Cuando el editor Thomas Niles en 1867 le pidió a Louisa May Alcott que escribiera un “libro de chicas” ella respondió con un no rotundo. Nunca le habían gustado las chicas, le explicó, solo estaba cómoda en el salvaje mundo de los varones. Pero Niles no comprendió, o no quiso comprender. Entonces ella, que necesitaba el dinero desesperadamente, recordó los juegos de sus tres hermanas y sobre todo los dos únicos años de paz que su excéntrica familia había pasado en Concord.
Gracias a este malentendido se creó Mujercitas, el gran clásico juvenil del siglo XIX, el manual de formación femenina más popular del veinte, escrito por una mujer que quería ser un hombre.
¿Cómo pudo una autora que decía sentirse “un varón tras su delantal de costura” hablar con tanta elocuencia de la construcción de la femineidad? (Porque ella sabía, antes que Simone de Beauvoir, que mujercita no se nace sino se que construye). La única respuesta posible es, como siempre, la literatura. Y es que Mujercitas, la novela de iniciación que inauguró el género para chicas, es un formidable ejercicio de autoficción.
Anclada en elementos reales, como la estructura de su propia familia, Louisa May Alcott tuvo que ejecutar una compleja operación ficcional al describir la historia de una convencional familia cristiana. Nada más alejado de las convenciones que los turbulentos Alcott –filósofos, nómades, fanáticos veganos, pobrísimos hasta la inanición.
Fruitlands nació en junio de 1842 cuando Bronson Alcott, junto a un puñado de otros filósofos, creó una comunidad utópica en las afueras de Concord. El padre de Louisa, mencionado por Nathaniel Hawthorne en el prefacio de La letra escarlata, fue uno de los más notables filósofos y educadores de la escena del siglo XIX. Era un anarquista abolicionista radical al extremo de perder su escuela Masonic Temple por incluir entre sus alumnos a un niño negro (antes había puesto su vida en peligro al salvar del linchamiento a un esclavo fugitivo). En 1843 estuvo detenido y a punto de ser encarcelado por negarse a pagar impuestos alegando motivos ideológicos.
Fruitlands fue un experimento de socialismo utópico á la Fourier: los animales y los filósofos fueron absueltos de la ética del trabajo e invitados a dar un paso al costado “fuera del sistema de contratación”. Los únicos miembros no filósofos del falansterio – de quince personas en total- eran la señora Alcott y sus cuatro niñas de entre trece y tres años, sobre las que recayó todo el trabajo doméstico y de granja.
Los colonos, grandes y chicos, tenían interdictos la carne, el azúcar, la leche, la manteca y el queso, entre otras cosas, como cualquier tipo de dulce o golosina. De modo que los modelos de Meg, Jo, Beth y Amy (Anna, Louisa, Lizzy y May) en su infancia no tuvieron tarta de manzanas ni el calor de un hogar. Las cuatro niñas sobrevivieron gracias a la caridad de los vecinos. Louisa, que recordó toda su vida la experiencia, tenía once años en ese momento.
La prohibición de usar lana o algodón empezó a inquietar a la señora Alcott cuando llegaron los primeros fríos. Nueve meses después de haber comenzado, débiles y exhaustas, Abigail Alcott y sus hijas abandonaron la comunidad. Sin ellas, Fruitlands pereció en horas. Años después Louisa, que llamaba a los Alcott “La Familia Patética”, relató sardónicamente la experiencia en un cuento titulado “Salvaje Avena Trascendentalista”.
Las mudanzas constantes de la familia, treinta en total según los cálculos de las hermanas, solo cesaron en la época de Hillside, la preciosa casita de madera donde vivieron desde 1845 y hasta 1848. Bajo la protección de Waldo Ralph Emerson, mentor de Bronson y de la pequeña comunidad de filósofos de Concord, allí Anna y ella tuvieron por primera vez una habitación individual para cada una. Después de Fruitlands, Hillside fue el paraíso. Louisa tenía entre 12 y 15 y escribía sin parar, encerrada en su cuarto, solo para salir a correr por el bosque, que nacía en el jardín de la casa.
“Ningún niño podía ser mi amigo hasta que yo no le ganara una carrera, y ninguna niña lo era si se negaba a trepar a los árboles, saltar cercas o hacer cosas de varones”, contó después. En el hueco de un árbol hachado armaron una oficina de correos, como en Mujercitas. Fueron los últimos días de una infancia feliz.
