“El destino me concedió el privilegio de poder participar, como actor sustancial, en el Juicio a las Juntas Militares. Fui nada más y nada menos que uno de los jueces. Lo viví, estuve ahí presente, sin dudas constituye lo más importante que he hecho en la vida”, escribe el abogado, juez y político argentino Ricardo Gil Lavedra en su libro La hermandad de los astronautas: el Juicio a las Juntas por dentro.
Editado por Sudamericana, este libro es el testimonio en primera persona de uno de los protagonistas del proceso judicial más determinante de la historia argentina, en el que, a meses de recuperada la democracia y pesar de las amenazas de los cuarteles y las presiones de sectores del poder, se juzgaron los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la última dictadura cívico-militar.
“¿Cómo se hace para llevar adelante un juicio de semejante envergadura en un lapso tan breve, apenas catorce meses?”, se pregunta Gil Lavedra en el prólogo. “¿Cómo se organiza el trabajo, cómo se coordinan las diferentes actividades que requiere un proceso simplemente descomunal? Cuando se habla del juicio no se suelen formular estas preguntas, que creo podrían incluso servir para dar respuesta a algunas demoras e imposibilidades de la justicia de hoy”, comenta.
En sus más de 300 páginas, La hermandad de los astronautas, que llegará a librerías a partir del 1 de diciembre, cuenta el antes, el durante y el después de un juicio que no solo fue fundamental en el posterior curso de la democracia argentina, sino además un ejemplo para el mundo entero, dado que fue el primer proceso a una junta militar por parte de jueces civiles.
Explica Gil Lavedra: “Hicimos el proceso a medida de la necesidad, de la exigencia de tener que juzgar esos crímenes. La sociedad reclamaba que hubiera justicia a través de un debido proceso y la democracia recién recuperada debía satisfacer esa demanda genuina. No había otra opción; la no realización del juicio o su fracaso habría sido un golpe extraordinario a la frágil transición después de la dictadura. Había que hacerlo y se hizo”.
Así empieza “La hermandad de los astronautas”
Andrés fue el primero.
Después de aceptar la propuesta que esa tarde le había hecho Carlos Alconada Aramburú, ministro de Educación y Justicia, Andrés D’Alessio compró una botella de whisky y se fue para mi casa. Yo me acababa de mudar a la calle Soler, en un barrio que todavía llamábamos Palermo Viejo. Tocó el timbre. En ese entonces, era algo posible. No existían celulares para anticipar ni la visita ni el motivo. Y había más disposición para el amigo que caía sin avisar. Andrés era un amigo.
Cuando llegó, se estaba yendo la tarde, eran los últimos días de 1983. Poco antes de eso, el 10 de diciembre, Andrés había venido a casa con el mayor de sus nueve hijos a ayudarme a colocar una lámpara de rayos ultravioleta. Nicolás, mi hijo menor que acababa de nacer, tenía la bilirrubina alta y necesitábamos exponerlo a esa luz. Era mi cuarto hijo y el tercero que tuve con Rosario Llambías, mi segunda esposa. Yo siempre fui un inútil importante para cuestiones manuales y Andrés, en cambio, se daba maña para todo.
Mientras él se las ingeniaba para armar el dispositivo con la lámpara sobre la cuna, seguíamos por televisión la asunción de Raúl Alfonsín como presidente. La pantalla lo mostraba en el balcón del Cabildo, con la gente reunida en Plaza de Mayo, prometiendo democracia para siempre y recitando, como en el cierre de campaña, aquello de que entre todos íbamos a “constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Con un bebé de cuatro días no era posible ir a la plaza. Pero había ido a muchos actos anteriores. Provengo de una familia radical y decidí sumarme al partido apenas se levantó la veda en 1982, después de la guerra de Malvinas. También en aquel inicio de vida política, estuvimos juntos Andrés y yo: llenamos la ficha de afiliación a la Unión Cívica Radical en un local que estaba en la calle Charcas y Ecuador.
