Un padre difícil, un embarazo adolescente y un andrólogo del Opus Dei: ¿cómo se hace un varón?

En “Diario del argentino deconstruido”, Patricio Zunini expone los conflictos de un hombre en tiempos de mujeres. ¿Se puede escapar de los mandatos patriarcales? ¿Cuál es el lugar de las masculinidades en la lucha feminista?

El escritor y periodista Patricio Zunini publicó "Diario del argentino deconstruido", libro en el que discurre sobre los conflictos del hombre en tiempos de mujeres. (Sabina Islas)

Diario del argentino deconstruido, del escritor y periodista Patricio Zunini, es un libro que en su título juega con al menos dos equívocos. Según afirma el autor de libros como Fogwill: una memoria coral y Qué es un escritor, ni es un diario ni él es un hombre deconstruido.

Para quienes todavía no conozcan este último término, Zunini lo explica en una entrevista con Infobae Cultura al momento de la publicación del Diario, contenido exclusivo de Indie Libros: “Es una categoría extraña. Yo no creo haber superado los propios límites de mi educación sentimental, de los mandatos paternos y familiaes. Creo que estar ‘deconstruido’ implica haber dado una vuelta y mirar entonces desde el otro lado y entiendo que yo no he terminado de dar esa vuelta”.

Pero si este libro no es un diario ni su autor está deconstruido, entonces, ¿qué es? Se trata de la exposición de los conflictos de un hombre, criado bajo ciertos mandatos que abrevan en el patriarcado, en tiempos en los que la mujer fue ganando terreno y preponderancia en lo social, político, cultural y legislativo. Esta tendencia, además, solo continuó incrementándose desde su publicación en 2019, entre otras cosas, por la legalización del aborto.

Desarrolló el autor: “Yo escribo desde el patriarcado, crecí en una forma patriarcal entonces es incómodo que mi voz podría representar a un conjunto de gente o avalar una lucha de mujeres. No me siento representante de ningún conjunto de varones ni autorizado para avalar ninguna lucha de mujeres. En todo caso este libro es una manera de revisar aquellas ideas que damos por sentadas que nos constituyen como personas, para revisar alguna de esas verdades. Pienso este texto como inicio de debates. Porque romper con los mandatos patriarcales nos puede hacer más libres”.

Así empieza “Diario de un argentino deconstruido”

Mi primer trabajo fue como asistente de un andrólogo que se dedicaba a la fertilización asistida. Tenía que llevarle unas planillas en Lotus —la versión prehistórica del Excel— donde registraba el conteo de espermatozoides de los pacientes en tratamiento. El médico era del Opus Dei y había desarrollado un método de recolección que esperaba fuera aprobado por el Vaticano: básicamente era un preservativo con microagujeros que permitía colectar el esperma, pero que, a la vez, dejaba pasar una cantidad suficiente como para no ser una barrera anticonceptiva.

En mi recuerdo, el laboratorio era el escenario de una película de Terry Gilliam: un subsuelo en la Avenida Córdoba con luces fluorescentes, una mesa larga cubierta de microscopios y tubos de ensayos, televisores de 20 pulgadas en mesitas móviles, personas con barbijos y guantes de látex que se desplazaban entre susurros.

El médico miraba las muestras en un microscopio muy potente que había conectado a una computadora y a una tele. Era 1990; no sé cuántos lugares como este habría en Buenos Aires. Yo me sentía en la NASA. Lo curioso era que todo el avance tecnológico tenía un cierre artesanal. En la pantalla de le tele habían pegado una transparencia con la medida estándar de un espermatozoide sano y el médico se quedaba un largo rato moviendo las lentes con el mouse y anotaba en una hoja cuadriculada los tipos de malformaciones que veía: espermatozoides sin cabeza, con dos cabezas, con una cabeza muy pequeña, sin cola, con dos colas, etc. Después yo volcaba esos datos en el Lotus, imprimía gráficos y generaba estadísticas.

Mi trabajo era muy repetitivo: aburrido. Me daba lo mismo que estuviera graficando el conteo de espermatozoides, la cantidad de autos en un peaje, estrellas en un cuadrante del cielo, ovejas saltando una cerca. Pero para el médico era crucial. Con las planillas y las curvas, planteaba distintos procedimientos a la pareja —su paciente era el hombre, pero él hablaba con la pareja— para seguir adelante.

Había uno, por ejemplo, que consistía en tomar el esperma y con una pipeta llevarlo un “poco más arriba” en el canal vaginal para evitar la acidez del flujo. Algo no muy diferente de lo que se hace con toros y vacas.

Todos los métodos, sin embargo, terminaban de la misma manera: había que encomendarse a Dios. Nada más poderoso que la oración, decía.

Patricio Zunini, escritor, periodista, profesor y agente cultural, fue coordinador general de la Fundación Filba y editor del blog de Eterna Cadencia. (Alejandra López)

Los modos de entender el mundo de la ciencia y la fe están más imbricados de lo que cualquier científico o religioso quisiera admitir. Tanto así que, como dice Yuval Harari, la manzana aparece en los dos mitos fundacionales: la de Adán, la de Newton.

