¿Qué habría pasado si Hitler no hubiera perdido? Carrère les da la bienvenida al impensado mundo de la ucronía

En “El estrecho de Bering”, inédito en español por casi cuatro décadas, el escritor francés Emmanuel Carrère reescribe la historia a partir de la pregunta “¿Qué habría pasado si...?”.

Publicado originalmente en francés e inédito en español hasta la reciente traducción de la editorial Anagrama, "El estrecho de Bering", de Emmanuel Carrère, parte de la ucronía para repensar y reescribir la historia desde la pregunta "¿Qué hubiera pasado si...?".

¿Qué habría pasado si Napoleón hubiera salido victorioso en la batalla de Waterloo? ¿Cómo se habría desarrollado el curso de la historia del mundo si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta? ¿Y si Mozart no hubiera muerto a los 35 años?

En El estrecho de Bering, publicado originalmente en 1986 e inédito en español hasta la reciente traducción de la editorial Anagrama, el escritor francés Emmanuel Carrère reescribe la historia a partir de la ucronía, es decir, un género literario en el que se toma un hecho decisivo (como podría ser la derrota de Hitler en la Segunda Guerra Mundial o la llegada de Cristobal Colón a América) y se imagina, desde la lógica, qué habría pasado de haber sucedido lo contrario.

“La ucronía es como la utopía, pero para el tiempo. El propósito de la ucronía, escandaloso, es modificar lo que ha sido”, explica Carrère en la introducción, cuyo comienzo puede leerse a continuación. El autor, a pesar de considerar que este ejercicio de la imaginación es “uno de los más naturales y frecuentes de la mente humana”, afirma al respecto de las ucronías que “nadie se ha encargado de inventariarlas de modo sistemático” y que “no existe una bibliografía sobre el tema”.

Con El estrecho de Bering, entonces, Carrère viene a suplir esa ausencia en un ensayo más divertido que sesudo y más aficionado que académico. Ganador del Grand Prix de la Science-Fiction, este libro se atreve a aventurarse en la historia de manera condicional con una única pregunta como motor: “¿Qué habría pasado si...?”.

“El estrecho de Bering” (fragmento)

A principios del siglo XX, Giovanni Papini recomendaba abrir en la universidad cátedras de Ignorética, la ciencia de todo lo que no sabemos. Si hubiésemos seguido su consejo, el estudio de la Ucronía estaría ahora mucho más avanzado.

Es una tarea pendiente. Apenas se utiliza siquiera esa palabra. Los especialistas en ciencia ficción la usan de vez en cuando, los historiadores casi nunca y, aunque aparecía en el Grand Larousse del siglo XIX, las ediciones actuales la han suprimido. La acuñó en 1876 el filósofo francés Charles Renouvier, basándose en el modelo de la Utopía a la cual, trescientos sesenta años antes, el canciller de Inglaterra Tomás Moro dio un nombre que iba a tener mayor fortuna.

A la Utopía, del griego ou-topos: que no está en ningún lugar, le corresponde la Ucronía, ou-cronos: que no está en ningún tiempo. A un espacio y, en consecuencia, a una ciudad, a leyes, a costumbres que solo existen en la mente de legistas y urbanistas insatisfechos se superpone un tiempo igualmente regido por el capricho y, en consecuencia, una historia. Sin embargo, el prefijo privativo es fuente de confusión y la analogía entre ambos enfoques resulta menos evidente de lo que parece.

El libro fundacional de Renouvier, titulado Ucronía, tiene dos subtítulos; uno bueno, otro no tanto. El bueno define claramente la disciplina que me gustaría examinar aquí: Esbozo apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino tal como habría podido ser. De eso se trata: de la historia, si hubiera sucedido de otra manera.

El subtítulo no tan bueno, La utopía en la historia, me ha servido más de una vez para explicar aquello a lo que me dedico («En pocas palabras, la ucronía es como la utopía, pero para el tiempo», «Ah, ¿sí?»), pero requiere alguna aclaración.