Después de casi ocho años de dictadura había un clima de efervescencia y entusiasmo ante el retorno de la democracia, mucha gente se afiliaba y quería participar de la esperanza que se abría hacia el futuro. Nosotros fuimos dos de ellos. Un tiempo después, al ser nombrados jueces, esa afiliación de suspendería automáticamente por la incompatibilidad que representaba.
El 16 de julio de 1982, al mes de la derrota en la guerra de las Malvinas y cuando los militares en el poder todavía no habían “autorizado” la actividad política, participé del primer acto de Alfonsín por el regreso de la democracia, que se realizó en la Federación de Box. Ahí, parado en la esquina de Rivadavia y Medrano frente a los ventanales de la confitería Las Violetas, lo escuché por primera vez.
Su voz salía de los parlantes que se habían colocado en la calle, porque el local había desbordado de gente. Quedé impresionado y conmovido por su discurso. Alfonsín desafió al poder militar con un acto que no estaba permitido y comenzó a ilusionarnos con una democracia basada en el estado de derecho, en las libertades públicas, impregnada de sensibilidad social, con ansias de progreso y bienestar.
Luego siguieron varios actos más. El del Luna Park de diciembre de 1982, al que también fui con Andrés, y donde Alfonsín anunció a su compañero de fórmula, el cordobés Víctor Martínez. Por otra cuestión doméstica, me perdí el “alfonsinazo” en la cancha de Ferro de septiembre de 1983: aquel día nos mudábamos a la casa de la calle Soler, la misma donde en ese atardecer de finales de año Andrés caía sin avisar con una botella de whisky.
Pero escuché el discurso de Alfonsín mientras, hincado en el piso, trataba de limpiar y de sacar brillo a los cerámicos San Lorenzo que habíamos colocado en el comedor diario. En cambio, sí pude estar presente y emocionarme en el multitudinario e inolvidable cierre de campaña en la 9 de Julio, el 26 de octubre, cuatro días antes de las elecciones.
Unos meses atrás, durante un almuerzo, dos amigos míos, Carlos Nino y Jaime Malamud, me comentaron que SADAF (la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico) había ofrecido cooperación a varios dirigentes radicales. De todos ellos, sólo Raúl Alfonsín se había mostrado interesado en la ayuda. En esa sociedad había varios filósofos del derecho muy destacados, como Genaro Carrió, Eugenio Bulygin, Eduardo Rabossi, Carlos Alchourron y Martín Farrell. Alfonsín bautizó a este grupo con el nombre de Los Filósofos.
Carlos Nino y Jaime Malamud eran dos notables juristas que deben haber influido mucho en las decisiones de Alfonsín. La trascendencia de la obra y del pensamiento de Nino aún perdura y ha formado una camada de notorios discípulos. Yo me reunía habitualmente con ellos y me contaban las conversaciones que tenían con el candidato y sus colaboradores más cercanos. En esos encuentros discutíamos acerca de ideas y proyectos que llevarían a la campaña.
Al poco tiempo, se sumó Andrés a nuestras reuniones y en alguna oportunidad también Genaro Carrió, a quien Alfonsín había nombrado defensor en una causa que le iniciaron los militares. Elaboramos varios proyectos que tendría que sancionar un nuevo gobierno, como las normas legales que sustituirían a la legislación antiterrorista.
Fue en esas reuniones cuando empecé a escuchar lo que ellos venían conversando con el candidato radical sobre el eventual enjuiciamiento por los delitos cometidos por la dictadura durante la represión al terrorismo. Si bien ya se hablaba en esos momentos de los delitos que habían ocurrido en ese período, no había todavía plena conciencia de la existencia de un plan sistemático llevado a cabo por los comandantes.
Basado en ese desconocimiento, se creía que si los crímenes no habían sido ordenados y se trataba de acciones individuales de algunos subordinados, la responsabilidad de esos comandantes era “por omisión”: no habían controlado debidamente ni habían evitado esos supuestos “excesos”, teniendo el poder para hacerlo. Más adelante, sabríamos que la realidad había sido otra, mucho más terrible.
