“Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”, afirma la escritora argentina Sylvia Molloy en Animalia, un libro póstumo de textos inéditos en los que la autora de El común olvido, fallecida en julio de 2022, se detiene en la fructífera fuerza de la fricción entre personas y animales.
Molloy fue una de las figuras fundamentales de la literatura argentina por su cualidad de pionera en lo que respecta a los derechos LGBT+, así como la autoficción y la hibridación hasta lo indistinguible entre obra y biografía. Sus libros están construidos a partir de retazos y remiendos de recuerdos que, como las ruinas de una antigua ciudad al borde de la desaparición, exigen un trabajo cuidadoso y delicado de preservación.
Aunque su interés en la identidad estuvo muchas veces ligado a la sexualidad -su primera novela de 1981, En breve cárcel, fue una de las primeras en tratar el lesbianismo en Argentina-, en Animalia, libro editado por Eterna Cadencia que llegará a librerías a partir del 1 de diciembre, es la potencia del contraste entre humanos y animales la que moldea y define la identidad de la narradora.
Desde el deseo frustrado de tener una mascota durante la infancia -que llevó a una jovencísima Molloy a compartir su niñez con animales literarios e insectos como los pequeños gusanos de seda que criaba con dedicación y ternura- hasta los gatos con nombres de célebres cantantes o esposas de presidentes muertos que más adelante insuflarían una vitalidad salvaje en su hogar, Animalia demuestra el lugar fundamental (y muchas veces relegado ante la preponderancia de lo humano) de lo animal en la vida y obra de Molloy.
A continuación, en un adelanto exclusivo de Infobae Leamos, pueden leerse dos fragmentos de Animalia.
Animalia, de Sylvia Molloy (fragmentos)
Guarda nocturno
Por ahora no duermo en mi cama. Apenas visito –es el verbo apropiado– el dormitorio. La pandemia, la enfermedad, la sensación de que estoy viviendo tiempos raros me hace buscar otros lugares donde descansar. Inauguro aposentos. La galería, lugar de paso al que da la cocina y espacio intermedio entre la casa y el afuera, se ha vuelto ahora lugar estable; el sillón en el que solía leer por las tardes y desde el cual veía ese afuera como quien mira un film, es ahora lugar de trabajo y, llegada la noche, dormitorio. Lo lateral, durante la pandemia, puede volverse central. Es vivienda.
Pero no se trata de mí, o solo de mí. El sillón de la galería en el que antes una de nosotras a veces leía el diario, ahora es mío, lugar de convalecencia. Y además se ha vuelto refugio animal.
Me explico. De noche este sillón, con la extensión usada para elevar las piernas y el respaldo echado hacia atrás, se vuelve lecho. Me recuesto, apago la luz, si es noche de luna puedo ver afuera, es como disponerse a dormir en un avión, el que no puedo tomar para ir a Buenos Aires porque estoy enferma, el que no podría tomar si no lo estuviera porque estamos en plena pandemia. Y mi falda, que era antes lugar de tránsito para uno que otro felino, pasa a ser lugar codiciado. No bien apago la luz se produce un gato que se trepa encima y se acomoda con toda naturalidad. No es cualquier gato. Es invariablemente el chúcaro que durante años evitó a todo ser humano y que ahora se instala sobre mí, ya a lo largo de mis piernas, mirando para adelante, cual esfinge nocturna, ya en mi pecho, mirándome fijo. Sé que me mira porque una vez cuando prendí la luz me sorprendieron sus ojos, su mirada torva, casi encima de mi cara, como si me vieran por primera vez.
Es chúcaro, ya lo dije. Nunca se me ha acercado a pedirme nada, más bien se mantiene al borde. Evidentemente las cosas han cambiado: para él también.
Los adioses
Conocimos primero a la madre, una majestuosa gata gris que un día apareció en el patio. No sé si tenía domicilio fijo: empezó a venir una vez por día a buscar comida y se la dimos. Era arrogante, caminaba con la cabeza erguida como Maria Callas cuando entraba en escena, la llamamos Norma. El hijo vino después, también muy fino, atigrado y muy chiquito, seguía a la madre de cerca. Hasta que un día apareció solo, y también al día siguiente. Lo recogimos. ¿Qué nombre ponerle al hijo abandonado por la casta diva? Decidimos distanciarnos del bel canto y le pusimos Mickey, no por el ratón sino por un amigo de infancia de Emily cuya madre se llamaba Norma.
Siempre fue un gato desconfiado, distante. No se acercaba a los otros, ni a los felinos ni a los humanos, y no se dejaba tocar. Hasta que un día adoptamos a una perra, Lola, y por alguna razón él la reconoció como madre. La altiva sacerdotisa se transformó en la fesche Lola de Brecht.
Dormían juntos en un sillón, entrelazados. Si algún otro gato se acercaba, Lola gruñía y el intruso se alejaba. Cuando a Mickey le hicieron una operación algo seria y tuvo que estar aislado durante una semana, Lola se aposentó junto a la jaula donde convalecía, protegiéndolo. Intentaba lamerlo a través de los barrotes. Cuando él salió retomaron su puesto juntos en el sillón.
El idilio duró dos años, hasta que murió Lola. El gato la buscó por toda la casa, luego, en señal de protesta, empezó a mear donde no correspondía –sobre mi escritorio, por ejemplo– y a no comer. Al mismo tiempo, insólitamente, empezó a pedir caricias humanas. Algo andaba mal.
Lo supimos cuando consultamos al veterinario: le fallaban los riñones. Abrevio: no respondió al tratamiento y hubo que sacrificarlo. No me olvido de la última noche antes de llevarlo a la clínica. Se instaló en la cama junto a mí, empezó a revolcarse como quien pide cariño, como lo hacía con Lola. Se dejó mimar y pude acariciarlo como nunca lo había hecho. Pensé: se está despidiendo.
Al día siguiente fuimos a la clínica. Al volver lo enterramos junto a Lola.
Todo esto en plena pandemia.
Quién fue Sylvia Molloy
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1938. Falleció en Nueva York, Estados Unidos, en 2022.
♦ Fue escritora, docente y editora.
♦ Fue una pionera de la autoficción y de los derechos LGBT+ en la literatura argentina.
♦ Escribió libros como En breve cárcel, El común olvido, Desarticulaciones y Vivir entre lenguas.
♦ Recibió, entre otros galardones, la Beca Guggenheim en 1986 y el Premio Konex al Ensayo Literario en 1994 y 2014.
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