Tráfico de animales, proteccionismo y crueldad: cómo las “buenas causas” exponen su lado incorrecto

La editora, escritora y periodista cultural Sonia Budassi acaba de publicar “Animales de compañía”, un libro de cuentos atravesados por distintas formas de animalidad rural y urbana y contradicciones en las relaciones de poder.

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En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos los autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar, por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura y qué sensaciones hubo a medida que eso proceso ocurría.

Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la editora, escritora y periodista cultural argentina Sonia Budassi al calor de los tiempos de militancias proteccionistas de animales, la crueldad y las dimensiones “incómodas” que hacen tambalear y poner en cuestión las categorías de lo bueno, lo bello, lo deseable.

Animales de compañía, de reciente publicación por Editorial Entropía, ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en la categoría Letras. Elegido entre más de mil manuscritos por el jurado conformado por Mariana Travacio, Agustina Bazterrica y Gustavo Nielsen, el libro explora la inadecuación y el conflicto que genera mostrar el lado políticamente incorrecto de las “buenas causas”.

Antes de la presentación— este viernes 2 de diciembre a las 19 en Eterna Cadencia junto a Margarita García Robayo y Agustina BazterricaBudassi escribe que los cuentos de Animales de compañía son un “rodeo sobre los asuntos conflictivos presentes en los relatos, vinculados a los mandatos, a lo que es correcto y lo que no, la dificultad para encajar”. Se trata, entonces, de entrar en la fauna de la incorrección a través de la literatura.

"Animales de compañía", de Sonia Budassi.
"Animales de compañía", de Sonia Budassi.

Cómo escribí “Animales de compañía”

Una vez vi a un hombre patear, desde atrás, las pantorrillas de una mujer al borde de una escalera para “ayudarla” a subir. Lo digo literal: con ese ejercicio del dolor, supongo, esperaba colaborar con que aquella persona, que claramente estaba en un estado narcótico, pudiera avanzar llegar a una habitación donde, debería descansar. Escribir es patear esa pantorrilla por otros medios, es no poder subir esa escalera, es tramitar, palabra tan en uso, la incomprensión, la fiereza misteriosa del mundo de una manera mucho más divertida, lúdica, sin lastimar a nadie. Un acto de voluntad y al mismo tiempo, la persecución de un deseo que se da de manera grácil —más allá de los resultados—, que siempre quedan en la evaluación lectora.

Con perdón de lo cursi, la literatura esconde alguna magia, un acto de fe parecido a aquella en la cual confiamos al abrir un frasquito de emulsiones Just (¿de qué están hechos?); algo a lo que nos entregamos con esperanza de recibir un bienestar, un beneficio pero que, al mismo tiempo, nos incomoda -hay personas que no toleran el perfume de esas sustancias, y repelen, casi asqueados a quienes las usan-.

Y nos hace repensar, cuando escribimos las cosas que escribimos, cuando leemos las que leemos, todo ese cúmulo de obviedades con las cuales lidiamos cada día, todo aquello que damos por supuesto. Escribir es meterme con lo que me molesta, lo que me genera “problemas”, lo que no me cierra, el modo en que tenemos que mentir para sobrevivir, las desilusiones inevitables ante cada descubrimiento de una persona, de una lógica laboral, de una pasión militante que termina en engaño.

Sonia Budassi.
Sonia Budassi.

Entonces Animales de compañía fue surgiendo como una divagación fluida con historias que se me fueron ocurriendo sin pensarlo demasiado —lo cual no quita el proceso de reescritura, corrección, revisión que sigue a las primeras versiones del texto— alrededor de problemas y preocupaciones recurrentes (la literatura es una gran herramienta de conocimiento) abordados desde diferentes maneras.

Esta conciencia del rodeo sobre los asuntos conflictivos presentes en los relatos, vinculados a los mandatos, a lo que es correcto y lo que no, la dificultad para encajar, para funcionar como se supone que nos exige la vida, la sociedad, los trabajos, los códigos amistosos y amorosos, lo que nos piden, exigen, regalan nuestras personas queridas es una reflexión posterior. No algo que una se plantee con racionalidad previa, o repito, de un modo consciente al sentarme a escribir.

