Jonathan Swift (1667-1745), el insigne autor de Los viajes de Gulliver (1726), dio con la solución a dos problemas casi perpetuos de su Irlanda natal: el hambre y la indigencia.
En un ensayo anónimo publicado en 1729, defendió a capa y espada las bondades de la antropofagia infantil. En este caso, la idea de Swift era que los pobres vendieran sus tiernos vástagos como alimento para ricos, llegando incluso a sugerir cómo cocinarlos. Cual panacea cervantina, esta práctica contrarrestaría las hambrunas que asolaban la isla y que, años más tarde, ocasionarían la emigración de millones de irlandeses.
Una sátira incómoda
Si a usted le choca la propuesta, sepa que no debe entenderse literalmente. Pero eso hicieron muchos de sus compatriotas. ¿Sabía Swift que el escándalo estaba asegurado? Muy probablemente. Como profundo conocedor de la condición humana y de los mecanismos de la sátira, sin duda previó la reacción que su tratado provocaría. Lo hizo adrede.
Titulado Una humilde proposición para evitar que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o el país, y para que aporten un beneficio público, en él confluyen dos fuerzas irreconciliables en acto y respuesta.
Es decir, su detallada argumentación, tono formal e intención cívica justifican por un lado la medida. Por el otro, multiplican el desasosiego propio del salvajismo grotesco de esta. Si la progenie menesterosa de su país es un problema, mire usted, cómasela en beneficio de todos.
Malos tiempos para la sátira
La sátira implica el uso de un humor exagerado para criticar personas o ideas, exponiendo con ironía su hipocresía o ridiculizando sus vicios y errores. Que corren malos tiempos para el género es más que evidente. La corrección política no solo trae consigo el peligro de coartar la creatividad artística. También la fuerza expresiva de aquellas creaciones con un marcado carácter de denuncia social.
Sin ir más lejos, Charles Dickens (1812-1870) empleó la sátira sin limitaciones en Canción de Navidad (1843). En este relato, el novelista dirigió sus críticas no solo hacia las sangrantes injusticias sociales y la deshumanización reinante en la Inglaterra decimonónica. También apuntó a las por entonces muy populares profecías de catástrofe demográfica del economista Thomas Malthus (1766-1834) asociando sus teorías a Scrooge: a su juicio, antes de las tres visitas fantasmales y su conversión moral de cruel misántropo a buena persona, si tanta gente sobra, que se mueran y todo arreglado.
El humor en todas sus tonalidades es algo muy serio; el arte no lo es menos. Pero cuando estos no surgen únicamente por amor a sí mismos, ni brotan como catarsis, desquite, pose intelectual o forma de sustento, sino que buscan además contribuir a mejorar la vida en sociedad, acaso hay que tomárselos más en serio aún. En especial si recurren a una retórica impactante, como la contundencia visual –en ocasiones no exenta de atisbos de humor negro– de las campañas de concienciación para evitar siniestros de tráfico.
Inmisericorde, la sátira social saca a la luz injusticias y conductas hipócritas. Busca no dejar indiferente. A su vez, se alimenta de un caudal de ironía constante diciendo lo contrario de lo que se quiere dar a entender. Esto apela a nuestra inteligencia. No basta una pincelada acá y allá para cuestionar las instituciones disfuncionales. Y Swift las conocía bien, puesto que fue el deán de la dublinesa catedral de San Patricio desde 1713 hasta su muerte en 1745.
¿Merece la pena la sátira?
Swift dirigió su sátira hacia aquellos que no predicaban precisamente con el ejemplo. Ya fueran católicos, protestantes, irlandeses, angloirlandeses o británicos, casi nadie entre los pudientes se tomaba en serio las penurias de los pobres. Y no solo en Irlanda. Dichas miserias incluían por supuesto la incultura y el analfabetismo. Muchos de los pocos que sabían leer y escribir tampoco entendieron la premisa satírica de Swift, y eso pese a que fue un género muy extendido en su época. El mensaje surtió efecto, pero la profundidad del problema persistió.
¿Ocurriría algo similar hoy día? ¿Justificaría el fin los medios? Cabe preguntarse si el humor tiene límites o debe acotarse. También elucubrar quién sentiría una ofensa más honda: quienes no ejercen su responsabilidad moral o aquellos cuyo exiguo sueldo apenas les da para malvivir. Esta disyuntiva no es banal. Uno de los signos inquietantes de nuestros tiempos es la presencia de actitudes polarizadas ante los mismos problemas.
Pero, irónicamente, también la de reacciones demasiado coincidentes. Y eso es preocupante, porque siempre salen perdiendo las libertades inalienables del ser humano. Dicho temor sugiere George Orwell (1903-1950) en 1984 (1949), una sátira sobre los totalitarismos del siglo XX. En vez de recurrir al humor incómodo de Swift o Dickens, ofrece en cambio una exageración amarga de las tendencias sociales y políticas de su tiempo. Para él, que se fiscalizara el libre pensamiento de los individuos –en este caso mediante una policía del pensamiento y la omnipresencia del Gran Hermano– era una posibilidad muy real dentro de la dimensión distópica de su novela.
Muchas piezas satíricas, literarias o no, fueron anónimas para evitar represalias. Esto invita a especular si hoy día se hubieran amparado en esa falsa sensación de impunidad que proporcionan las redes sociales. Hay quien, bien informado o no, opina e incluso disemina odio y falsedades. Otros se andan con tiento excesivo a la hora de ofrecer necesarios y honestos juicios de valor. El equilibrio entre la libertad de expresión, las normas escritas, el ejercicio de la dignidad y el temor a ser criticados es, por tanto, tenso.
¿Sigue estando legitimada la tradición literaria en pleno siglo XXI para desempeñar con éxito su función social? Cada vez más, sin duda, supone un reto despertar consciencias entumecidas por la tecnología y las comodidades de la vida contemporánea, o empañadas por determinadas posiciones ideológicas. Es menester, a través de la elocuencia de la palabra, invitar con falsa amabilidad o crudeza al público a que abandone su zona de comodidad ética y estética, y que así se replantee lo que tiene ante sí.
Si tamaña hazaña se consigue recurriendo a los modos de la sátira actual, es decir, la parodia, lo metafictivo, lo distópico, una ironía mordaz o a grotescas caricaturas de actitudes o individuos, la respuesta ha de ser inequívoca: injusticias como el hambre, los abusos de poder y la corrupción, el racismo, la pobreza, la superpoblación del planeta, el acceso limitado a recursos básicos, las consecuencias del cambio climático, las desigualdades de género, la guerra y la codicia humana siguen ahí. No se han marchado.
Conmover y persuadir –artera y libremente– a los demás en aras de erradicarlas debería, quizás, como humilde proposición, primar sobre otras consideraciones.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
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