En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es el chileno Javier Argüello, nacido en Chile en 1972, al calor del entusiasmo socialista alrededor del gobierno de Salvador Allende. El autor, hijo de una pareja de argentinos, se especializó en Comunicación Social, Teatro y Teoría Musical.
Ser rojo, publicado por el sello Literatura Random House, es el libro en el que el escritor usó como mayor materia prima las entrevistas que hizo a su madre y su padre para reconstruir la historia familiar. Una historia atravesada por el Golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet, y también por la reflexión posterior de esos padres, que no señalan a ningún responsable en particular sino a la dificultad de la Humanidad para ponerse de acuerdo respecto de cuál es el camino para llegar a un bienestar colectivo.
“Un argentino escribiendo de dictaduras me parecía una obviedad, casi un oportunismo”, dice Argüello en la presentación de su trabajo. Pero la investigación histórica y sobre todo emocional que hizo gracias al testimonio de sus padres, integrantes de esa generación a la que el sueño se le rompió bruscamente, lo llevó a ponerse a trabajar, aun con dolores de panza. El resultado de eso es Ser rojo.
Cómo escribí “Ser rojo”
Nunca pensé escribir sobre temas políticos. Un argentino escribiendo de dictaduras me parecía una obviedad, casi un oportunismo. Lo mismo que un colombiano escribiendo de narcotráfico o un español escribiendo de la guerra civil. Todo empezó en una cena en casa de los editores de la revista Granta, Aurelio Major y Valerie Miles.
Estábamos con Aurelio en un aparte, y por alguna razón le conté una anécdota de mi padre en los días inmediatamente posteriores al golpe que derrocó a Salvador Allende en 1973. Casualmente se trata de la anécdota que abre el libro: la de mi padre, pasados los tres primeros días y luego de llevar a todos los que pudo a las embajadas, sentado en el cordón de la vereda y revisando los libros que la gente sacaba a la calle por miedo a que alguien los usara como pruebas en su contra.
Por esos días los soldados de Pinochet se dedicaban a quemarlos en enormes hogueras como una manera de infundir temor en la población. Antes de irse a su casa a llorar junto a su mujer y sus hijos, a esperar con un miedo ácido a que vinieran a buscarlo, mi padre se dedicó a salvarlos cuando ya no podía salvar nada más.
Nunca había pensado en escribir sobre temas políticos y lo cierto es que el libro no trata de eso. Esto no se ha contado nunca, me dijo Aurelio Major aquella noche en su casa. Nunca ha pasado que alguien cuente esta historia desde la izquierda sin culpar a la derecha, me dijo. Lo cierto es que mis padres no culpan a nadie de lo ocurrido en esos años. En todo caso al ser humano, que aún no ha aprendido a ser mejor de lo que es.
No fue la cuestión política lo que me movió a entrevistarlos largamente para que me contaran la historia desde el principio hasta el final, con el tiempo necesario para hacerles todas las preguntas que nunca les había hecho. Habían pasado algo más de diez meses desde nuestras conversaciones y todavía no había escrito ni una sola línea.
Cuando hicimos las entrevistas –una serie de charlas profundas en las que poco a poco fui entendiendo la historia de ese hombre y de esa mujer de una manera completamente ajena a la de la sangre que nos unía– no tenía ningún plan preciso. Aceptando la generosa oferta de un amigo, me retiré un mes a su casa de Menorca para ver qué iba a hacer con ello. Llevaba diez días ahí y todavía no había puesto “play” a mis grabaciones. Entonces comprendí que entrar en esa historia me resultaba mucho más difícil de lo que hubiera creído.
Es curioso el modo en que la mente organiza la información que forma parte de nuestra historia. Si me hubieran preguntado hace cuatro o cinco años acerca de las dictaduras latinoamericanas hubiera dicho que el tema no iba conmigo. Por más que antes de los cuatro años me hubiera tenido que mudar dos veces de país a causa de ello, por más que mi padre no pueda atribuir a otra cosa que a una ineficiencia del sistema el hecho de que no nos hubieran detenido.
Mis padres se conocieron en un barco que cruzaba el Atlántico para asistir a un encuentro de juventudes comunistas en Viena en el año 1959, y yo nací en Chile durante la Unidad Popular de Salvador Allende porque ellos, como muchos otros intelectuales de izquierda por esos días, se encontraban ahí para vivir de primera mano la única ocasión de la historia en la que un gobierno con un programa declaradamente marxista llegaba al poder por elecciones libres.
Reconstruir la historia de ellos fue desentrañar poco a poco mi propia historia, una que mi mente había decidido tapar con una gruesa capa de olvido y que la escritura de este libro poco a poco se encargó de develar. Tan distraída se muestra la mente con aquello que no queremos ver, que ni siquiera fui capaz de anticipar el hecho de que, al contar la historia de mis padres, en algún momento aparecería yo en ella. Es muy probable que si lo hubiera sabido no me hubiera atrevido a embarcarme en semejante aventura.
