¿Escriben sobre su propia vida por falta de imaginación, catarsis o una tendencia inevitable? Vuelve el debate que nunca termina

El Nobel a Annie Ernaux actualizó una discusión que lleva veinte años: ¿qué pasa cuando el autor hace ficción con sus experiencias? La “literatura del Yo” no es un género definible sino de una herramienta casi imposible de obviar.

Annie Ernaux, Stephen King, Mary Shelley y Karl Ove Knausgard: algunos son muy asociados a la literatura del Yo, otros parecen lejanos pero no lo son.

Le dieron el Nobel a Annie Ernaux y, otra vez, el mundo descubre la literatura del Yo, inventada hace rato. Entre la prosa, el ensayo de Sarmiento, pasando por Rimbaud, hasta referentes del gótico, la ciencia ficción y el terror moderno, la autoficción en realidad, no existe. O es todo. No es género ni estilo. Es, o debería ser, el juego al que invite toda experiencia literaria. En poesía, cuentos y novelas.

Solo mirando el ombligo argentino, autores como Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles (1870) o Miguel Cané con Juvenilia (1882) exploraron, a lo largo de su obra, el cruce de sus propias historias, o las de determinadas elites en el poder, con la ficción. En 1977, el francés Serge Doubrovsky llegó al neologismo “autoficción” para ponerle género a su novela Hijos. No es una autobiografía, dijo, sino “una ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales”.

Entonces, soltando la casilla, desde Marcel Proust hasta James Joyce, pasando por Anaïs Nin y Henry Miller, incluido Charles Bukoswski, lo hicieron también. Ernaux, a quien ahora declaran “pionera”, odia, repele, que la inscriban como autora de literatura del Yo. Ella le dice a lo que hace “autobiografía impersonal”. Con este último reconocimiento de la Academia Sueca se reavivó la llama de declamar nuevo y/o novedoso algo que se viene declarando como descubierto desde hace dos décadas.

La escritora, catedrática y profesora de letras modernas que acaba de ser reconocida con el Nobel publica y recibe premios desde los años 70 y a lo largo de su obra fue usando su historia para hacer literatura. En Ce qu’ils disent ou rien (Lo que dicen o nada)(1977) cuenta su adolescencia. La place (La plaza) (1984) y La honte (Vergüenza) (1997) son dos novelas sobre el ascenso social de su familia. Una mujer (1987) es la vida de su madre. En No he salido de mi noche (1997) trabaja sobre su cáncer de mama. Y la aclamada El acontecimiento (2000) recrea su aborto en los 60, cuando era clandestino en Francia.

A inicios de este siglo se renueva de algún modo esta exploración de mezclar literatura y realidad con Mi lucha, de Karl Ove Knausgård, una serie de seis novelas publicadas entre 2009 y 2011. La vida cotidiana, aparentemente vacua, pero repleta de subtexto, comienza a ser el foco. Una indagación personal que impacta en lo existencial.

Entonces sería justo decir que el resurgir comienza con Mario Levrero. ¿Qué hace, si no es autoficción, cuando cuenta su “Diario de la beca” en La novela Luminosa, publicada póstumamente en 2005? En la misma lista deberían estar, también, poetas de la generación del 90 como Fabián Casas, Laura Wittner, Marin Gambarotta y Marina Mariasch. Sin dejar afuera en narrativa a María Moreno, que le terminó de poner la cereza a su postre en 2016 con Black out.

La Literatura del yo no es género. Ni estilo. Excede y se escurre de lo definible. Cada vez que se la redescubre resurge el debate. Hace poco volvió a pasar, cuando salió Yoga (2021), de Emmanuel Carrère, que indaga radicalmente sobre sí mismo en una novela que él mismo definió como “autobiografía psiquiátrica”. De la mano vino el escándalo con su ex esposa, que tenía una cláusula en su divorcio para que no hablara de ella en sus libros.

Hubo un debate sobre si podía participar del Premio Goncourt -el más prestigioso de las letras francesas- porque reconoce solo libros de ficción. Y este les tildaba el maniqueísmo. Cuánto hay de reconstrucción biográfica, qué porcentaje es inventado. Y un inevitable circulo sin salida que no dio respuesta certera.

La discusión alrededor de la llamada literatura del Yo también se reitera, amnésica. Como en la película Memento. En contra, dicen que es solo catarsis, que no vale la pena, que ya nadie tiene imaginación o inventiva. Con hartazgo insidioso, que es una moda pasajera, puro marketing editorial. Y en el centro, la dudosa: ¿hasta cuánto se puede o debe contar algo si lo propio implica a otros?

Uróboro es un animal serpentiforme –puede ser víbora o dragón- que se muerde la cola. Un símbolo de mitologías antiguas, que ilustra en ese círculo la paradoja, o el esfuerzo inútil. ¿Dónde estaría la serpiente, si está dentro de su estómago, que a su vez está dentro de ella? De la mano del recurrido descubrimiento, se retoma el remanido debate. El ciclo vuelve a comenzar siempre.

YO es otro

Abrirle la boca a la serpiente es entender que -con más o menos anécdotas personales- sea o no en primera persona, todo es, en realidad, literatura y ya. A veces explora el Yo, entre los infinitos caminos que recorre. Para liberar ese círculo que se come a sí mismo, una hipótesis: caprichosamente por agrupar géneros supuestamente lejanos a la autoficción, desde Stephen King y Mary Shelley hasta Ray Bradbury, hablan de sí mismos en sus obras.

