“Suponemos que podemos elegir la forma en que vivimos y los objetivos que les darán sentido a nuestros días. Sin embargo, hay condicionamientos que se han naturalizado hasta el punto de hacerse invisibles”, escribe escritor, guionista, productor y director de radio, teatro, cine y televisión argentino Pedro Saborido en su nuevo libro Una historia en la vida en el capitalismo.
Tras reflexionar sobre el peronismo y el conurbano en sus anteriores libros, Historias del conurbano e Historias del peronismo, el guionista de “Peter Capusotto y sus videos” piensa desde el humor cuestiones que tenemos naturalizadas. ¿Cuáles? La moda, la culpa por el desaprovechamiento de los recursos, la idealización de la eficiencia, la explotación laboral, entre otras. A su vez, se pregunta: ¿La felicidad necesita siempre libertad para poder lograrse? ¿Todo lo que admiramos puede convertirse en algo para comprar o vender? ¿Es un pecado que esto suceda?
En un recorrido de más de 250 páginas, con humor y sello propios, Saborido narra, por ejemplo cómo se apela al autoservicio como algo moderno, de moda, para evitar ansiedades y encubrir la maquinaria capitalista y las condiciones laborales; ser jefe de uno mismo, ¿es una trampa?; cómo nuestra vida está hecha de los productos que consumimos; el miedo al futuro y la incertidumbre. Cada relato de esta antología posee un análisis y reflexión —algo así como una moraleja para abrir los ojos— para desnaturalizar lo que nos rodea.
En Una Historia de la vida en el capitalismo, el humorista anticipa que habrá una continuación de este libro. En el próximo volumen incluirá los temas que quedaron fuera del primer tomo: el mercado de la apariencia física, el transporte, las herencias, el ahorro, la meritocracia y mucho más de la “cultura del trabajo”, entre otros.
“Una Historia de la vida en el capitalismo” (fragmento)
Coffee
Un joven ejecutivo de traje y barbita entra por primera vez a un local de “Stratenback Coffee Store and Shop and Vending”.
“Voy a probar”, piensa. Se sienta a una mesa. Entonces se le acerca una empleada con uniforme beige, delantal y gorrito negro y, sobre el bolsillo del lado del corazón, el cosito ese que va con un alfiler y tiene el nombre: «Jorgelina».
—Hola, buenos días —saluda «Jorgelina» junto a la mesa.
—Hola. ¿Tenés el menú? —intenta decir el ejecutivo.
—Disculpá, pero vine hasta acá nada más que para decirte que tenés que hacer el pedido en caja. Es “self service…”.
—Okey —dice el joven ejecutivo y se va hasta la caja. Ahí duda entre pedir un Mocaccino Latte o un Mocalatte-Ccino. Piensa un momento en un Frappolate Peppu, pero se decide por un Peppolatte FrapoPoppa.
—Bien —le dice «Jorgelina» después de cobrarle—. Acá está el ticket. Allá tenés azúcar, edulcorante, canela y chocolate rallado. Si querés leche fría, tenés ahí. Y si querés la leche caliente, allá está el microondas. ¿Y ves donde está la señora? Ahí está la máquina para hacerte el café. Hay que tener cuidado porque te podés quemar.
Entonces el joven ejecutivo fue hasta la máquina, pero antes tuvo que proveerse de vasos para llevar. Entonces le dijeron que fuera al depósito. Ahí otros le informaron que no había vasos. Que en diez minutos llegaba el camión de los proveedores. Entonces esperó y ayudó a estacionar el camión…
—Un poco más, dale para atrás, girá para tu lado… dale… ¡Bueno! Dejalo ahí. … ayudó a descargar las cajas, las acomodó en las estanterías, abrió una caja, agarró un vaso mediano, volvió al local, fue a la máquina, se hizo el café, calentó la leche, se sirvió canela, cinamon, coco, jengibre, sal del Himalaya, heno de Pravia y edulcorante. Pero no encontró palitos para revolver. ¿Y ahora cómo se hace para revolver? Ahí se calentó. Y fue hasta la caja.
—Perdoná, «Jorgelina». Pero no hay palitos para revolver. ¿Los voy a tener que ir a buscar? ¿Me los tengo que fabricar yo? Porque acá uno tiene que hacerse todo. Desde el café hasta agarrar los vasos. Y después, obvio, llevar lo que queda de basura con la bandejita y las servilletas sucias hasta el cesto ese de plástico. Si yo vengo y pago, manga de hijos de puta. ¿Por qué tengo que hacer todo yo? ¿Qué soy? ¿Empleado de esta empresa?
—Ahora sí —le dijo «Jorgelina».
Entonces el joven ejecutivo se miró en un gran espejo que cubría la pared de un costado. Y vio que no tenía puesto su traje. Ahora llevaba un uniforme beige, delantal y gorrito negro, y sobre el bolsillo del lado del corazón, el cosito ese que va con un alfiler y tiene el nombre: «ogaitnaS» («Santiago» en el espejo).
