Entre una madre sobreprotectora y un amor homosexual que terminó en tragedia: la vida de Marcel Proust

Este viernes 18 se cumplen 100 años de la muerte del autor de “En busca del tiempo perdido”. Todo lo que vivió y cómo descargar gratis la gran novela de todos los tiempos.

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Proust, su madre, su amor Alfred Agostinelli y su gran obra.
Proust, su madre, su amor Alfred Agostinelli y su gran obra.

A Marcel Proust le debemos muchas cosas. No solo las que devienen de su arte literario. Le debemos, también, su influencia en la percepción filosófica del tiempo, innumerables reflexiones sobre la vida, el deseo, el amor o los celos y, lo más curioso, es que le debemos el saber un poco más sobre cómo el paladar estimula los recuerdos. No en vano la neurociencia estudia, basándose en un texto suyo, los recuerdos involuntarios, esa relación íntima entre sabor y memoria. Si nunca escucharon hablar de la magdalena de Proust mojada en el té, ya es hora de saberlo.

Porque se cumplen cien años de su muerte y este es un buen pretexto para entrometernos en algunos detalles de su vida y conocer al escritor que dio a luz la novela más extensa de la historia. En busca del tiempo perdido se desarrolló a lo largo de siete tomos que contienen 1.267.069 palabras distribuidas en 3.031 páginas. De hecho, figura en el Guinness de los Récords.

Ahora, visitemos el mundo proustiano.

Asma mortal

Todo en él, no solo su novela, era intenso y extenso. Empezando por los cinco nombres que su madre escogió ponerle cuando llegó al mundo el 10 de julio de 1871: Valentín Louis Georges Eugene Marcel Proust. A pesar del menú de opciones que tenía a disposición, siempre fue reconocido por el último.

Marcel fue el hijo mayor del matrimonio conformado por Adrien Proust (un importante epidemiólogo francés, profesor en la Facultad de Medicina de París y consejero del gobierno en temas de salud) y Jeanne Clemence Weil. Jeanne, quince años menor que su marido, provenía de una familia judía tradicional, rica y muy culta. Hablaba alemán e inglés, sabía latín, era excelente pianista y avezada lectora. Ella fue quien despertó la vocación literaria de su hijo.

Si bien Jeanne nunca se convirtió al catolicismo y Adrien era ateo, educaron a sus hijos como católicos.

Sumamente sensible, frágil e inteligente, Marcel fue desde que nació una preocupación para ellos. Era asmático y temían que el pequeño no sobreviviera.

La obsesión de Jeanne por cuidarlo lo convirtió en un niño nervioso, hipocondríaco y un tanto caprichoso.

En 1873 nació el segundo hijo de la pareja, Robert, quien resultó lo opuesto de Marcel y cumplió, a lo largo de su vida, con todas las expectativas de su padre convirtiéndose en un exitoso cirujano. Era el orgullo de Adrien, quien no entendía al sensible y excéntrico hijo mayor que vivía llorando agarrado a la pollera de su madre.

Corría el año 1880 cuando Marcel, con 9 años, tuvo un gravísimo ataque de asma. El polen flotando en el ambiente era un peligro asesino. Una tarde, después de pasear al aire libre por el Bois de Boulogne, la familia volvió a casa y fue entonces que Marcel dejó de respirar completamente. La situación era tan desesperante que su padre creyó que había muerto. Falsa alarma. Se recuperó, pero el matrimonio decidió que no saldrían más de la ciudad para no exponerlo y se terminaron las visitas a sus familiares en Illiers. Marcel, que amaba esos lugares, tuvo que contentarse con su imaginación y comenzó a idealizar aquellos paisajes en su recuerdo.

La ceremonia del beso

El rito de la despedida de su madre a la hora de irse a dormir era, durante su infancia, el momento más esperado por Marcel. Intentaba con cualquier recurso que Jeanne no se marchara de su habitación. La retenía con llantos desgarradores y lágrimas desconsoladas. Le exigía un beso, otro beso y más besos… El pequeño “lobito”, como lo llamaba ella, era insaciable: deseaba ser querido más que nadie.

En uno de sus escritos el escritor lo narra así: “Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el instante que vendría después, cuando me dejara solo (...)”.