Las lecturas van operando, influyendo, cincelando el propio texto de una manera que aún me resulta misteriosa o más bien, imposible de decodificar y expresar de manera humilde: todas queremos escribir como aquellas personas que admiramos; todas leemos en esa tensión plancentera y entregada y el desmenuzamiento de los tonos que nos seducen.

La cuestión estrictamente literaria —bueno, habría que revisar y revisitar esas categorías de lo extra literario y lo que no, un tema casi sociológico— también se ve estimulada por otros eventos que parecen como venidos desde el azar, tener la suerte de que lo hayan elegido entre más de mil libros en el concurso del Fondo Nacional de las Artes, con un jurado de escritoras y escritores admiradas como Mariana Travacio, Agustina Bazterrica y Gustavo Nielsen, funcionan como un súper estimulante “golpecito en la espalda” en un tipo de trabajo donde no rigen reglas como en otro tipo de vocaciones. Una roba tiempo al ocio para escribir; eso no sé si sucede en otras actividades.

La escritora argentina Mariana Travacio, parte del jurado del Premio del Fondo Nacional de las Artes que eligió como ganador el libro "Animales de compañía". (Gustavo Gavotti)
La escritora argentina Mariana Travacio, parte del jurado del Premio del Fondo Nacional de las Artes que eligió como ganador el libro "Animales de compañía". (Gustavo Gavotti)

Los cuentos están atravesados por distintas formas de animalidad rural y urbana, algo con lo que estoy familiarizada por mi crianza en un campo del árido y hostil sudeste bonaerense; y por los imaginarios que todos conocemos: desde las edulcoradas y atrapantes ficciones de Disney y Pixar y las tendencias de “life style” y las ciudades cada vez más “pet friendly”. Lo cual no puede generar más que incomodidad y extrañeza, de la crueldad salvaje en prácticas que mirarían con espanto los proteccionistas (capar terneros, la yerra, mover vacas de un potrero a otro) a los roles sociales que adquieren las mascotas, como familia y sí, como comunidades con quienes convivimos.

Hay relatos con conflictos vinculados a la militancia proteccionista en escenarios como una ONG global, donde las cosas pasan más allá de los idealismos y lo políticamente correcto. Replantear los modos de activismo, cómo chocan a veces los intereses individuales y corporativos tras las “buenas causas” también es algo que me interesó en mis libros previos, y hasta los de no ficción como en La frontera imposible Israel Palestina.

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En el cuento Salvar al mundo, por ejemplo, aparecen muchas contradicciones, relaciones de poder, y conflictos afectivos. También hay historias que tienen que ver con reservas de fauna exótica o tráfico de animales, y donde se cuela la dimensión económica que sigue siendo siempre la más incómoda en los grandes relatos sobre “el bien” y lo que debe ser.

Hay algo vinculado con la inadecuación, presente en mis libros anteriores y que acá continúa. Por ejemplo, en Periodismo, está más enfocado a diferentes ámbitos laborales, en Los domingos son para dormir, a la migración, el cruce campo-ciudad-pueblo, y las relaciones afectivas. En Animales de compañía todos los personajes se mueven en medio de cambios de paradigmas con respecto a lo bueno, lo bello, lo deseable.

Y un cruce entre lo que se da entre las relaciones territoriales y las disputas virtuales. Tanto en el terreno de la seducción, o del alarde, cosas que conocemos todos, y la irrupción de la nostalgia, la melancolía de la tierra prometida perdida; las imágenes de paraísos imaginados que no se concretan.

Me gusta la definición de Pablo Katchadjian, que leyó el manuscrito y escribió, generoso, la contratapa: “Todos están fuera de lugar, o más bien en ese lugar intermedio entre que nada tenga sentido y que todo lo tenga en exceso. El resultado es un nihilismo despechado que, de tan excesivo, por momentos se invierte y se vuelve cómico. O casi cómico: la idea no es traer consuelo”.

“Animales de compañía” (Fragmento)

Salvar el mundo

Mi obsesión por los animales viene desde la infancia. Pasaba horas en un café habitado por fauna de peluche, ese de la zona más arbolada de mi ciudad; mientras iba hacia ahí, caminando con mi madre de la mano imaginaba monos inquietos sobre los árboles frágiles de Shanghái.