—Pero yo me llamo Matías —dijo resignado el joven ejecutivo.
—Acá no —dijo «Jorgelina», que en realidad se llama Nancy. Luego ella le contó que era normal esto que le había pasado. Que ella es técnica en radioterapia y fue a tomar un Moccacaca Lattepepe Popotito y le ocurrió lo mismo. Pero que en dos días ella ya se podía ir porque son trabajos quincenales y lo único que hay que hacer es cobrar y limpiar un poco. Obviamente, se tienen que mandar el telegrama y despedirse ellos mismos.
Remeras
Resulta que había una joven y un joven que estaban en un cumpleaños. La chica tenía una remera celeste con la cara del Che Guevara. Y el muchacho llevaba puesta una roja, también con la cara del Che. Lejos de sentirse avergonzados por lucir una prenda similar, se sonrieron y bromearon festejando la casualidad. Y enseguida se pusieron a charlar simpáticamente, como quien entra sin arriesgar en el conurbano de la seducción. Sin embargo, ambos, sentían una inquietud. Como algo vibrante a la altura de sus torsos.
Algo entre sus remeras. Como si éstas se estuvieran mirando entre sí.
Hubo como un murmullo. Y de pronto sucedió:
—Yo creo que esto es un fracaso, la puta madre… ¡Nos convertimos en remera! —gritó el Che de la remera roja.
Asombro de la chica y el chico. La imagen del Che se veía enojada. Los asistentes al cumpleaños giraron todos hacia el dúo de remeras.
El Che de la remera roja insistió.
—¡Hay que entenderlo! ¡Es un triunfo del capitalismo!
—Pará, Che, pará, Che… —interrumpió el Che de la remera celeste—. Para mí no es tan así: acá estamos como símbolo principal en un producto que a su vez transmite una idea. Seguimos en pie.
Obviamente todo el cumpleaños se quedó mudo y sin reacción, escuchando la conversación entre las remeras. —¡Pero nos convertimos en mercancía! ¡Nos convertimos en lo que combatimos! —insistió el de la remera roja.
—Esto es una discusión obvia, ya fue… —dijo el Che de la remera celeste.
—¡Soy el Che! ¡Tengo que ser fundamentalista! —contestó el de la roja.
—Pensémoslo de otro modo. Lo que puede parecer una derrota, no lo es. El capitalismo nos tuvo que incorporar. No nos puede evitar. ¿Lo hace como un producto? Fenómeno… Pero acá estamos. Seguimos siendo memorables. Porque la memoria…
—«Un pueblo que pierde la memoria, bla, bla…».
Escuchame: somos una cosa que dice 100% cotton y Made in China…
—Bien, es parte de la globalización, pero aun en ella nuestro símbolo conquistó un pilar del capitalismo: la mercancía
—Okey, pasamos de tomar cuarteles y conquistar el poder a tomar y conquistar una Levi’s, en el mejor de los casos. Ni siquiera. Si tomáramos una Lacoste o una Tommy Hilfiger… Pero no, somos remeras sin marca, genéricas. Supongo que el próximo paso en nuestra épica será ser estampado de un slip hasta algún día llegar a un gamulán.
—Me dijeron que ya estamos en slips…
—Bien. Ya me imagino cómo lucimos según estemos del lado del bulto o del ojete. ¡Esto es la derrota absoluta!
Seminario “El dinero no es lo más importante”
El millonario Ignacio Carlos García Maldad cuenta cómo se impuso saludablemente esta idea dentro de la cultura general.
—Mi bisabuelo Ernesto empezó a imponer esta frase, con grandes resultados: «Hay mayorías que piensan que ser honesto, pensar en los hijos, valorar la amistad, tener honor y todo eso es más importante que la plata». Y fue un éxito: gracias a estas ideas, nosotros podemos levantarla en pala porque tenemos menos competencia. Tenemos que seguir diciendo estas cosas a través de todo tipo de «verdades» para estafar mayorías:
“El dinero no hace la felicidad”.
“La plata va y viene, lo importante es la salud”.
“Pobre pero honrado”.
Últimamente funciona una que dice “Más plata, más problemas”. Y yo la complemento diciendo: “Era más feliz cuando era pobre” y pongo carita de estar recordando cuando jugaba con una pelota de goma sucia mientras mi madre lavaba la ropa en el piletón cantando una de Julio Iglesias. Y todos me creen. Es obvio que esto es mentira. No se ha conocido a un millonario que haya buscado la felicidad regalando toda su guita y yéndose a vivir a un PH en Gerli.
Pero, bueno, repito: esto hace que la gente deje pasar la oportunidad de ganar plata y nos la deje toda a nosotros.
Hacemos también el taller que se llama “La dignidad, síntoma y escollo en los negocios: Cada vez que alguien habla de dignidad es porque se perdió una oportunidad de hacer guita”.
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