¿Romance en el terror? Dos mujeres separadas por un abismo marino lleno de “cosas que no deberían existir”

Después del éxito internacional de su primer libro de relatos, la joven promesa de la literatura inglesa Julia Armfield, alabada por escritoras como Mariana Enríquez y cantantes como Florence Welch, volvió con su primera novela, “un cuento de hadas gótico” sobre una misteriosa expedición al fondo del mar y sus consecuencias en una relación lésbica. Así empieza “Nuestras esposas bajo el mar”.

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"Nuestras esposas bajo el mar", de la joven escritora inglesa Julia Armfield, es una novela que mezcla terror y romance LGBT+ y que parte de una misteriosa expedición al fondo del mar que cambiará sus vidas para siempre.
"Nuestras esposas bajo el mar", de la joven escritora inglesa Julia Armfield, es una novela que mezcla terror y romance LGBT+ y que parte de una misteriosa expedición al fondo del mar que cambiará sus vidas para siempre.

“El océano es inquieto hasta más profundo de lo que crees. De la superficie al fondo, todo se mueve”, le dice Leah, bióloga marina, a su novia Miri después de una misteriosa expedición al fondo del mar que debía durar tres semanas y terminó extendiéndose por meses.

Esa es la premisa que dispara la historia de Nuestras esposas bajo el mar, el segundo libro de la joven promesa de la literatura inglesa contemporánea Julia Armfield. En su primer incursión en la novela, la autora de El gran despertar se aparta de los relatos cortos de su debut y la fórmula que le valió un repentino éxito internacional para aventurarse en las profundidades de una relación amorosa entre dos mujeres que se verá afectada por un terror que, como la marea en luna llena, se irá acrecentando con el correr de las páginas.

“Creo que el terror es el género más romántico y siempre fue así”, dijo Armfield en una entrevista con Télam en ocasión de su primera visita a Argentina, donde vino a presentar su último libro invitada por el FILBA. Y agregó: “El horror y el romance brotan del mismo centro. Ambos géneros tratan sobre el miedo y la muerte, sobre que se está asustado ante la pérdida”.

Nuestras esposas bajo el mar, editada por Sigilo, fue descrita por Florence Welch, la exitosa cantante de Florence + the Machine, como “un cuento de hadas gótico y contemporáneo, de un terror sublime”. Y la reina argentina del gótico, Mariana Enríquez, destacó su “ternura que nunca se pelea con el humor ni con la inteligencia”. Con recomendaciones semejantes, al lector le bastará zambullirse en sus primeras páginas para dejarse llevar por una corriente que, estrepitosa, revuelca pero no ahoga.

Así empieza “Nuestras esposas bajo el mar”

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El océano profundo es una casa embrujada: un lugar donde se mueven en la oscuridad cosas que no deberían existir. «Inquieto» es la palabra que usa Leah mientras inclina la cabeza hacia un lado como respondiendo a algún sonido, aunque la noche está tranquila; afuera de la ventana, el zumbido seco de la calle y no mucho más.

–El océano es inquieto hasta más profundo de lo que crees –dice–. De la superficie al fondo, todo se mueve.

Casi nunca habla tanto o con tanta fluidez. Las piernas cruzadas, mira hacia la ventana con su típica expresión torcida, las facciones escurriéndose levemente a la izquierda. A esta altura ya sé que sus palabras no están de veras dirigidas a mí sino que es solo una conversación que no puede evitar, el resultado de preguntas surgidas en alguna parte aislada de su cabeza.

–Lo que tienes que entender –dice– es que las cosas pueden desarrollarse en condiciones inimaginables. Lo único que necesitan es una piel adecuada.

Estamos sentadas en el sofá como acostumbramos hacer desde que regresó, el mes pasado. En los viejos tiempos, solíamos sentarnos en la alfombra con los codos apoyados en la mesa baja, como adolescentes, mientras comíamos con la televisión encendida. Últimamente ella casi no cena, así que prefiero comer de pie en la cocina para ahorrarme el desorden. A veces me mira comer y entonces mastico todo para volverlo una pasta y saco la lengua hasta que ella aparta la vista.

La mayoría de las noches no hablamos: el silencio es como una espina dorsal que atraviesa la nueva forma que ha tomado nuestra relación. La mayoría de las noches, después de comer, nos sentamos juntas en el sofá hasta la medianoche y entonces le digo que me voy a acostar.

