Entre libros prohibidos y valijas con fotocopias, desafiaron a la dictadura argentina para enseñar en una “universidad clandestina”

En secreto, profesores como Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia o Santiago Kovadloff trabajaban en grupos durante el gobierno militar en Argentina. Les llegaban desde el exterior textos que en al país no circulaban. El libro “La Universidad de las catacumbas”, que ahora publica Eudeba retoma esa historia. Su autora cuenta qué la decidió a escribirlo.

María Eugenia Villalonga con su libro "La universidad de las catacumbas"

Este trabajo tiene su origen en una percepción absolutamente personal: la de haber vivido, durante la preadolescencia, la irrupción de la última dictadura, entre otras cosas, como un quiebre rotundo en el orden de la cotidianeidad. De un día para el otro, “de golpe”, nos encontramos con una sociedad disciplinada –habían desaparecido las minifaldas, las melenas en los hombres, la ropa multicolor y todo vestigio de rebeldía setentista– en la que el arte y la cultura se habían replegado a una zona que, con el tiempo, descubrimos, se encontraba por debajo de lo visible. Un espacio underground o subterráneo que cobijó a quienes la cultura oficial expulsaba o perseguía, y el lugar donde se desarrolló lo que Santiago Kovadloff definió más tarde como una “cultura de catacumbas”.

Los que por ese entonces se encontraban ingresando en la Universidad de Buenos Aires vivieron una circunstancia similar: con una facultad militarizada, sus mejores docentes fuera de sus cátedras, los planes de estudio desactualizados y gran parte de la bibliografía censurada, encontraron en las “catacumbas” el lugar donde recuperar –gracias a la tenacidad de algunos docentes cesanteados que daban clases particulares en sus casas– la formación que la universidad les negaba.

Cuando, pocos años después del regreso de la democracia, entré en la carrera de Letras, el cambio que se había producido en el plan de estudios, comprobé, también había sido abrupto. Supimos que el plantel docente se había renovado casi en su totalidad con profesores recién llegados del exilio y con aquellos que habían permanecido en el país dando cursos en sus casas, los que habían formado parte de una mítica “universidad de las catacumbas”.

Beatriz Sarlo. Fue una de las protagonistas de la "Universidad de las catacumbas"

Entonces me propuse reconstruir lo que aparecía como una experiencia por momentos épica: grupos de estudio clandestinos, libros forrados en las bibliotecas particulares, fotocopias hechas en lugares seguros, librerías que ocultaban, en el fondo, libros prohibidos, jóvenes que hacían revistas y muchos etcéteras que demostraban la existencia de una riquísima vida intelectual, contra la idea generalizada entre los exiliados de que la Argentina, por esos años, fue un desierto cultural. Clausurada la esfera pública, los que permanecieron en el país en una suerte de exilio interno constituyeron el espacio de la disidencia intelectual, del que estos grupos de estudio fueron una parte muy importante.

Esto me llevó a indagar los modos en que las personas se apropian del conocimiento en momentos de represión política y por lo tanto, cultural e ideológica; las estrategias que, en este caso, desplegaron para conseguir el material de estudio y las formas en que se organizaron para transmitir estos conocimientos.

Un boom a escondidas

A lo largo de la investigación pude identificar dieciséis cursos dictados por docentes e intelectuales, un verdadero “boom” de la enseñanza parainstitucional de la mano de Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer, Eduardo Romano, Jorge Lafforgue, Beatriz Lavandera, Santiago Kovadloff, Nicolás Rosa, Juan José Sebreli, Ricardo Piglia, Susana Zanetti, Raúl Sciarreta, Armando Sercovich, Alberto Marchilli, León Rozitchner, Jorge Schvarzer, Alfredo Llanos y Leandro Gutiérrez, según el testimonio de los alumnos entrevistados.

Para sus docentes, fue el espacio donde pudieron poner en perspectiva su formación política, pero, por sobre todo, donde actualizar sus conocimientos. Esto fue posible a partir de diferentes estrategias como la traducción de textos inhallables, el ingreso, mediante valijas llenas de fotocopias, del material existente en universidades extranjeras y del envío de revistas internacionales –el espacio donde circulaban los debates teóricos y políticos contemporáneos– por parte de los intelectuales exiliados a los que permanecían en el país.

"La universidad de las catacumbas". El libro que cuenta la resistencia intelectual a la dictadura militar.

Y el especial interés de quienes dirigieron estos grupos de estudio por las nuevas teorías estaba directamente vinculado con el contexto en el que se produjo: un período de la historia política argentina de derrota y repliegue que para sus intelectuales fue de gran desasosiego, en el que se plantearon reflexionar, a puertas cerradas, sobre lo que había ocurrido y lo que estaba ocurriendo, a fin de intentar comprender “cómo hemos venido a parar a donde hoy estamos”.

Las largas conversaciones que mantuve con los entrevistados me proporcionaron un rico material acerca de la dinámica de la vida estudiantil por aquellos años, dentro y fuera de la universidad y me permitió observar que el golpe de Estado, que produjo un cambio radical en todos los órdenes, suscitó en muchos de los intelectuales que participaron un importante reordenamiento político e ideológico, lo que implicó, para ellos, una ruptura en los modos de leer, ya que muchas de sus lecturas no daban cuenta del mundo que los rodeaba.