Al terminar el secundario, tuve un paso fugaz por la facultad de Medicina; de ahí el trabajo con el andrólogo. Fue una imposición familiar de la que me logré desmarcar rápido aunque no a tiempo. Después de algunos meses estudiando Anatomía, Química y Embriología —que, ejem, aprobé con diez—, mamá me preguntó: “Bueno, ahora que ves lo complejo que es el cuerpo humano, ¿ahora sí creés en Dios?”.

En un universo dado a la entropía y el olvido, las coincidencias suelen leerse como la intervención de Dios. La fecundación es el milagro de la sincronía. El encuentro entre el óvulo y el espermatozoide se debe dar en un momento determinado, una ventana de menos de 72 horas en torno al día 14 del ciclo de la mujer. Claro que no hay precisiones y la procreación es un camino largo y sinuoso que corre por el terreno de lo fortuito.

Una vez producida la unión de los gametos comienza una actividad celular agotadora: el huevo —o cigoto— se divide en dos, cuatro, ocho, y así sucesivamente, formando primero la mórula y luego el blastocisto, que, hacia el sexto día, está en condiciones de implantarse en el útero. Comienza entonces a producirse la hormona gonadotropina coriónica y el embarazo puede detectarse con un análisis de sangre.

Mis hijos nacieron a ambos lados de la revolución de internet. Con el menor, que es del 2006, pudimos seguir su crecimiento gracias a un sitio web que nos mandaba un correo electrónico por semana contándonos por qué etapa iba. Semana 4: “Tu bebé crece a pasos agigantados”. Semana 5: “Tu bebé comenzó a desarrollar el espinazo, que es el principio del cerebro, los nervios y la médula espinal”. Semana 6: “Si pudieras ver de cerca a tu bebé ya distinguirías su cabecita”. Semana 7: “El corazón de tu bebé late regularmente y sus órganos vitales como los riñones ya se están desarrollando”.

El peso de las palabras. La costumbre de decirle bebé tiene una razón tanto emotiva como cultural, sobre todo en un país que adopta el catolicismo como religión oficial. El bebé es una certeza, tiene entidad, existe, está. Lo cierto es que a esta altura todavía es un embrión de 0,8 cm. Mide lo que una uña. Recién a partir de la octava semana cambiará la manera en que se lo nombra; de ahí en adelante será un feto.

Semana 14: “Tu bebé tiene los ojos cerrados porque de esta forma se protegen, ya que todavía faltan las etapas críticas del desarrollo de los órganos visuales. Madura la zona del oído y comienzan a desarrollarse las cuerdas vocales. ¡Tu bebé ya tiene huellas dactilares!”

2018 fue el año del pañuelo verde, pero el aborto lleva en agenda un poco más de tiempo. La primera discusión fue a mediados de los 80: de 1880. Fue en la época en que Sarmiento consiguió que la educación quedara por fuera de la órbita eclesiástica. Recuerdo el gran debate que se dio en los 80 —de 1980, por supuesto—, con discusiones en la tele y grafitis de los Vergara en las paredes de Belgrano y Palermo.

Cada derecho ganado —arrebatado— a la concepción de familia impuesta por la Iglesia parecía tener como propósito ulterior la legalización del aborto, la madre de todas las batallas. El divorcio, la unión civil, el matrimonio de personas del mismo sexo: cada una venía acompañada con el ruido de las rotas cadenas del aborto.

Desde hace siete años —y este será el octavo— se presentan en el Congreso diferentes proyectos para legalizar la interrupción voluntaria del embarazo. El proyecto del año pasado, ese que generó tantas expectativas y provocó marchas y contramarchas, el que obtuvo la media sanción en Diputados y quedó a siete votos en el Senado, sostenía en su primer artículo —de un total de trece— que, “en ejercicio del derecho humano a la salud, toda mujer tiene derecho a decidir voluntariamente la interrupción de su embarazo durante las primeras catorce semanas del proceso gestacional”. Catorce semanas: tu bebé ya tiene huellas dactilares.

En la Argentina existe un protocolo de aborto no punible, pero quienes reclaman la ley dicen que es insuficiente, ya que los casos que contempla son embarazo por violación, embarazo de discapacitadas mentales y riesgo para la vida o la salud de la madre. Las razones por las que una persona elige no tener un hijo exceden al protocolo —que, además, está librado a la interpretación de jueces y médicos— y las mujeres que atraviesan un embarazo no deseado son forzadas a la maternidad o a la clandestinidad, que en muchos casos mata: el aborto es la principal causa de muerte materna.

Al ser una práctica ilegal, no es posible obtener datos precisos sobre la cantidad de abortos que se realizan en el país. Pero en 2015, el Ministerio de Salud de la Nación calculó que se realizan entre 370 y 522 mil por año. La estimación surge de un estudio de la Organización Mundial de la Salud que revela que, en América latina, se produce más de un aborto inseguro por cada tres nacidos vivos.