Supongamos a un hombre descontento con su ciudad. Hace algunos siglos, podía imaginar que había mejores ciudades en un mundo que aún ofrecía espacios inexplorados. Casi todas las utopías clásicas utilizan el mismo artificio narrativo: pretenden ser el relato de un viaje. En una isla remota, ignorada por los mapas, los navegantes encuentran la República ideal. Es Utopía. Pero Tomás Moro, al acuñar esa palabra, nos avisa y nos apena: no hay que hacerse ilusiones, la ciudad perfecta no está en ningún lugar.

¿Cómo sería un mundo en el que Hitler resultó victorioso en la Segunda Guerra Mundial? La ucronía es un género literario que imagina, desde la lógica, cómo habrían repercutido algunos de los hechos históricos más relevantes de haber sucedido de otra manera.

Si, una vez explorada la superficie del planeta y comprobado que ningún lugar es especialmente mejor que aquel en el que vivimos, aún queremos fingir que esa ciudad existe –aunque solo sea para ponerla de ejemplo–, nos quedan dos caminos. Al no estar en la Tierra, puede estar más allá, en el espacio interestelar. Al no hallarse en el presente, puede estar en otro momento del tiempo. Si existió en el pasado, evocamos la edad de oro. Si existirá en el futuro, la utopía se convierte en ciencia ficción. Ninguna de estas afirmaciones contradice lo que sabemos de nuestro mundo. Nadie siente la necesidad de hacer coexistir dos universos en un mismo espacio. Hay suficiente sitio más allá como para abstenerse de amenazar el statu quo entre lo real y lo imaginario.

El mismo solo se ve comprometido si, por ejemplo, un parisino de 1985, en lugar de decir que todo era mejor en la Antigüedad griega, que todo será mejor en 2985, que todo es mejor en Papúa, en China o en Marte, describe una sociedad completamente distinta a la suya, conforme a la idea que se hace de lo mejor –o de lo peor, da igual– y se empeña en fechar el cuadro afirmando que se trata de París en 1985. Es en ese momento cuando estalla el escándalo: entramos en Ucronía.

Domina entonces un descontento diferente. Napoleón fue derrotado en Waterloo, murió en Santa Elena. Es intolerable –al menos, eso es lo que piensa el ucronista– y seguimos padeciendo las consecuencias de esa desgracia. Hay que rectificar ese desacierto de la historia. Anular lo que ha sido, sustituirlo por lo que debería haber sido (si uno se encarga, en nombre de una firme convicción, de leerle la cartilla a la Providencia), o de lo que habría podido ser (si uno se limita a experimentar una perspectiva mental, sin volverse militante).

El propósito de la utopía es modificar lo que es o, al menos, proporcionar los planes de tal modificación. Se trata de algo de lo más razonable y a ello se dedican, por caminos muy diferentes, tanto los hombres que construyen civilizaciones como los que las ansían mejores y confían sus sueños al papel. El propósito de la ucronía, escandaloso, es modificar lo que ha sido. Da forma a una obsesión curiosa y banal a la vez. Imaginar el estado del mundo si tal acontecimiento, considerado determinante, hubiera ocurrido de otro modo es uno de los ejercicios más naturales y frecuentes de la mente humana.

Dadas las circunstancias, más natural y frecuente que construir con la imaginación ciudades ideales. Así se demuestra repetidamente en las conversaciones en el Café du Commerce, en las que se compara la situación actual a la que tendríamos si... (en general, esta última suele salir bien parada), y apostaría encantado a que el hombre de las cavernas, al regresar de una caza infructuosa, ya se complacía en imaginarla mejor y sacar conclusiones (en primer lugar: voy a comer esta noche). Así que los sutiles dichos como «Si los deseos fueran peces, el mundo entero estaría lanzando redes» parecen inventados para poner freno a una tendencia mental que todos compartimos.

El misterio es que, al parecer, ese freno ha funcionado. Que una especie de pereza intelectual, quizá de tabú, ha impedido que la extrapolación razonada en este terreno alcance la categoría de género literario. La utopía sí lo ha conseguido, prueba de la sensatez de sus objetivos: si bien siempre es útil reflexionar sobre el urbanismo y la formación cívica, siempre es estúpido lamentarse por aquello que nunca ha sucedido.