Este modo autogestivo de enseñanza y aprendizaje convirtió esta experiencia pedagógica en una usina de producción teórica. La represión cultural generó una “demanda de leer” orientada que impulsó a quienes participaron de ella a buscar, a través del boca a boca, a quienes pudieran dotarlos de la formación que la universidad les negaba.

El diálogo entre las voces de sus protagonistas y las teorías que abordaron la resistencia cultural me permitió entender lo que significó esta “universidad de las catacumbas”, uno de los momentos más creativos en la producción de pensamiento académico que, a pesar de las restricciones imperantes (o gracias a ellas), generó un cambio radical que modernizó para siempre los estudios literarios.

Pero hay algo quizás más importante que esta experiencia nos dejó como legado: la certeza de que solo resistiendo activa y creativamente se puede enfrentar al poder en su dimensión coercitiva y que pensar colectivamente en contra del discurso dominante resulta una de las mayores “fábricas” de riquezas: la capacidad crítica, es decir, intelectual.

“La universidad de las catacumbas” (Fragmento)

“La dictadura vino y nosotros seguimos, cambiando las estrategias, las tácticas, haciendo un montón de cosas, en principio fundando un grupo, ya aquí de pares que se llamaba ‘el salón literario’ para discutir literatura”, recuerda Beatriz Sarlo, una de las intelectuales más activas en el ámbito del “exilio interno”. En cuanto al destino de su biblioteca personal y a los modos de ampliarla, refiere:

‘En principio, la idea de que acá no se podía tener libros es una idea de la gente que enterró sus libros. Ni Altamirano ni yo enterramos una hoja de papel. Nosotros seguimos con nuestros libros de marxismo, con nuestros Gramscis, etcétera, y tratando de que los que estaban exiliados nos mandaran las New Left Review, El viejo topo, etcétera, para ver dónde estaban las novedades, así que el marxismo inglés nos surgió muy rápidamente. Jaime Rest ya tenía un libro de Raymond Williams y por tanto para nosotros ese nombre ya existía. Bourdieu ya había sido publicado por Siglo XXI acá. Es más, Aricó me ofreció a mí traducirlo y yo estaba tan enloquecida con la militancia que se lo devolví'. (Beatriz Sarlo)

Jorge Rafael Videla. El hombre que encabezó la dictadura militar en Argentina en 1976. (NA:ARCHIVO)

Algunos tomaron los recaudos necesarios para evitar la destrucción de sus libros –mediante la quema o el entierro– que en el caso de un intelectual, cuyos medios de producción comprenden necesariamente la biblioteca personal, hubiera equivalido a una pérdida importante de sus posibilidades laborales.

‘… los libros no los agredí, mi biblioteca no es fundamentalmente política y me la bancaba. Lo que sí eliminé fueron revistas […] Sí disimulé algunos pocos libros, como el de Paco sobre Trelew. Nada más. (Eduardo Romano)

Además de la “importación” del material novedoso, otro de los recorridos para acceder a los libros fue la traducción:

‘Yo creo que mis primeras traducciones de formalismo ruso son italianas, […] mirar Catálogos, la librería italiana Rinaggi (en Córdoba llegando al Bajo) que todavía seguía recibiendo algunas revistas italianas, es como uno encuentra los libros, hoy sería internet. Por ejemplo, para contarte una anécdota típica de esos años: yo tenía un libro de Tinianov que quería dar en uno de los cursos, traducido al italiano, pero no leían italiano, entonces Víctor Pesce consiguió que Raschella nos grabara el libro para los estudiantes del curso y después alguien hizo copias de las cosas más importantes, porque era un libro complicado pero indispensable’. (Beatriz Sarlo)

Josefina Ludmer. Una protagonista destacada de la universidad de las catacumbas.

La búsqueda de novedades en los resquicios que dejaba la dictadura, como la existencia de algunas librerías extranjeras o la traducción oral grabada de los pasajes principales de un libro inhallable en los programas de estudio institucionales resulta un ejemplo de aquellos procedimientos de los consumidores atrapados en las redes de vigilancia, paradigma de la “creatividad dispersa, táctica y artesanal”.

Los viajes de trabajo también fueron, para algunos de estos intelectuales, la vía por la que introducir los textos que en las currículas oficiales no tenían cabida. Una de las responsables de la actualización de los estudios teóricos en la FFyL, Josefina Ludmer, como habíamos visto, venía con valijas llenas de libros y fotocopias de sus viajes a las universidades norteamericanas en calidad de visiting professor. “El norte acumula y el sur piensa” reflexiona uno de sus alumnos, Julio Schvartzman en el homenaje que la FFyL de la UBA le hiciera a esta profesora al cumplirse treinta años de los seminarios de actualización que ella impartió durante los años 1984 y 1985. “Buenas pasadas del ‘débil’ en el orden construido por el ‘fuerte’, arte de hacer jugadas en el campo del otro” llamará De Certeau (2000) a esta forma de apropiación del saber

(...)

El acto de leer clandestinamente, paradigma de la actividad táctica, a partir de operaciones de importación del material bibliográfico, de traducción de textos teóricos, del aprovechamiento de los viajes de trabajo y de las bibliotecas personales de los maestros, así como el recurso de fotocopiar libros en lugares alejados de la zona militarizada de la facultad y la recuperación de clases impartidas en años anteriores, constituyó, según pudimos constatar en los testimonios citados, el modo en que docentes y estudiantes pusieron en juego tácticas con las que generaron una de las experiencias pedagógicas más productivas de la resistencia cultural.

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