Albert Camus decía en El mito de Sísifo que el suicidio era un problema filosófico. El aborto es, sobre todo, un problema político. Es una pulseada en la que intervienen muchas instituciones y que tiene en segundo plano otra pelea más profunda pero más difusa —y, por lo tanto, más inquietante—: la ley sería un triunfo del feminismo ya que implicaría la autonomía de las mujeres sobre su propio cuerpo.

¿Cuál es el lugar del hombre en la lucha feminista? ¿Es relevante su opinión en debates como el aborto?

Teníamos 16 años y mi amiga Florencia quedó embarazada. Una noche, tarde, tocó el portero eléctrico y le dijo a mamá que necesitaba verme, que tenía algo importante que decirme. En la cara de mis padres se prendió una señal de alarma. Bajé intrigado, claro, pero sin pistas de lo que podía pasar. Florencia era así. Para ella podía ser cuestión de vida o muerte el estampado de una remera, la música horrible del vecino o los temas de la próxima prueba de física: éramos típicos adolescentes.

Lo raro es que hubiera venido a casa, si nos llamábamos por teléfono casi todas las tardes. En esa época yo tenía el corazón roto por una pelirroja que no me había correspondido y Florencia me escuchaba hasta el agotamiento. A veces prendíamos la tele y mirábamos lo mismo, cada uno de su lado de la línea. Yo escribía poemas —malos, muy malos— y se los leía; ella me contaba las peleas con el hermano menor. Hablábamos hasta que alguna de las madres nos gritaba que basta por favor, corten de una buena vez.

Abrí la puerta de calle y me señaló. “Estoy embarazada”, me dijo. Con bronca, enojada conmigo y con el mundo. Quise abrazarla, pero la sorpresa me desdibujó el movimiento y me quedé en un amague ridículo. Me recosté en la puerta y ella en la pared; nos quedamos a dos metros de distancia. No nos movimos en lo que duró la conversación, que, por lo demás, fue breve. Ella escupía las palabras; usaba frases secas, filosas. Yo la escuchaba de brazos cruzados. Me contó que había empezado a verse con un compañero de su escuela y, demasiado pronto, había quedado embarazada. Ahora el pibe se había borrado: los padres lo habían mandado al Uruguay con una tía o una prima. Estaba sola. No sabía qué hacer, no sabía cómo decírselo a los padres. Me pidió que la acompañara, pero me negué. Le di una serie de razones sumamente lógicas y juiciosas, pero la verdad es que tenía miedo.

Volví a casa vencido. Papá me estaba esperando. “Tuvo un quilombo con el novio”, le dije, “una boludez”. Y agregué hipócrita: “No sé para qué mierda me mete si yo no tengo nada que ver”. Florencia y yo dejamos de vernos. Supe por un amigo en común que los padres se la llevaron de vacaciones a Europa. Estaba de ocho semanas.

Al poco tiempo empecé a trabajar con el andrólogo. Como el laboratorio tenía una biblioteca científica bastante poblada, en los tiempos muertos hojeaba algunos libros. Recuerdo uno de tapa verde que contaba la historia de Anton van Leeuwenhoek, el holandés que descubrió los espermatozoides.

Antes de dedicarse a la escritura y el periodismo, Zunini trabajó como asistente de un andrólogo del Opus Dei especialista en fertilidad. (Getty)

La memoria es un animal peligroso. Tan unidos que éramos y durante treinta años borré a Florencia de mi mente. Vuelvo a mi adolescencia y pienso en la de mi hija. ¿Cómo hubiera vivido ella un embarazo adolescente? ¿De qué forma la hubiéramos acompañado los padres, que, además, estamos divorciados? ¿Cómo la hubieran mirado en la escuela? ¿Cómo habría seguido con su vida?

Si saliera la ley del aborto legal, seguro y gratuito, la realidad de Florencia y tantas otras chicas como ella y tantas otras que no tuvieron ni tienen la posición económica como para irse de vacaciones, sería notablemente distinta. La Argentina, decía el proyecto, sería un país más justo y equitativo si se pudiera elegir: “La maternidad no puede ser una imposición”.

El aborto es un límite incómodo. Sé que, en tanto hombre, sólo lo puedo pensar en relación a las mujeres de mi vida. Son sus argumentos, sus decisiones, sus pañuelos los que me interpelan. ¿Cómo conviven en mí el reclamo por la legalización del aborto y la oposición a la pena de muerte?

Una rama de la ciencia identifica al huevo —o cigoto— como una célula viva, aunque no como una persona. Recién será considerada como tal a partir de la semana 25 de gestación, cuando el feto haya desarrollado el sistema nervioso y la corteza cerebral, y sea capaz de percibir estímulos sensoriales. Lo que nos hace humanos es la capacidad de sentir dolor.

La pregunta es cuánto.

Quién es Patricio Zunini

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1974.

♦ Es periodista, escritor, profesor y agente cultural.

♦ Fue coordinador general de la Fundación Filba y editor del blog de Eterna Cadencia.

♦ Escribió libros como Román: el hombre que marcó la historia de Boca, Fogwill: una memoria coral y Qué es un escritor.

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