En IT (1986), el rey del terror moderno cuenta una historia en la que algo indefinible mutila, mata y aterroriza chicos en un pequeño pueblo llamado Derry. Juguetonamente, se la dedica a sus hijos, de entonces 14, 12 y 7 años. Les dice: “La ficción es la verdad que se encuentra dentro de la mentira y la verdad de esta ficción es muy sencilla: la magia existe”. Y es cierto. Ahí, en ese mundo de suspenso palpitante, taquicardias varias y espantos por doquier, la historia que cuenta es, en realidad, de amor. A lo largo de las 1.504 páginas, el vampirito del best-seller desparrama belleza y poesía en una lección sobre combatir los propios fantasmas, y crecer. No es macabro, entonces, regalarle esto a sus niños.

En muchas de las primeras novelas de Stephen King, los protagonistas son profesores de literatura que intentan triunfar como escritores. Como él. Más adelante, ya son famosos. Igual que él. En Misery (1987), el autor es secuestrado por una fan y en La historia de Lisey (2006), asesinado. La no ficción en las dos historias no solo es el estatus en el mundo de ventas de libros, sino también su temor primal, el juego narrativo de imaginar qué pasaría si. Todo para construir esa mentira que rodee la verdad.

“Dedico este libro a Joe Hill King, que esplende”, dice en la primera página de El resplandor (1980). Su hijo, en ese momento, tenía cinco años, la misma edad que Danny Torrance, el niño con el don que le permite detectar espíritus que viaja al hotel Overlook con su familia. Y al que su padre, Jack, intenta matar. En el estilo de King, ya queda claro que eso es una declaración de amor.

En 1977, cuando escribía el libro, el autor era un alcohólico en recuperación que aún estaba armando su carrera. Como el protagonista. Ese ojo macabro puesto sobre sí mismo, transitar la delgada línea que lo unía y casi no lo separaba de Jack, son parte de una exploración del Yo en una de las novelas más míticas del siglo XX. La magia de la que habla en la dedicatoria de IT es hacer de eso tan personal, algo que sea universal.

Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) es, a primera vista, una novela de terror. Hilando un poco más fino, un gótico en exteriores. Y cavando con precisión, la primera novela de ciencia ficción. Hay que agregar, para unir todo, que también es literatura del Yo. O autoficción. No es la historia de un monstruo enloquecido. La autora habla de sí misma. Es Londres, siglo XIX. En 1814, a los 17 años, Mary Wollstonecraft Godwin se enamoró de Percy Shelley, escritor del círculo literario y político de su padre. Él, cinco años mayor, ya estaba casado. Se escaparon juntos. Se fueron, junto a la hermanastra de la joven, Claire Clairmont, de viaje. Cuando volvieron, la futura autora estaba embarazada y Claire era amante de Lord Byron.

Era victoriana de por medio, pasaron al ostracismo social. Eso les trajo deudas. El bebé nació y murió rápido. Percy se iba, dejaba sola a Mary durante temporadas largas y volvía. La esposa en los papeles se suicidó. La pareja trágica se casó en 1816. Todo era un escándalo. Ese mismo año repleto de inicios y finales, fue cuando sucedió la noche mítica en lo de Lord Byron en la que la chica de 19 años ideó la historia de Frankenstein.

La identificación, al leer la novela, no es con los asesinados ni con Víctor Frankenstein. Se sigue la trama en empatía con “la criatura”, como llama la autora a la creación del estudiante de medicina. Y esa es ella. O una ficcionalización de sí misma. ¿Qué pretendía Victor, o Percy (el hombre, los que llevaban la batuta del mundo), que hiciera un ser monstruoso ajeno a la sociedad, o Mary (una mujer en la era victoriana), si él la abandona apenas nacida-creada? La autora dispara esa pregunta. Y entonces indaga.

Lo fantasioso y lo real se mezclan en partes iguales a lo largo de la obra de Ray Bradbury, a quien se lo rotula generalmente como autor de ciencia ficción. Es el representante de la fracción blanda del género, más ocupado de lo poético, enfocado en la metáfora antes que en la posibilidad más dura, científica, de lo que narra.

Su nave insignia es Crónicas marcianas (1950), un conjunto de relatos unidos por un hilo que muestra la progresiva invasión humana en Marte. Extraterrestres de piel morena, ojos amarillos y voces musicales. Paisajes crepusculares. Todo se ve alterado por emprendedores a la Elon Musk, que pronto convierten ese mundo en un lugar arrasado por el racismo, con discriminación y explotación a los pobladores originarios. Otra forma de descubrir América.

Cuando tenía 12 años, una feria que llegó a su ciudad natal, Illinois, el autor conoció a una persona repleta de tatuajes que se hacía llamar Mr. Electric y le dijo: “¡Viví para siempre!”. Eso lo marcó, cuenta en The Bradbury Chronicles: The Life of Ray (Las crónicas Bradbury: la vida de Ray), la biografía que publicó Sam Weller en 2005.

Nunca pudo olvidar ese momento, ese ser extraño, esa frase y mucho tiempo después fue el disparador para crear al vagabundo de El hombre ilustrado (1951), alguien que siente orgullo de las imágenes que lleva en el cuerpo, y a la vez quiere destruirlas. Renombrado como Mr. Dark, junto a más recuerdos de infancia, fue también la materia prima con la que armó su melancólica y poética novela La feria de las tinieblas (1965), que podría ser encasillada en terror. O fantástico. O autoficción sobrenatural.

Al intentar definir a literatura del Yo se la reduce. Se puede no nombrar de forma alguna, llamarla autoficción o con cualquier sobrenombre aldeano que defina cada autor, pero encasillarla achica el mapa. La ficción absoluta no existe. No importa si lo que se cuenta parte de la imaginación o de una anécdota personal. Para que resulte la alquimia, hay que estar presente en el texto.

Todo es literatura del Yo. O mejor, sin rótulos: nada lo es.

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