Una vez adentro recorría cada mesa mientras ella, lejana, pendiente de sus aparatos, tomaba su café descafeinado. Desde su computadora manejaba la ganadería, “nuestro capital” lo llamaba cuando hablaba con mi tía; para mí eran pobres vacas atrapadas en corrales que me miraban a los ojos profundo y directo; sus pestañas curvas me acompañaban más que las de los dibujos animados de Minnie Mouse en mi celular.

En ese bar temático, con mi vestido preferido –capas de rosado tul; bordadas a mano las pequeñas flores de finos tallos, musculosa de raso blanco y un moño en la vincha prendida a la cabeza– nunca me sentía sola. Ella se ubicaba junto a la ventana, donde pudiera verme, yo iba y venía, cada tanto permanecía frente al orangután o junto al leopardo de patas estiradas sobre la mesa, todos de tamaño natural. No me gustaba el tucán, demasiados colores apelmazados como caramelos surtidos en un frasco al sol. (Pero cuando en Australia conocí uno, me encantó).

Jugaba a convidarle bizcocho a la jirafa; ella, de pie, inclinaba la cabeza como en esos dibujos donde dinosaurios herbívoros estiran su extensísimo cuello como gorda víbora hacia el suelo para beber de un charco, o lo enarbolan, en elegante alarde de precisión, para alcanzar una fruta de la rama más alta. Y a lo largo de las horas tomaba mi té, mi frapuccino o mi leche de soja con cada uno de los animales del bar; sintéticas pieles peludas y madera en armoniosa convivencia estética.

Mi madre tipeaba eterna junto al vidrio casi siempre borroso por la lluvia mientras yo, cada tanto, movía algún peluche pequeño, a escala real, y se lo llevaba. Ella sonreía; quizá pensaba en esperar el fin de la tormenta para irnos. “Las cosas repetidas se estancan, se vuelven algo fijo”, sentenció una vez mi coach de la organización. Me recriminaba no ir tan a fondo con algunas misiones institucionales específicas: separar a ciertos animales de sus dueños o armar campañas contra la tenencia de caballos. Pero a mí su idea del hábito como inmovilidad me recordaba, en cambio, a ese logro de mi temprana edad: tomar como natural la frase “no puedo atenderte ahora” si iba hasta la mesa de mi madre demasiado seguido: un aprendizaje vital.

Existía una medida de tiempo para acaparar su atención plena. Lo disfrutaba, como a los también calculados recreos escolares: cinco a diez minutos por hora cátedra. En definitiva, gran parte de la infancia se trata de eso: mensurar la disponibilidad del otro y, en consecuencia, aprender a ser rechazada. Un adiestramiento sobre los modos en que corresponde buscar compañía y los que implican una invasión. Los animales sí estuvieron conmigo siempre. Vendrá de ahí mi vocación ecologista. Me queda claro que mandaron a Wei, ese falso chino, porque algo de mi trabajo como Directora Regional no los conformaba. Se obsesionaron con la supuesta autonomía de las otras sedes, según leí entre líneas en el último instructivo. Y en una teleconferencia dijeron que mi formación en Ecología de la Producción debía adaptarse al nuevo enfoque de la ONG y a “la coyuntura”.

Quién es Sonia Budassi

♦ Nació en Bahía Blanca, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Es escritora, editora y periodista cultural.

♦ Editó en Revista Anfibia y Ñ. Escribió en sobre arte y literatura en Ñ, Acción, Infobae, Perfil, Arcadia, Rastro de Europa, Radar, Bazar Americano, Crisis y Brando, entre otros. También fue fundadora y coeditora del sello de narrativa Tamarisco.

♦ Publicó los libros de ficción Periodismo, Acto de fe y Los domingos son para dormir y de no ficción La frontera imposible: Israel-Palestina, Apache. En busca de Carlos Tévez —traducido al chino—, Mujeres de Dios. Cómo viven hoy las monjas y religiosas en la Argentina.

♦Actualmente es responsable de la revista de elDiarioAR y se desempeña como docente de literatura, crónica y escritura creativa en el posgrado de Periodismo Literario (UNSAM) y en la Universidad Austral.

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