Julia Armfield, que estuvo de visita en Argentina en ocasión de su paso por el FILBA, es una de las más jóvenes promesas de la literatura inglesa, de quien la argentina Mariana Enríquez destacó su “ternura que nunca se pelea con el humor ni con la inteligencia”.
Julia Armfield, que estuvo de visita en Argentina en ocasión de su paso por el FILBA, es una de las más jóvenes promesas de la literatura inglesa, de quien la argentina Mariana Enríquez destacó su “ternura que nunca se pelea con el humor ni con la inteligencia”.

Cuando ella habla, siempre es acerca del océano, junta las manos y declama como para un público muy alejado de mí.

No hay lugares vacíos –dice, y me la imagino leyendo fichas, pasando diapositivas–. Por más profundo que bajes, por más abajo que vayas, siempre encontrarás algo.

Yo solía pensar que existía algo así como el vacío, que había lugares en el mundo adonde una podía ir para estar sola. Creo que eso sigue siendo cierto, pero el error en mi razonamiento era suponer que la soledad era un lugar al que podías ir y no un lugar en el que te dejaban.

Son las tres de la tarde y alejo de mi oído el auricular del teléfono para evitar la música de espera, que parece ser La victoria de Wellington de Beethoven tocada por un sintetizador de juguete. La cocina es un basurero de tazas, la pileta está tapada con saquitos de té. Encima del extractor titila una luz: un pulso muscular en la periferia de mi visión como un párpado que late. Sobre la mesada hay lo siguiente: una naranja a medio pelar; dos cuchillos; una bolsa de plástico de pan.

Todavía no he preparado el almuerzo, aunque saqué varios artículos al azar hace más o menos una hora y luego me reconocí inepta para la tarea. Pegada a la heladera hay una hoja de papel con la lista de las compras garabateada con birome violeta: leche, queso, pastillas para dormir (de cualquier tipo), apósitos, sal de mesa.

La música de espera sigue sonando y yo sondeo el interior de mi boca con la lengua, tanteando los huecos de los dientes como acostumbro hacer cuando espero. Tengo una muela quebrada, un problema que vengo ignorando desde hace varias semanas porque no me duele tanto como para justificar el alboroto. Llevo la lengua hasta la muela, siento la ranura y la separación en la grieta que se extiende por el esmalte. Imagino a Leah diciendo no hagas eso –como solía hacer cuando me pasaba la lengua por los dientes en presencia de otros–, parece que no te hubieses pasado el hilo dental.

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La mayoría de las noches (aunque no se lo menciono a Leah), sueño que escupo muelas sobre las sábanas y pongo las manos bajo el mentón para atrapar los dientes que caen como agua del grifo. El desarrollo habitual de esos sueños es siempre el mismo: agarro y tiro de algo suelto, una pausa, y entonces, de golpe, el derrame. El error parece estar siempre en el hecho de que no tendría que haber tocado la muela de abajo a la izquierda. Siempre es lo mismo: toco el interruptor incorrecto y una lluvia de dientes recompensa mi curiosidad, demasiados para atraparlos con las dos palmas y meterlos de nuevo a la fuerza en la boca, donde las encías son un relieve calvo y rosado debajo del labio.

La línea telefónica chisporrotea y una voz grabada interrumpe la música para decirme por quincuagésima vez que mi llamada es importante, y enseguida recomienza la sinfonía bélica con una hostilidad renovada. Al otro lado de la habitación, Leah está sentada sosteniendo una taza de agua con un gesto curioso, como calentándose las manos, como si sujetara una taza de té. No ha bebido nada caliente desde que volvió, y me pidió que no me preparara el café cerca de ella pues el olor de la cafetera eléctrica ahora parece darle arcadas. Nada de qué preocuparse, ha dicho más de una vez, ya se arreglará.

Es así con estas cosas. Las sensaciones todavía le cuestan: el tacto es doloroso, los olores y sabores son como pequeñas invasiones. He visto a Leah tocar el borde de una tostada con la lengua y retraerla con la cara arrugada, como reaccionando a algo agrio.

–Sigo en espera –digo, sin otra razón que para decirlo.

Ella me mira, parpadea despacio. Por si te interesa, pienso en agregar pero no lo hago.

Esta mañana, a eso de las seis, Leah se despertó y en seguida empezó a sangrarle la nariz. He estado durmiendo en la habitación al otro lado del pasillo así que no llegué a verlo, pero ya me acostumbré a sus patrones, aun en este estado de separación a medias. Ya estaba preparada, incluso me había despertado a las seis y cuarto, a tiempo para alcanzarle una toalla en el baño, hacer correr el agua y decirle que no echara la cabeza hacia atrás. Hoy en día se podría poner la alarma en el reloj: mentón rojo, salpicaduras rojas en la pileta del baño.

La exitosa cantante británica Florence Welch, líder de Florence + the Machine, descbirió a Julia Armfield como una de sus "escritoras favoritas" y a "Nuestras esposas bajo el mar" como "un cuento de hadas gótico y contemporáneo, de un terror sublime".
La exitosa cantante británica Florence Welch, líder de Florence + the Machine, descbirió a Julia Armfield como una de sus "escritoras favoritas" y a "Nuestras esposas bajo el mar" como "un cuento de hadas gótico y contemporáneo, de un terror sublime".

Ella dice, cuando se le ocurre hablar, que tiene que ver con la presión, con su repentina falta. Su sangre no conserva el sentido de los límites que antes reconocía, así que ahora fluye hacia donde le da la gana. A veces le sangran los dientes, o más bien no los dientes sino las encías, lo cual al mirarla no cambia nada.

En los días inmediatamente posteriores a su regreso, la sangre le brotaba inadvertida de los poros, de modo que a veces llegaba y la encontraba alfileteada, llena de puntos rojos, como pinchada por agujas. La doncella de hierro, dijo la primera vez, y trató de reírse: un sonido tirante, como estrujar algo mojado.

Los primeros días todo me parecía aterrador: entraba en pánico cuando ella sangraba, me calzaba los zapatos y le exigía que me dejara llevarla a la sala de emergencias. De a poco me fui dando cuenta de que la habían preparado para esperar esto, o al menos algo parecido. Me apartaba las manos de su cara de un modo que parecía casi ensayado y me decía que no había problema. Además, no puedes salir con esos, Miri, decía, señalando los zapatos que me había puesto sin mirar, no combinan.

En más de una ocasión le rogué que me dejara ayudarla y solo encontré resistencia. No tienes que preocuparte, decía y seguía sangrando, y la obviedad del problema sumada al rechazo de mi ayuda al principio me dejaban frustrada y luego un poco resentida. La cosa se extendió por demasiado tiempo, en vano. Como alguien que de golpe estornuda más de cuatro veces y pierde la simpatía del público, así fue entre Leah y yo. Puedes parar, pensaba en decirle, estás arruinando las sábanas. Algunas mañanas quería acusarla de que lo hacía a propósito y luego mirar para otro lado, cambiar la expresión de mi boca y servirme café, pensar en salir a correr.

Esta misma mañana, en el baño, le alcancé la toalla y la miré embadurnarse las manos con jabón Ivory. Mi madre solía decir que lavarse la cara con jabón era tan malo como dejársela sucia, algo relacionado con los químicos agresivos que quitaban los aceites naturales. Mi madre veía químicos agresivos por todas partes; tenía una carpeta llena de recortes sobre los riesgos cancerígenos de varias carnes, me enviaba libros sobre rayos UV y violaciones de domicilio, un panfleto sobre cómo construir una escalera con sábanas en caso de incendio.

Después de lavarse la cara, Leah se apartó de la pileta. Se tanteó la cara con el dorso de las manos, luego con las palmas, y entonces, de repente, curvó un dedo y lo metió en el párpado inferior del ojo izquierdo y luego en el del derecho, tirando hacia abajo para inspeccionar las cuencas húmedas de los globos oculares. En el espejo, su piel tenía el aspecto de algo rescatado del agua. Los ojos amarillos de un ahogado, de alguien encontrado flotando de espaldas. Estaré bien, dijo, enseguida estaré bien.

Ahora, en la cocina: un ruido confuso en el teléfono. Un súbito click y luego otra voz robótica, ligeramente diferente de la que repetía que mi llamada era importante, me pide que ingrese el número de empleada de Leah, seguido de su número de rango, de su número de transferencia y el número de declaración que debería haber recibido del Centro junto con la licencia final. La voz luego explica que si no puedo ingresar esos números en el orden requerido exacto, me van a cortar. Si me estoy comunicando con ellos es para explicarles que no tengo el número de empleada de Leah: el único motivo de mi llamada al Centro es tratar de conseguirlo. Ingreso todos los detalles que me han pedido, excepto el número de empleada, luego de lo cual entra en línea una tercera voz grabada que procede a regañarme con un tenso parloteo robótico y servicialmente agrega que mi llamada va a finalizar.

Quién es Julia Armfield

♦ Nació en Londres, Inglaterra, en 1990.

♦ Es escritora de ficción y, ocasionalmente, dramaturga.

♦ Escribió los libros El gran despertar y Nuestras esposas bajo el mar.

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