Ante la inminente vuelta a la democracia, el 23 de abril de 1983, el gobierno de facto había publicado el llamado “Documento Final de la Junta Militar sobre la Guerra contra la Subversión y el Terrorismo”, en el que afirmaba que todas las acciones en la “guerra sucia” habían sido consecuencia de lo dispuesto por el gobierno de Isabel Perón e Ítalo Luder de 1975, al dictar un decreto para “aniquilar la subversión”.
Se admitían algunos “errores”, que según los militares debían ser juzgados por Dios, y se justificaba todo lo actuado en función de la obediencia a órdenes y planes aprobados por el comando superior. Alfonsín, en plena campaña electoral, había respondido que aquel documento no sería la última palabra, que se juzgaría a aquellos que hubieran violado los derechos humanos en la represión de la subversión, pero también que esta persecución no iba a ser completa sino limitada.
Para eso incorporó, sospecho que por consejo de mis amigos, el concepto de los famosos tres niveles de responsabilidad: los que dieron las órdenes, los que se excedieron y los que se limitaron a cumplirlas.
Quienes se encuadraban en las dos primeras categorías iban a ser enjuiciados, quienes estaban en la última no. Esta clasificación demuestra por sí misma el grado de desconocimiento que existía sobre la magnitud y lo sistemático de la represión. Si se trataba de órdenes criminales, como luego se evidenció, no podía haber exceso posible: todo era delito. Peor aún que aquel documento, se temía que los militares, antes de irse, quisieran proclamar una autoamnistía.
El 19 de agosto de 1983 hubo una movilización popular en contra de ese propósito. Según los diarios concurrieron unas cuarenta mil personas. A pesar de ello, cinco semanas antes de las elecciones, el último comandante a cargo del Ejecutivo, Reynaldo Bignone, firmó la ley 22.924 que, bajo la denominación de “pacificación nacional”, estableció una “amnistía total” para todas las acciones destinadas “a prevenir, conjurar o poner fin” a las “actividades terroristas o subversivas” entre el 25 de mayo de 1973 y el 17 de junio de 1982.
Con el afán de minimizar repudios, los militares intentaron mostrarse equitativos e incluyeron en la amnistía también los delitos cometidos “con motivación o finalidad terrorista o subversiva”. La estrategia no funcionó: a esta ley se le opusieron las organizaciones de derechos humanos y todos los partidos políticos menos la Unión de Centro Democrático de Álvaro Alsogaray.
El candidato a presidente por el peronismo, Ítalo Luder, aunque criticó la ley, sostuvo que no había vuelta atrás ya que por imperio del artículo 2 del Código Penal siempre debe aplicarse la ley más benigna al imputado y, por lo tanto, aunque se la derogara, no podía utilizarse retroactivamente una ley penal que fuera más gravosa que la derogada.
En una carta de lectores del diario La Nación firmada por Malamud, Nino, Carrió, Rabossi y Jorge Baqué se cuestionó la validez de aquella autoamnistía por los vicios de legitimidad de su origen, se trataba de una norma de facto que no podía tener el mismo valor que una de jure. En la Justicia, varios jueces la declararon inconstitucional y nula, entre los cuales estaban Jorge Torlasco, Guillermo Ledesma y Jorge Valerga Aráoz. Con ellos nos encontraríamos en la Cámara Federal para juzgar a los militares un tiempo después.
Quién es Ricardo Gil Lavedra
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1949.
♦ Es abogado, juez y político.
♦ En 1985 integró el tribunal que realizó el Juicio a las Juntas.
♦ Durante el gobierno de Fernando de la Rua fue designado Ministro de Justicia y Derechos Humanos de la Nación entre 1999 y 2000, y fue el Presidente del Bloque de Diputados de la Unión Cívica Radical en el Congreso de la Nación.
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