Hubo veces en que tuve que abandonar la escritura porque el peso de los hechos se me hacía intolerable. Las contracturas de espalda y el endurecimiento de la barriga no me dejaban avanzar. Entonces me tomaba unos días, a veces unas semanas, para que el inconsciente hiciera su minucioso trabajo nocturno y la información se fuera digiriendo y acomodando. Así y todo recomiendo a cualquiera que tenga la oportunidad, que se tome el trabajo de reconstruir la historia de sus padres para entender la suya propia. Más de una vez, a lo largo del recorrido, pensé que si todos fuéramos capaces de ordenar la historia de nuestros padres el mundo sería un lugar mucho más habitable.
Si quieres contar la historia del correo cuenta la historia de una carta, reza una máxima muy conocida entre los guionistas de cine. Así fue que a través de la historia de estos dos jóvenes idealistas, y pasando por sus viajes –y por mis viajes– por la Europa del este, por las revoluciones socialistas del siglo XX, por el ascenso y caída del muro de Berlín y de las dictaduras europeas y latinoamericanas, por las tensiones de la Guerra Fría y por la trayectoria vital de una serie de personajes con los que mis padres tuvieron relación y que luego resultarían ser protagonistas de la Historia grande, fui pudiendo armar, casi sin querer, el relato del sueño roto de toda una generación.
Las vidas no se componen de los hitos históricos que las envuelven, sino de los pequeños pasajes que moldean la propia experiencia. Es en esa arqueológica exploración de una experiencia personal e irrepetible, en donde la literatura encuentra su vocación y su fuerza. Y la posibilidad de volverse universal y eterna.
La pregunta que inició este recorrido tuvo que ver con que mis padres tuvieron un sueño, lo vieron desmoronarse y en el camino perdieron a muchos seres queridos, y sin embargo no estaban rencorosos ni resentidos. Y ¿cómo podía ser? La respuesta tiene que ver con que no estaban rencorosos ni resentidos porque no tenían con quién estarlo, porque con el tiempo comprendieron que no se trataba de izquierdas ni de derechas, sino del ser humano que aún no había aprendido a anteponer el bien común por sobre el interés individual. Y que mientras eso no ocurriera ningún sistema sería bueno. Y que si eso ocurría casi cualquier sistema podía funcionar.
Todo libro es una aventura de descubrimiento. Como lector nunca me ha interesado asistir a las certezas de nadie, sino al esfuerzo que alguien hace por intentar responder a las preguntas que motivaron la búsqueda, y a las verdades fugaces que el recorrido va ofreciendo.
¿Qué descubrí yo en este recorrido? Que el tamaño de nuestras esperanzas es casi tan inmenso como nuestra capacidad para ofenderlas. Que hemos llegado a la luna y creamos realidades virtuales, pero que evolutivamente seguimos en las cavernas. Que luego de haber peleado contra todos los enemigos, y por más que la mayoría los siga buscando afuera, la batalla que nos toca se libra adentro nuestro. Que lo mejor que alguien puede hacer por sus hijos y por el mundo es intentar sanar sus dolores para dejar de reproducirlos.
Que las personas no nos acabamos en la piel ni en la muerte sino que estamos todos en todos, como yo estoy en mis padres y ellos están en mí. Que la historia no se termina porque siempre es una y la misma, que la lucha, sea la que sea, siempre está equivocada, y que el recorte de la individualidad es sólo una entelequia. Porque el límite es ficticio. Porque nadie se salva solo. Porque nadie nunca estuvo solo. Sólo el universo está solo. Y se parece mucho a ti.
“Ser rojo” (fragmento)
El modo en que mi padre se acercó a la política tiene mucho que ver con la forma del trazado ferroviario de Argentina. Dispuestas por los ingleses, las vías férreas de mi país se despliegan en un abanico que se extiende desde Buenos Aires hacia todos los rincones del territorio. O tal vez sea más correcto decir que desde todos los rincones del territorio se dirigen hacia la capital para confluir en el puerto de Buenos Aires.
La única razón de ser de los trenes en Argentina era la de recolectar la producción agrícola y ganadera del interior y sacarla hacia el puerto, donde los barcos -también ingleses- se encargaban de llevarla hasta Europa. Todavía hoy, si uno quiere viajar en tren desde una provincia del interior a la de al lado, el único modo de hacerlo es trasladándose hasta la capital para, desde ahí, tomar otro tren de regreso.
La distribución de las estaciones responde al mismo criterio: cada tanto había que fijar un punto de recolección de la producción local para que el tren pudiera recogerla y de paso reabastecerse de agua y de carbón. Alrededor de estos apeaderos fue que nacieron los primeros poblados, cuyos habitantes trabajaban sin excepción en tareas del campo o en alguna actividad relacionada con la casa de comercio que organizaba la actividad de la zona.
Azcuénaga, el pueblo de mi padre, era uno de esos villorios, y tenía sólo dos calles. La de adelante, donde vivían las familias que algo tenían que ver con la mencionada casa de comercio, y la de atrás, donde malvivía lo más bajo del escalafón social. Hijo de un asturiano llegado a la Argentina a los nueve años, y de una hija de italianos que vino con su familia a buscar fortuna, mi padre nació en esa segunda calle.
Quién es Javier Argüello
♦ Nació en Santiago de Chile en 1972. Es hijo de padres argentinos y se instaló en Buenos Aires en 1985.
♦ Se formó en Ciencias de la Comunicación así como en Teatro y Teoría Musical.
♦ Entre sus libros se cuentan El mar de todos los muertos, La música del mundo, A propósito de Majorana y Ser rojo.
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