mis obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a mis obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudelairiana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis.
Mi novela, Bajar es lo peor, fue una especie de reescritura de Mi mundo privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro de Anne Rice, pero ubicada en Buenos Aires. Yo quería ver reflejada mi experiencia en un texto escrito en argentino, pero no quería que necesariamente fuese realista. Pensar que la experiencia solo se puede reflejar desde el realismo es un error común y una falta de imaginación grave, la misma que nos hace pensar que el realismo es para adultos y el género –el fantástico, la épica, el terror– para jóvenes y niños, malentendido por el cual los adolescentes leen La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, una novela sobre la tolerancia, la fluidez de la sexualidad, el estalinismo y las sociedades jerárquicas, y los adultos leemos a Elena Ferrante. Las dos son buenísimas y no hay motivo en el mundo que nos impida leer a las dos a la par –excepto el gusto, pero eso también se construye.
No pensaba en publicarla. No pensaba en ser escritora, creo que no pensaba en ninguna forma de la escritura profesional salvo el periodismo y solo porque quería ir a recitales gratis y tenía esperanzas de ser corresponsal y acabar como enviada especial a Glastonbury.
No vivía en Buenos Aires cuando escribí la novela, vivía en La Plata. Iba a Capital los fines de semana. A boliches y antros legendarios como Bolivia, a Cemento, a fiestas en La Boca y Parque Chacabuco. Esperaba, durmiendo en el suelo de la estación Once, con la cabeza sobre la mochila, el colectivo de vuelta a La Plata, de madrugada.
Las noches que no podía viajar a la capital –porque no tenía dinero o porque había otro plan– caminaba por La Plata, los alrededores de la catedral incompleta, los misterios de plaza Moreno y el teatro Princesa; jugaba a la ouija y quería aprender a tirar el Tarot. Tomaba licor de mandarina en la plaza Paso.
Mi mejor amiga tenía una hermana mayor, Gabriela Cerruti, que acababa de publicar en Planeta una biografía del presidente argentino entonces, Carlos Menem. Se llamaba El jefe y era un éxito de ventas. No recuerdo bien cómo, pero en una comida Gabriela nos contó que, en la editorial, estaban armando una colección de literatura joven. Tenían textos sobre temas jóvenes, pero no una novela escrita por alguien joven. Mi amiga, Andrea, esa noche u otra noche, le contó a su hermana que yo había escrito una novela. La hermana exitosa, que sabía de nuestra vida forajida de adolescentes difíciles, no le creyó mucho y exigió ver el manuscrito. Se lo di yo o se lo dio ella, no lo recuerdo.
Sé que a Gabriela –así se llama la hermana exitosa– la novela no le gustó, por densa, por pesimista, porque la debe haber sorprendido leer el mundo que tenía en la cabeza la amiga de su hermanita, aunque no era para tanto: la gente se impresiona muy fácil y por cualquier tontería.
De todos modos, creyó que tenía algo. Y se la llevó a Juan Forn, que en ese momento dirigía la colección Biblioteca del Sur. Yo no sabía quién era él. Yo tenía veintiún años. No conocía a ningún escritor profesional ni había escritores en mi familia, no había asistido a ningún taller literario ni estudiaba Letras. No sabía que existían los talleres literarios. Y, como ya dije, no era mi ambición escribir novelas. Tenía que escribir mis obsesiones porque era cruel.
Juan Forn me dijo cosas que me resultaban raras como «la novela está bien pero tenemos que cambiar esta y esta parte donde se delata que tu generación cree que puede hacer cualquier cosa con la literatura». Lo menciono porque lo recuerdo, y lo recuerdo porque me ofendió. No porque hablase de mi generación o me tratara de atrevida, sino porque con esa frase delató que no me conocía: que no podía imaginar a un escritor que viniese de otro lugar, de otro círculo, de un mundo más entrópico y obsesivo.
No quiero decir que yo fuese salvaje: había leído muchísimo y desde niña. A los veintiuno ya había leído a Onetti y a Donoso y a Capote y hasta a Blasco Ibáñez. No era una escritora cachorra en el sentido literario, aunque no tuviera tanta técnica –después de todo, la técnica se adquiere leyendo–. Pero no había llegado a esa oficina trémula con mi manuscrito. Me daba igual que me leyeran. Había escrito para mí.