En Hillside solían tener huéspedes, a veces alumnos de Bronson, de Anna o de Louisa, a los que Abigail cuidaba, un esclavo fugitivo al que Louisa enseñó a leer, un niño con discapacidad mental, muchachas perdidas, esposas maltratadas, gente pobre que Bronson encontraba en los caminos.
Pese a la ayuda de Emerson, que con delicadeza solía dejarles dinero escondido bajo un plato o en las páginas de un libro, las conferencias de Bronson o los huéspedes no rendían lo suficiente para solventar los gastos. El fin de Hillside y la mudanza a unos cuartitos de Boston coincidieron con la fragmentación de la familia.
Aun antes, en 1847, las hermanas se separaron: Louisa fue enviada a pasar unos meses en casa de unos amigos de sus padres, Anna pasó el otoño enseñando en Walpole, New Hampshire, mientras vivía con unos parientes, y Lizzie, tan tímida como su álter ego Beth, pasó el invierno con unos familiares en Boston. Hasta Abigail, la madre del clan, en 1848 se fue tres meses a trabajar como supervisora de enfermeras en un centro de hidroterapia de Maine. A partir de ese momento Anna y Louisa trabajaron de pueblo en pueblo, en Nueva Inglaterra, como maestras o empleadas de limpieza. Se mudaban tanto que ni alcanzaban a sacar la ropa de los baúles.
La escena del corte de pelo de Jo, que despertó un grito de horror en las lectoras de dos continentes, fue inspirada en un hecho real. Durante una de las crisis financieras familiares, Louisa se presentó en una barbería y se soltó el pelo, que le llegaba hasta los pies, para preguntarle al barbero cuánto le daría por él. La suma era tan alta que decidió hacerlo. A último momento, el inesperado préstamo de un amigo de sus padres lo impidió, pero el acto sacrificial se ofició cuando enfermó de fiebre tifoidea durante la guerra civil, mientras trabajaba de enfermera. Sin embargo, el corte de pelo tuvo un beneficio secundario no menor para Jo cuando admite, entre risas y lágrimas, que los rizos cortos le harán parecer el muchacho que desea ser.
Profesional de la nostalgia, lejos de reproducir su propia vida, en Mujercitas Louisa May Alcott construyó el edén de la casita con cerca de madera con el solo combustible de su imaginación. Mujercitas inauguró la literatura hogareña, inventó el dispositivo literario como bolsa de agua caliente, un anhelo, una fantasía con una trama moralista y una subtrama llena de capas de significación.
El texto trata de pequeños acontecimientos, de una lucha doméstica, obstinada y metódica, contra los pecados menores, las mentiras y ambiciones, las envidias, los malos pensamientos de cuatro niñas estadounidenses de la posguerra civil. La subtrama, en cambio, describe un matriarcado dirigido por la figura de la madre, una trabajadora social que delega en sus hijas el cuidado de la casa. La escena de las cuatro niñas avivando la lumbre, calentando las zapatillas de felpa de la madre mientras aguardan su llegada remeda, en clave feminista, la espera del hombre en la familia patriarcal.
Pero Mujercitas describe una comunidad utópica libre de hombres, perfumada con buñuelos de fruta y caldeada con una chimenea tan llameante que Jo, la heroína, quema sus vestidos por acercarse demasiado al fuego. Más que cálido, es un hogar incendiario.
En una de sus tantas capas, es una reescritura de la novela alegórica El progreso del peregrino, del predicador John Bunyam, muy popular en la época. Aquí las cuatro niñas atraviesan las etapas sucesivas del camino de la salvación. Este tono moralizador de la novela de Alcott enervó a la intelligentzia de su generación y a varias de las siguientes.
Henry James apenas soportó leerla y Francis Scott Fitzgerald se rió de ella abiertamente. En el cuento “Berencice se corta el pelo” su heroína se pregunta “¿Qué chica moderna podría vivir como aquellas necias?”. Pero el escondrijo de Jo en el ático comiendo manzanas anticipó el cuarto propio de Virginia Woolf y mucho más. Aunque fue leída con devoción por Simone de Beauvoir, recién entre mediados y fines del siglo XX fue descubierta por la crítica feminista.