Jeanne Weil, la madre de Proust, en 1880, pintada por Beauvais. Retrato hallado en la colección del Museo Marcel Proust. (Fine Art Images/Heritage Images vía Getty Images)
Jeanne Weil, la madre de Proust, en 1880, pintada por Beauvais. Retrato hallado en la colección del Museo Marcel Proust. (Fine Art Images/Heritage Images vía Getty Images)

Marcel crecía sobreprotegido por la enorme sombra de su madre Jeanne. El vínculo era tan edípico que cuando le preguntaron, siendo adolescente, cuál sería su mayor desgracia, él no dudó en responder: “Estar separado de mamá”. Su endeble salud, por otro lado, lo mantenía en su casa y no le permitía asistir con regularidad al colegio.

Masturbación y… al burdel

A los 16 años Marcel coqueteó con una chica que su madre no aprobó. Por esos tiempos él solía encerrarse en el laboratorio de su padre médico para masturbarse en secreto. Bueno, tan secreta no debía ser la cosa porque, a los 17, su padre Adrien optó por darle dinero para que fuera a un prostíbulo para su debut sexual.

El resultado de la experiencia quedó plasmada en una carta que Jeanne le hizo escribir al joven para enviar a su abuelo:

“Mi querido abuelito:

Vengo a reclamar de tu amabilidad la suma de 13 francos que quería pedir al señor Nathan, pero que mamá prefiere te pida a tí. Y es por lo siguiente. Tenía tanta necesidad de una mujer para cesar en mis malos hábitos de masturbación que mi papá me dio 10 francos para ir al burdel. Pero primero, en mi emoción, rompí un orinal, 3 francos. Segundo, por esa misma emoción no pude coger”.

Sería interesante conocer la respuesta a esa carta, pero la desconocemos, por lo que la anécdota queda tan renga como su visita al prostíbulo.

Jeanne Weil y sus dos hijos Marcel y Robert. Colección privada. (Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)
Jeanne Weil y sus dos hijos Marcel y Robert. Colección privada. (Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)

A los 19 años, su madre le pidió que datara sus misivas poniendo en ellas la hora en que realizaba cada actividad. Marcel se enojó y llegó a decirle que prefería una crisis asmática a tener que agradarle todo el tiempo. El amor materno filial tenía sus facetas. Aunque Marcel era, en realidad, absolutamente dependiente del afecto materno. Le preguntaba a Jeanne cuánto debía dejar de propina a los mozos en un restaurante o cuánto alcohol o cigarrillos podía consumir.

El escándalo de la homosexualidad

La primera relación amorosa de Marcel habría sido con Lucien Daudet, quien era hijo del escritor Alphonse Daudet. El escándalo social fue de tal magnitud que el padre de Lucien montó en cólera al enterarse y llegó a vociferar:

“¡Marcel Proust es el diablo!”. Pero Marcel no se manifestaba abiertamente como homosexual. Recordemos que en 1895, el célebre Oscar Wilde terminó en una cárcel inglesa por ello. De esos años hablamos.

De todas formas, los amantes no tuvieron una larga relación porque, en 1889, Marcel se inscribió como voluntario en el servicio militar. Empezó así uno de los mejores años de la existencia de Marcel, pero su salud quebrantada le impidió seguir con en esa vida.

Solía coquetear con las hijas de sus amigos para sembrar dudas sobre sus gustos sexuales

Comenzó otra etapa donde hizo amigos nuevos que serían de gran inspiración para sus personajes literarios. Comenzó a frecuentar el salón de Madame de Caillavet y, a través de ella, conoció a escritores y a filósofos de renombre.

Mientras él seguía con su vida disipada, su padre insistía con que debía tener estudios formales y trabajar. Tuvo, durante varios años, un puesto en una biblioteca. Algo más formal que real. Fue el único empleo de su vida. Para darle el gusto a Adrien, terminó estudiando Derecho. Se recibió, pero se negó tajantemente a practicar la profesión. Adrien tuvo que aceptar que su hijo no quería hacer otra cosa que vivir de la palabra escrita. Marcel, poco después, se licenció en Letras. Pero tampoco se ganó la vida con ello y sus textos no tenían mayor repercusión. El dinero familiar seguía subvencionando su vida y esto dejaba en evidencia su poco apego al trabajo.

Un reto a duelo

Un amigo poeta que había conocido años atrás, Robert de Montesquiou, quien era declaradamente homosexual, lo introdujo en el ambiente aristocrático. Marcel Proust, sin saberlo, había empezado a componer en su cabeza las piezas para su gran obra, En busca del tiempo perdido, aunque le llevaría un buen tiempo más ponerse a escribir.