Aristóteles afirma, tajante, que quien se recrea en semejantes reflexiones «razona como un vegetal». Y, de hecho, no nos detenemos en ellas: la ensoñación retrospectiva no se formula o solo se expresa verbalmente. Alimenta una verborrea de café, individual o colectiva, que cierto pudor o quizá el sentimiento de la absoluta esterilidad de la empresa nos impiden compartir a través de la escritura y de la publicación. No obstante, de vez en cuando, el exceso de resquemor hacia una historia sobre la que sentimos que, en un momento muy concreto, se desvió por el peor de los caminos –la melancolía de ver truncada la expansión del imperio napoleónico o a Mozart morir a los treinta y cinco años– inspira un acto de rebelión escrita contra la implacable autoridad de lo que sí ha sucedido.

Y también, de vez en cuando, una mente curiosa, con tendencia a las vanas abstracciones que denuncia Aristóteles, se esfuerza por plantear de manera racional la pregunta «¿Qué habría pasado si...?» y, a partir de los datos de los que dispone, juega a extrapolar. En este breve libro, me gustaría examinar algunas de esas rebeldías y de esas experiencias.

Hace un momento he dicho que si todo el mundo se recreara más o menos en ello, en todo caso siempre a escala individual, casi nadie escribiría ucronías. En realidad, no lo sé. Solo sé que nadie se ha encargado de inventariarlas de modo sistemático, que no existe una bibliografía sobre el tema, que la palabra no figura en el catálogo de materias de la Biblioteca Nacional y que, hasta ahora, tan solo Jacques van Herp (en un capítulo de su Panorama de la science-fiction) y Pierre Versins (también en un capítulo, magistral, de su Encyclopédie de l’utopie, des voyages extraordinaires et de la science-fiction) han explorado, de forma parcial, esta disciplina, de manera que mis fuentes son tan solo unos cuantos libros dispares, señalados por estos dos investigadores, encontrados al albur de mis lecturas, vinculados con el tema a través de tal o cual detalle de la trama y muy limitados en el tiempo y el espacio.

La primera ucronía que detecta Pierre Versins data de finales del siglo XVIII; el resto pertenece a los siglos XIX y XX, y solo hablo de libros franceses y anglosajones. No hay prueba alguna de que alguien escribiera ucronías, ni obras que incluyan aspectos ucrónicos, antes de 1791 ni en otras lenguas. Pero a no ser que lea toda la literatura portuguesa del siglo XVI, no veo cómo puedo descubrir las ucronías portuguesas del siglo XVI, si es que existen. Así que tendremos que conformarnos con la parte que emerge de este iceberg literario, a la espera de estudios más consistentes.

A priori, me parece extraño que se escriban tan pocas ucronías o que sean tan poco conocidas; también me extraña que no se escriba sobre la ucronía. Confieso haber sentido una vanidad pueril al considerarme pionero en un ámbito del conocimiento, por ínfimo que sea este. También he sentido la leve paranoia que matiza esa vanidad, la sospecha de que, sin yo saberlo, el tema ya estaría controlado por especialistas que se me echarían encima en cuanto apareciese este trabajo de aficionado.

Después de dudar primero y de estar convencido de haber levantado una liebre, de haber sacado a la luz un tema importante después, esperaba de su estudio enseñanzas inéditas. Enseñanzas sesgadas, implícitas, enseñanzas de mal informados, pero aun así enseñanzas, sobre la historia, la literatura y los sueños que las agitan. Porque, si lo pensamos bien, la ucronía no es un asunto desdeñable o, al menos, las cuestiones que plantea no lo son.

¿Qué es determinante en la historia humana? ¿Cómo representan los seres humanos la cadena de causas y efectos que, en esencia, conforma la historia? Y, de hecho, ¿consiste solo en eso? ¿Tiene una dirección? Si la tiene, ¿quién se encarga de que se respete? ¿Es posible desviarla? ¿De qué se componen nuestras añoranzas, cómo se tejen los hilos del tejido de nuestras vidas?

Quién es Emmanuel Carrère

♦ Nació en París, Francia, en 1957.

♦ Es escritor, guionista y realizador.

♦ Escribió libros como El adversario, Limónov, El reino y Yoga.

♦ Recibió galardones como el Grand Prix de l’Imaginaire (1987), el Premio Femina (1995), el Premio de la lengua francesa (2011), el Premio Hemingway for Literature (2019) y el Premio Princesa de Asturias de las Letras (2021).

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