Acá en la mano izquierda todavía veo la que me hice a los 5 años, cuando caí sobre los fragmentos de una vidriera rota en una vereda de la calle San Martín, donde mi viejo tenía una tintorería. De todo el episodio solo tengo una foto (mental, antes no se iba con cámara a todos lados) y este cuadradito gris.
Tengo, en la rodilla, la marca de cuando quise destapar un caño con soda cáustica. Algo se mojó, no sé, un trapo y estuve arrodillada sobre él un rato. La idea de ahorrar en plomero terminó con un agujero en mi pierna.
Pienso si una cicatriz es una herida + tiempo. (¿Más vida?)
Pero las cicatrices de ahora son más pesadas, si se quiere. ¿La marca de la enfermedad y el dolor? ¿La mutilación necesaria para vivir? Primero digo que no, que al contrario: las cicatrices son el testimonio de la salvación. Y digo más: muestran una posición activa frente a la enfermedad. Mía, seguro, que fui a los controles y me hice cargo de lo que venía, pero sobre todo de la humanidad como conjunto. Miren lo que somos capaces de hacer. Miren todo lo que aprendimos. Miren estas cabezas que entendieron y siguen entendiendo cómo funcionamos y ponen esfuerzo y recursos en cuidarnos cuando estamos débiles.
Todos vamos a morir, con ciencia o sin ella. En vez de remar y remar para alargar la vida un poco más, unos años más, lo que se pueda, podríamos entregarnos a la fatalidad o a algún designio divino y a otra cosa. No es el caso: los médicos hacen maravillas. Buscan, entienden, curan o calman. Cortan también. Cortan por lo sano.
De todo eso son testimonio mis cicatrices. Un monumento a la racionalidad y al espíritu humanos. A su —nuestro— amor a la vida, al poquito más de vida que se pueda conseguir. A nuestra obstinada resistencia frente a la muerte, esa contrincante que sale a la cancha con el resultado puesto.
Me acordé, pensando en esto, de un cuento que escuché hace tiempo en un podcast. Lo había escrito Lorrie Moore, se llamaba Danza en Estados Unidos y tenía una frase que me quedó rebotando. Era un reclamo: “¡Todo el maldito dinero a la ciencia!”
Lorrie Moore es una escritora estadounidense de esas que valen la pena (te recomiendo mucho ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?).
La protagonista de Danza en Estados Unidos es una bailarina retirada que se gana la vida dando charlas, con el resplandor que queda del antiguo brillo. Las vueltas de la vida la llevan a la casa de un viejo compañero y, aunque hace tanto que no se ven, no tardan nada en amarrar el antiguo lazo.
El compañero tiene un hijo con fibrosis quística, una enfermedad muy dura que afecta los pulmones. Hay investigaciones, progresos pero ¿este chico llegará a verlos? Parece que no porque ya tiene 7 años. Si tuviera 3…
En fin que es él, el padre del chico, el que dice la frase: “No tengo nada contra las artes. Tú estás aquí. El dinero para el arte te ha traído hasta aquí. Es maravilloso. Las artes son fantásticas y maravillosas. Pero en serio: propongo que demos todo el dinero, hasta el último jodido céntimo, a la ciencia”.
De paso, te cuento que esto de las cicatrices me llevó a otro libro leído hace tiempo y que no tiene nada que ver con el anterior salvo en una cosa: una frase que se quedó en mí como con una chinche. “Queremos mostrar la herida, sólo podemos mostrar la cicatriz”, decía mi memoria.
“Queremos mostrar la herida, sólo podemos mostrar la cicatriz”, decía mi memoria.
Se trata de La vida es una herida absurda, un libro cortito que es una especie de diálogo —son dos artículos, en realidad— entre Miguel Benasayag y Luis Mattini, dos antiguos miembros del PRT-ERP, dos protagonistas de los años 70.
Benasayag estuvo preso, logró salir a Francia, se volvió filósofo y psicoanalista, se quedó a vivir en París. Mattini fue el sucesor de Santucho al frente del PRT-ERP. Salió del país en 1976 pero siguió liderando el PRT-ERP hasta 1980. Después se refugió en Suecia y en 1986 volvió al país.
Mi recuerdo tenía que ver con el artículo de Benasayag, que se pregunta por el pasado, su aparición, su insistencia. Cuenta que, en una visita a Buenos Aires tras 10 años, tiene la sensación de que la ciudad, SU ciudad, está escondida detrás de esta con edificios nuevos. “Nos negábamos a enterrar el pasado”, dice. Y aclara que no habla de enterrar la memoria sino al contrario: “La memoria solo existe bajo la condición de que el pasado haya dejado lugar al presente”. “Nosotros”, dice, “no queríamos tener la memoria, queríamos tener el pasado”.
Muchas entrevistas han dado luego como protagonistas de los 70. Los interrogan, dice, como si fueran un pedazo de pasado ahí en directo, como si se pudiera “penetrar el pasado” con el testimonio de quienes allí estuvieron. Pero, dice, nadie está para siempre en una situación pasada y sólo se puede hablar en el presente. “Esta es la herida, parece decir el ‘protagonista’, pero sólo puede mostrar la cicatriz”.
Polémico, claro. Benasayag habla de una cicatriz metafórica o psíquica como si fuera la física (herida + tiempo = cicatriz). ¿Sólo se puede mostrar la cicatriz, el testimonio cauterizado por los años o en este plano hay heridas que no cierran nunca y para la que la fórmula que propongo no es útil?
Pero digamos la verdad de las cicatrices
Bueno, ya sabés, me gusta pensar que la cicatriz es salvación, tomar el toro por las astas, la belleza de la humanidad y bla. Todo eso es cierto pero hay más.
Cicatriz también son días de angustia, miedo, dolor físico y del otro.
La periodista amiga que me cuenta que por años no podía mirar las marcas de sus cesáreas: eran la prueba de que no había podido tener a sus chicos por parto natural, los latigazos de una frustración.
Finalmente, las cicatrices sirven —pueden servir, siempre se las puede ignorar— para hacernos acordar cada vez que entramos a la ducha que las cosas malas también nos pasan a nosotros, que —como dice esa bella expresión en inglés— “shit happens”, la mierda ocurre.
Sirven —si no somos necios, si no tenemos miedo a ser desechados— como una campanita que nos hace tilín tilín tilín, sos mortal, sos mortal.
Está muy bueno ser mortal: hay menos tiempo para perder en pavadas y menos sufrimiento por tonterías. Pero claro: exige bajar un cambio, ordenar prioridades y hacerse caso. ¿Podremos, podré?
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* Patricia Kolesnicov es autora de “Biografía de mi cáncer”, un libro que se puede descargar gratuitamente clickeando acá.
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