Ya había dejado sin terminar Jean Santeuil, una novela que relata la vida de un joven apasionado por la literatura en la ciudad de París. El dato curioso es que ésta sería publicada póstumamente, 57 años después de su muerte.

El primer libro de Marcel Proust vio la luz en 1896, cuando él tenía 25 años, y se llamó Los placeres y los días. Esta recopilación de poemas y relatos varios, pagada con dinero de sus padres, pasó sin pena ni gloria. Fue entonces que un crítico, Jean Lorrain, lo destrozó y encima dio a entender que Proust era amante de Lucien Daudet. Marcel, que no quería que se hablara de su homosexualidad, se sintió tan ofendido que lo retó a duelo: no iba a aceptar que sus preferencias amorosas estuvieran en boca de todos.

Escribía a toda hora, corregía y volvía a corregir, añadía frases y quitaba otras

Por suerte, el duelo no fue mortal. Ambos dispararon al aire.

La verdad era que Proust vivía su homosexualidad como una maldición y camuflaría en la ficción y en sus personajes sus verdaderos deseos. Hay dos anécdotas que ilustran esta negación y sus conflictos. Una fue el día que Oscar Wilde fue a visitarlo y Proust huyó espantado porque no quería que los relacionaran. La otra, es que solía coquetear con las hijas de sus amigos para sembrar dudas sobre sus gustos sexuales.

Cuando murió el sociólogo y escritor John Ruskin en el año 1900, Marcel Proust decidió que quería traducir su obra. Se apoyó en sus pilares de siempre: papá y mamá. Para Adrien sería una manera de verlo trabajar. La vagancia era algo que lo exasperaba. Marcel no dominaba el inglés con la perfección que sí lo hacía su madre, por esto fue ella quien hizo la primera traducción literal. Sobre ese texto, Marcel realizó luego una excelente traducción al francés.

Perder lo más querido

Sus críticos decían que era mediocre y perezoso. Marcel les daba argumentos. Adoraba pasar el día tirado y no demostraba ningún serio interés por trabajar. Tenía siempre a mano la excusa de su salud. Hoy diríamos, sencillamente, que era un procrastinador. De hecho, se suscribió por 40 francos mensuales a la compañía francesa de teléfonos ‘Theatrophone’ que era un invento que le permitía escuchar ópera y música clásica cada noche sin salir de su cama.

El 26 de noviembre de 1903 murió Adrien. Otro fatídico 26, en septiembre de 1905, falleció, con 56 años, Jeanne. Su hermano ya tenía su propia familia y la soledad terminó arrinconando a Marcel quien expresó: “Desde ahora mi vida ha perdido su único objetivo, su única dulzura, su único amor, su único consuelo”.

Marcel Proust junto a Robert de Fleurs y Lucien Daudet (Fuente: Wikipedia)
Marcel Proust junto a Robert de Fleurs y Lucien Daudet (Fuente: Wikipedia)

Destruido, se mudó un tiempo a Versalles para vivir cerca de una amiga de su madre.

Fue precisamente esa soledad en la que lo dejó la muerte de Jeanne lo que obligó a Marcel a concentrarse. Los siguientes años los vivió recluido en el número 102 del boulevard Haussmann, en París, donde hizo recubrir las paredes con corcho para alejar los ruidos y el polen. Paradójicamente fueron el desamparo y la desdicha los que le permitieron, por fin, en 1907, ponerse a escribir lo que sería su gran obra: En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu). Vivía de noche y tomando café al cuidado del matrimonio conformado por Celeste Albaret y Nicolás Cotin. Según Celeste, Marcel no se detenía: escribía a toda hora, corregía y volvía a corregir, añadía frases y quitaba otras. Se cree que su reclusión habría tenido que ver, también, con un creciente antisemitismo que había empezado a percibir en el ambiente por esos años en el ambiente.

El amor que se estrelló en el mar

En 1909 se enamoró perdidamente de un chofer de taxi llamado Alfred Agostinelli. Marcel le propuso que fuera su secretario y le encargó que mecanografiara sus escritos. La relación era correspondida, pero Alfred tuvo que volver a Mónaco con su esposa. Ella con tal que su marido mejorara su posición social lo animó a entrar en una escuela de aviación. Marcel, por su lado, quería que retornara a París y se le ocurrió comprarle un aeroplano para convencerlo.

El 30 de mayo de 1914, en su segundo vuelo, Alfred se estrelló en el mar con ese avión que su amante le había regalado y murió ahogado. Marcel Proust quedó tan devastado con la muerte de su gran amor que le confesó a su ex amante Daudet: “siempre que cruzaba en esos días una calle para tomar un taxi, lo hacía con la esperanza de ser atropellado”.

Alfred Agostinelli
Alfred Agostinelli

Sus relaciones y sus amores, tanto reales como platónicos, solían estar marcados por la desdicha. A veces ni siquiera era correspondido ni los destinatarios de sus pasiones eran homosexuales. El compositor Reynaldo Hahn fue uno de sus amantes más conocidos. También habría sido un gran amor e inspirador de sus personajes el joven Willie Heath, un neoyorquino nacido en Queens, que vivió en París a donde llegó con su padre que huía de un fraude financiero. Pero Heath murió a los 24 años por problemas intestinales en octubre de 1893. Otro depositario de los deseos del novelista habría sido Charles Haas quien fuera amante de Sarah Bernhardt.

De los años más disipados de Proust hay algunas leyendas sórdidas. Como la que habrían relatado quienes compartieron sus largas noches con él. Estas decían que cuando el autor no era capaz de alcanzar un orgasmo, se entregaba a prácticas sádicas: le hacía una seña a un empleado del lugar que traía dos jaulas con ratas hambrientas a las que les clavaban elementos punzantes en el lomo. Al verlas pelear, dicen los chismes de la historia, Proust alcanzaba el clímax.

Interrupciones vitales

Su gran novela tendría siete partes. La primera, Por el camino de Swann, se publicó en noviembre de 1913 con dinero de su propio bolsillo luego de haber sido rechazada por La Nouvelle Revue Française. La segunda fue interrumpida en 1914 por la Primera Guerra Mundial. Marcel decía querer ir al frente, pero su salud era tan precaria que resultó imposible. Su hermano Robert fue ascendido a capitán y varios de los amigos de Marcel cayeron en las trincheras mientras él seguía dedicado a su escritura. En 1918, apenas acabó la contienda, se publicó el segundo volumen. Y, en 1919 consiguió el primer gran reconocimiento: el premio Goncourt. En 1920 salió el tercer tomo y, un año después, el cuarto que se tituló Sodoma y Gomorra.

El quinto, sexto y séptimo ya no los vería porque en septiembre de 1922 Marcel enfrentó otras de sus severas crisis asmáticas. El 10 de octubre fue la última vez que pudo salir a la calle y, una semana después, le diagnosticaron neumonía.

Durante un mes su cuerpo luchó como pudo. El 18 de noviembre Celeste lo vio tan mal que llamó a un médico y a su hermano Robert Proust. Había que darle una inyección en el muslo y cuando Celeste levantó la sábana él pegó un grito de dolor. No había más que hacer. Respiraba agitado y mal. Robert lo incorporó un poco y le preguntó: “¿Te estoy lastimando querido pequeño Marcel?”. Marcel respondió: “Sí, mi pequeño Robert”. Tres minutos después sus pulmones colapsaron definitivamente y su hermano le cerró los ojos.

Tenía 51 años, había vivido menos que su madre. Fue enterrado en el cementerio de Père-Lachaise.

Su extensísima novela de siete tomos terminó de publicarse en 1927.

Desmembrando textos

Es difícil sintetizar a Proust, resulta más fácil desmembrar sus textos para extraer trozos que se hamacan entre el amor y los celos, la lectura y el paso del tiempo. Aquí, algunas frases:

♦ ”Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen”

♦ ”El hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma”

♦ ”Los días van cayendo poco a poco encima de los anteriores y, a su vez, los entierran los siguientes. Pero todos los días pasados se quedan depositados en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hay libros más viejos, y algún ejemplar que seguramente nadie pedirá nunca”

♦ ”Todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable”

♦ ”La felicidad es saludable para el cuerpo, pero es la pena la que desarrolla las fuerzas del espíritu”

♦ ”Esa era la razón de que hubiese cesado las preocupaciones referidas a mi muerte en el preciso momento en que reconocí, inconscientemente, el sabor de la magdalenita, ya que en ese momento la persona que yo había sido era un ser extratemporal y, por lo tanto, despreocupado de las vicisitudes del porvenir”

♦ ”El único verdadero paraíso es el paraíso perdido”

♦ ”El amor tiene edad de aquello que ama”

♦ ”El tiempo que cambia a las personas no modifica la imagen que de ellas nos ha quedado. Nada resulta más doloroso que esa oposición entre la alteración de las personas y la fijeza del recuerdo cuando caemos en la cuenta de que tenemos una vida vagabunda, pero una memoria sedentaria”

♦ ”El deseo aviva las cosas, la posesión las marchita (…) Como todo obstáculo a una posesión, la pobreza, más generosa que la opulencia, da a las mujeres mucho más que el vestido que no se pueden comprar: el deseo de un vestido, deseo que es el conocimiento verdadero, detallado, profundo de la cosa deseada”

♦ ”Amar es un maleficio como esos que salen en los cuentos, contra los que nada se puede hasta que concluye el sortilegio”

♦ ”Para el beso, la nariz y los ojos están tan mal colocados como mal hechos los labios”

♦ ”Los celos no son corrientemente más que una inquieta tiranía aplicada a los asuntos del amor”

♦ ”El amor, en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Solo nace, solo subsiste si queda una parte por conquistar. Solo se ama lo que no se posee por entero”

♦ “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”

♦ ”A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”

Inéditos

Marcel Proust murió hace cien años, pero en los últimos tres siguieron saliendo a la luz textos suyos inéditos.

En 2019 fue publicado el libro titulado El remitente misterioso y otros relatos inéditos. Trajeron al presente cuentos que el autor había resguardado con celo, seguramente por autocensura, que reflejan un mundo afiebrado, atormentado donde queda plasmada la clandestinidad sexual, la homosexualidad y el erotismo.

Este año, con motivo del centenario de su muerte, la editorial Lumen publicó un nuevo libro con el nombre Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos.

Son escritos que fueron hallados en una carpeta marrón en la casa del editor Bernard de Fallois luego de su muerte en el año 2018, quien los había recibido de la sobrina del escritor. Sorpresas que sigue dándonos Proust.

La magdalena y el monstruo

Suele ocurrir que son las anécdotas o los pequeños detalles, lo que más recordamos de una historia. En el caso de Proust la más popular tiene que ver con aquellos pequeños bizcochuelos a los que llamamos magdalenas. Su personaje deja caer en el té pedazos de una de ellas y el sabor lo transporta a otros tiempos. Ese fragmento del texto de Por el camino de Swann, el primer tomo de su gran novela, fue el puntapié para el interés de la ciencia en el estudio de los llamados “recuerdos involuntarios”.

Escribió Marcel Proust: “Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas (...) Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. (...) Dejé de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho (...) Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorando. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. (...) Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad (...)”.

La magdalena atrapa al recuerdo y conduce a la neurología por el pasadizo de los recursos de nuestro cerebro. A estos recuerdos, no evocados a propósito sino al azar, se los conocerá también como “recuerdos proustianos”.

El doctor Loren M. Frank, del Instituto Kavli de Neurociencia Fundamental de la Universidad de California en el estado norteamericano de San Francisco, le comentó a la BBC sobre la unión de los recuerdos en esa región del cerebro llamada hipocampo: “La forma en que precisamente ocurre esa reactivación (estímulo-memoria) sigue siendo solo parcialmente comprendida (...) cuando se experimenta el mismo olor o sabor, ya está vinculado a las otras partes de la memoria y así es posible ‘reactivar’ las imágenes, los sonidos (…)”.

La memoria procesa, entonces, lo registrado por la vista, por el oído, por el gusto y por el olfato y esa trama vuelve a evocar aquello experimentado. Neurociencia y arte literario revueltas mágicamente. Armar este cóctel sabroso le tomó Proust casi toda su vida.

Y si la capacidad de leer modifica nuestro cerebro (eso sostuvo el neurólogo Stanislas Dehaenne), estaría bueno mirar bien qué metemos en él al tragarnos las palabras. El que lee suele ser más empático, posee más herramientas para expresarse y, además, estaría llevando a cabo una acción preventiva contra el Alzheimer y otras enfermedades neurodegenerativas. Nada mal. A leer entonces. Probemos con Proust, quien recurre a los cinco sentidos para fotografiar con palabras la vida. Eso sí, si queremos leer esta novela de manera completa, deberemos darle bastante rienda a ese irrepetible “monstruo que nos devora todo” al que llamamos tiempo.

En busca del tiempo perdido (Fragmento)

Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo» . Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacía la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su , recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno”.

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