Lo que no pudieron desentrañar James ni Scott Fitzgerald, por hombres, fue la gran paradoja de Mujercitas: que el personaje que más se resiste a convertirse en mujercita es nada menos que la heroína. Por lo demás, los datos biográficos sobre su autora revelaron que Louisa May Alcott escribió muchas veces bajo los efectos del opio, que escribía cuentos sensacionalistas, fantásticos y de terror, que fue una militante sufragista y la primera mujer que se registró para votar en Concord, que solía representar los papeles masculinos de numerosas obras teatrales de beneficencia y que, en su madurez, tuvo una “amiga de los días lluviosos”, la doctora W., una respetable médica de los círculos feministas de Boston.
A la hora de escribir la segunda parte de la saga, Louisa se resistió a casar a Jo “para complacer a nadie” (las lectoras le escribían rogándole que Jo se casara con Laurie). Finalmente, bajo la presión de sus editores y contra sus deseos, Louisa accedió a casarla. (“Cuando los editores se aferran una vez de un cuerpo lo hacen trabajar como un ‘negro mulato esclavo’ todo el día, todos los días y nunca se satisfacen”, escribió en sus Cartas).
Su venganza se presentó bajo la forma de un varón desexualizado, el profesor Baher, mayor, dócil, trabajador, sabio, pobre e inmigrante. “Yo haré mi parte, Friederich, para ayudar a sostener nuestro hogar”, le dice Jo al inaugurar un tipo de pareja igualitaria que seguía el modelo de la filósofa feminista Margaret Fuller, compañera de Fruitlands que había publicado en 1845 su libro Mujeres en el siglo XIX. Compañeros intelectuales, los Baher siguen los preceptos fullerianos, como individuos que se proponen trabajar juntos con un objetivo común.
Mientras escribía, uno tras otro, los tomos de la saga, Louisa pudo lograr lo que siempre había deseado: vivir en Boston, ser una mujer independiente, no tener necesidad de casarse y, por sobre todo, cumplir con la promesa que había escrito en su diario a los quince años: sacar a su familia de la miseria. Poco a poco pagó todas las deudas de la familia, incluida la del médico de Lizzie ocho años después de su muerte, envió a May (su hermana menor, la Amy del libro) a Europa a estudiar pintura y compró la Thoreau House para su hermana mayor, Anna (joven viuda, como Meg) y sus dos sobrinos.
Aunque el verdadero prototipo de Mujercitas fue Hillside, que luego ocupó Nathaniel Hawthorne y su familia, el Museo Alcott de Concord está instalado en Orchard House. Ambas casas están una junto a la otra, en la calle Lexington. Cualquier estudioso de la biografía de los Alcott sabe que ese museo es en algún sentido apócrifo, ya que, si bien es cierto que los Alcott compraron la casa en 1857, cuando Louisa tenía veinticinco años, es también cierto que ella sólo la habitó en calidad de huésped.
Louisa pasó la mayor parte de su vida adulta en Boston y nunca llegó a amar Orchard House porque sentía repulsión por Concord, donde no podía escribir. Fue Boston, no Concord, el escenario de la realización de sus sueños. Y fue en el último tomo de la saga, Los muchachos de Jo, donde la heroína se convierte en escritora. Porque entre tantas subtramas, Mujercitas emerge como novela de formación del artista. Mujercitas rebalsó su carácter de texto fundacional de la historia de la literatura escrita por mujeres al incluir a pintoras, escultoras, poetas y escritoras como personajes.
En 1848, aquel día fatídico en que sus padres le anunciaron que dejarían Hillside, Louisa se alejó de la casa para subir a una colina, en el bosque trasero. Tenía quince años y pensó: “Yo voy a hacer algo. No me importa qué: enseñar, coser, actuar, escribir, lo que sea para ayudar a la familia, y voy a ser rica y famosa y feliz antes de morir. Ya verán”.
Esta declaración, dicha de distintas formas por Jo a lo largo del libro, parece un eco del juramento de Eugenio de Rastignac en la colina del Cementerio de Pére Lachaise, pero no lo es. Papá Goriot, de Honorato de Balzac, fue publicado en Francia en 1835, y no es probable que Louisa lo haya leído. Sin embargo escribió, como Balzac en Papá Goriot, un libro de formación del artista, una kütnsterroman.
* Ahora la novela puede leerse gratis en formato digital en Bajalibros, junto a otros tres títulos de la saga.
*Laura Ramos es escritora y periodista. Ha investigado la vida y la obra de Louisa May Alcott. Entre sus libros se cuentan Buenos Aires me mata, La niña guerrera y Las señoritas.
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