En la segunda reunión nos fue mejor. Nos sentamos a ver la novela página por página. Me enseñó y aprendí. Entendí por qué me faltaba madurez como autora para sostener una voz en primera persona durante tantas páginas. Uno de los protagonistas, Narval, tenía capítulos largos en una primera persona absurda que, por momentos, sonaba como una mezcla horrible de Morrison, Así habló Zaratustra, el Baudelaire de Spleen y la peor lectura posible de Pound. Entendí el poder de sugestión de las palabras.
Entendí que tenía que contener mi enamoramiento por los personajes y evitar adornarlos con adjetivos: sencillamente, debía hacerlos irresistibles, si lo eran. Juan pidió un anticipo para que pudiera pasar la novela a la computadora –yo no tenía, no eran tan comunes en 1994, al menos no en mi clase social, clase media pobre– y me fui al departamento de una amiga que ya no es mi amiga, a Mar del Plata, a terminarla. Recuerdo que, cuando me quedaba empantanada, iba caminando a buscar inspiración a la casa de Silvina Ocampo y Bioy Casares, que quedaba lejos. Hoy es un colegio bilingüe y caro, pero entonces estaba abandonada y me ayudaba a pensar en la belleza de las ruinas.
La novela se llamó Bajar es lo peor por una frase supuestamente real de un cocainómano en una entrevista que leí en Cerdos y Peces. Hablaba de la resaca de la cocaína, que en Argentina se llama «bajar», y decía que era lo peor. Yo estaba de acuerdo.
Fue leída –según las pocas, muy pocas reseñas que salieron– como una novela de realismo sucio. Un crítico la destrozó y me mandó a escribir guiones de televisión para series de adolescentes. Para él era un insulto: yo creo que Buffy la cazavampiros o My So-Called Life son genialidades que nunca podría escribir. Con los años, algunos críticos, como Elvio Gandolfo, escribieron que tenía elementos de terror moderno, de Hellraiser de Clive Barker. Para mí siempre fue una novela filofantástica con noche y drogas. Con el romanticismo de Cumbres borrascosas y la geografía del sur de la ciudad porque la conocía y, sobre todo, porque por ahí transitan Martín y Alejandra en Sobre héroes y tumbas (Facundo es un poco Alejandra, también, y el trío que acecha a Narval es un poco la Secta de los Ciegos). Cumbres borrascosas y Sobre héroes y tumbas eran mis novelas favoritas aquellos años.
Bajar es lo peor es el único de mis libros –no tengo tantos, pero no pasó con ningún otro– con el que recibí cartas de fans. Muchas y muy febriles, todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos, el amor desesperado por alguien o directamente por Facundo, el chico que armé con retazos de Ian Astbury, Nick Cave y Charlie Sexton –sobre todo, de Astbury–, la combinación que yo juzgaba alquimia de la hermosura y la crueldad. A muchas de esas chicas tuve que decirles que Facundo no existía y se enojaron.
Una fan llegó a venir al lugar donde todavía trabajo, el diario Página/12, a exigirme que le marcara dónde quedaban las casas de los protagonistas, cuál era el sitio exacto del departamento donde Narval se despertaba frente al Riachuelo, dónde quedaba el sitio donde había crecido Facundo. Le dije que ninguna casa existía, que había casas que me habían inspirado, sí, pero en La Plata. Se ofuscó la chica. No me creyó.
Después trajo a su exnovia, que también era mi fan. Estaban peleadas. La primera chica, la exigente, quería recuperar a la novia haciéndole un regalo, y ese regalo era yo, la autora de su libro favorito. Las tres tuvimos una conversación muy larga e incómoda en un bar. Días después, la primera chica volvió, sola –el regalo no arregló la situación–, me contó que su novia la amaba, pero que los padres y su clase social no la dejaban ser lesbiana, me dejó un libro de poemas y se fue.
Nunca más las vi ni supe de ellas.
Quién es Mariana Enríquez
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1973.
♦ Es escritora, periodista y docente.
♦ Escribió libros como Bajar es lo peor, Los peligros de fumar en la cama, La hermana menor: un retrato de Silvina Ocampo y Nuestra parte de noche.
♦ Recibió galardones como el Premio Herralde de Novela, el Premio Celsius y el Premio de la Crítica en Narrativa.
Seguir leyendo: