Podemos imaginar al pequeño José observando con atención a su padre manipular los formones, las gubias, lijas, mazos; herramientas de su taller de carpintero. Allí, Harumi Watanabe se dedicaba a restaurar las figuras religiosas populares en madera que sus vecinos le traían. Era uno de sus oficios, aprendido en su Japón natal. Vírgenes piadosas, santos dolientes y cristos crucificados eran objeto de esas restauraciones. Recuperar las partes rotas, sus modos originales, sus expresiones, colores fulgurantes.
Don Harumi era un buen artesano, aunque siempre recibía algún reclamo sobre sus trabajos. Como bien lo recuerda su hijo ya poeta en su breve ensayo Elogio del refrenamiento: “Mi padre era budista, pero ponía el más devoto empeño en resanar las imágenes católicas. Nunca tuvo reclamos, excepto con los cristos. Su fe sosegada y sin dramatismos lo llevaba a pintarle a los crucificados solo una herida discreta en el costado. Entonces sus clientes le exigían las huellas de la pasión, la sangre estridente de la tragedia”.
José Watanabe (Laredo, 1945- Lima, 2007) poeta y guionista de cine heredó ese espíritu “refrenado” de su padre. Porque en la expresión de las emociones “pecho adentro pueden entrar las tragedias, las intensidades, los abismos, pero estos no deben expresarse con largos ademanes”, sigue en su ensayo el poeta, estuvo la clave de su estilo en lo dicho y lo escrito. De su madre criolla Paula Varas, recibió también una “actitud contenida con un matiz de dureza y aire áspero” más una sensibilidad especial por las distintas formas de la naturaleza; los animales, las plantas, las piedras. Ahí, en su Laredo, pequeño pueblo campesino de unos 3.000 habitantes en el norte del Perú.
En 1970 Watanabe recibió el premio del concurso Poeta Joven del Perú por su primer libro Álbum de familia. Eso lo ubicó inmediatamente en la generación del ‘70 de su país. Una generación marcada, como mucha de la poesía latinoamericana de esa década, por su cercanía con el habla popular de la cual él se irá alejando en sus libros posteriores. Así, su estilo se encaminó hacia una observación sensible de la naturaleza acompañada por un lenguaje austero. Como los haikus -poema tradicional japonés de tres versos breves- que escuchó muy de niño recitados de boca de su padre entre “los pollos y los patos del corral” de su casa. Poesía popular donde “la anécdota se eleva al conocimiento”, según sus palabras. Hacia esa zona fueron luego sus poemarios. Desde El huso de la palabra (1989), Historia natural (1994) Cosas del cuerpo (1999) hasta La piedra alada (2005) y Banderas detrás de la niebla (2006).
Distancia y cercanía, abstracción e intensidad; una forma de descubrir la emoción en la palabra justa y en los pequeños gestos de la naturaleza, de los seres vivientes. Lugares donde el sol, la luna, las plantas, la montaña, los animales junto con las mujeres y los hombres se hacen uno y a la vez se separan. Donde la voz poética y el ojo, siempre humano en la poesía de Watanabe, ofrecen una proporción exacta de nuestra limitada travesía en el tiempo, de lo que somos en el planeta: “De estas flores aprenderé, una vez más, / que la poesía que tanto amo solo puede ser/ una fugaz y delicada acción del ojo” (‘Flores’, Banderas detrás de la niebla, 2006).
Realizada a partir de una rigurosa lectura de la totalidad de la obra de José Watanabe, la antología Animal de invierno de la editorial Bajo la Luna, cuya reedición acaba de salir, reúne 66 poemas “sobre la naturaleza y sus criaturas”. La editora Valentina Rebasa, también diseñadora y fotógrafa, fue la impulsora principal de esta exquisita antología. Ella fue quien, junto con Daniel Lipara y Miguel Balaguer, seleccionó con cuidado cada uno de sus poemas.
Valentina Rebasa falleció esta semana en la Ciudad de Buenos Aires a los 52 años. Se fue de manera abrupta con una dignidad y un refrenamiento que hubiera apreciado José Watanabe. Desde su carácter sobrio y perspicaz, fue un pilar fundamental de Bajo la luna, sello ineludible a la hora de indagar la poesía argentina contemporánea más representativa de los últimos 30 años. En palabras de Miguel Balaguer “debemos a Valentina; a su ojo lector, a su inmenso talento estético y a su sensibilidad poética los mejores libros de esta editorial”. Vayan, entonces, estas últimas y sentidas palabras a su querida memoria. Sin consuelo, la vamos a extrañar.
Animal de invierno
Otra vez es tiempo de ir a la montaña
a buscar una cueva para hibernar.
Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas
son como huevos vacíos donde recojo mi carne
y olvido.
Nuevamente veré en las faldas del macizo
vetas minerales como nervios petrificados, tal vez
en tiempos remotos fueron recorridos
por escalofríos de criatura viva.
Hoy, después de millones de años, la montaña
está fuera del tiempo, y no sabe
cómo es nuestra vida
ni cómo acaba.
Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro
en su perfecta indiferencia
y me ovillo entregado a la idea de ser otra sustancia.
He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.
En este mundo pétreo
nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña.
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