“Nosotros bailamos sobre el infierno” o cómo hablar sobre abuso en la literatura juvenil

En su primera novela, el escritor español Marcos Bueno se sirve de lo paranormal para narrar una dramática experiencia que, a pesar de lo traumática, no tiene por qué ser definitoria. El libro como medio para aprender a lidiar con los monstruos y, no sin esfuerzo, superarlos.

En "Nosotros bailamos sobre el infierno", el escritor español Marcos Bueno se sirve de lo paranormal para narrar un hecho traumático que, sin embargo, no tiene por qué ser definitorio.

En los últimos años, además de mostrar un significativo crecimiento exponencial, la literatura juvenil ha ido incorporando distintas temáticas que, en las décadas pasadas, no hubieran encontrado lugar en los libros para chicos y adolescentes. En sintonía con los cambios de época y las necesidades de las nuevas generaciones, hoy en día no sorprende que en este tipo de textos se incluyan problemáticas como abuso de drogas, trastornos alimenticios y violencia familiar.

Pero un tema que todavía sigue siendo un tabú para la mayoría de los autores es el abuso, algo que de por sí ya es difícil de narrar en la literatura en general y que, en aquella destinada para jóvenes, se vuelve aún más delicado. El tratamiento de esta problemática, que es una realidad que no debería quedar oculta bajo el halo del miedo y la vergüenza, es una de las mayores virtudes de Nosotros bailamos sobre el infierno, primer libro del escritor español Marcos Bueno.

Esta novela, editada por V&R, se sirve de lo paranormal para relatar una dramática experiencia que, a pesar de ser altamente traumática, no tiene por qué definir para siempre a Óliver, el protagonista, cuya vida cambia de un día para el otro cuando se despierta, entre confundido y desorientado, en el baño de una discoteca.

A pesar de ser un tópico fuerte, se trata con delicadeza y de manera no tan cruda, priorizando además la salud sexual. En ningún momento ahonda en detalles del hecho pero da a entender lo que pasó sin nunca llegar a convertir el relato en algo morboso. Incluso, puede leerse entre líneas un mensaje insipirador para seguir adelante después de un hecho traumático.

El autor, nacido en Madrid, dijo al respecto de Nosotros bailamos sobre el infierno: “En algunos puntos es una novela un poco dura pero al mismo tiempo es muy divertida. No solo habla de crecer sino también de la sensación de sentirnos un poco perdidos y no saber hacia donde ir. Es un mensaje de que no estamos solos aunque lo sintamos de esa forma en algunas ocasiones”.

Así empieza “Nosotros bailamos sobre el infierno”

"Nosotros bailamos sobre el infierno", la primera novela del escritor español Marcos Bueno, editada por V&R.

La noche comienza cinco horas antes, en el chalé de los Hernández.

La gigantesca estructura de tres alturas está construida en mitad de una generosa parcela de trescientos metros cuadrados. Tiene diez habitaciones, seis baños, piscina y una cabaña de invitados en la parte posterior, con un techo de cristal desde el que pueden verse las estrellas.

Óliver observa la casa mientras él y Cristina atraviesan el acceso principal por el sendero que conduce al porche. Su amiga, enredada en un nuevo cárdigan que no evita que el frío le arañe la piel entre las costuras, avanza a ritmo ligero y sus pasos son acompañados por el quejido de la grava y el susurro de algunos grillos escondidos. Pero hay algo casi imperceptible que reconocen una vez se acercan lo suficiente: un riachuelo de acordes de piano que fluye a través de una de las ventanas de la planta inferior, la que da al salón. Algo en este corto trayecto le resulta encantador.

Es una sensación que Óliver revive cada viernes y que podría describir casi como cinematográfica, como si fuera el protagonista de una de esas películas que veía con sus padres cuando iban al cine. Se siente a salvo y afortunado compartiendo las últimas horas del viernes con sus dos mejores amigos. Algo que, hasta que no cumplió los diecinueve, no había sabido apreciar.

Cristina llega primero al porche y pulsa con fuerza el timbre. Las notas musicales se detienen al instante y la noche se vuelve silenciosa. Sin embargo, impaciente y con la mandíbula tensa por el frío, llama de nuevo, esperando que Álvaro los deje pasar rápido. Óliver la alcanza antes de que el cerrojo se accione y la robusta puerta blanca quede abierta de par en par. Al otro lado, su amigo les hace un gesto con la cabeza para invitarlos a entrar.

–Ya era hora. Se me estaban helando hasta los pensamientos.

–Yo también me alegro de verte, Cristina.

–He traído vino –dice Óliver, tendiéndole una bolsa con una botella que ha “tomado prestada” del trabajo.

–Muchas gracias –dice besándole las mejillas–. Espérenme en el salón, no tardo nada.

–¿No te echamos una mano?

–No se preocupen –niega con la cabeza–, lo tengo todo bajo control.

–Lo que más le gusta en el mundo –murmura Cristina a Óliver, sin que Álvaro llegue a escucharla.

Aunque en los últimos años la literatura juvenil ha ido incluyendo temas antes impensados, en sintonía con las nuevas generaciones, el abuso sigue siendo un tabú para la mayoría de los autores, algo que en "Nosotros bailamos sobre el infierno" encuentra un tratamiento lejos del morbo.

Cuelgan sus abrigos en el recibidor y recorren el vestíbulo principal disfrutando del calor de la casa. Álvaro se escabulle y Óliver intuye que, para evitar hacerle un feo en directo, va a intercambiar discretamente su vino del videoclub por uno de esos carísimos que su familia guarda en un mueble de la cocina. Cuando Álvaro aparece por fin, lleva tres copas cargadas de tinto. Óliver y sus amigos brindan y dan un largo trago.

Efectivamente, piensa Óliver degustándolo, tal y como lo sospechaba.

–Podrías haberte arreglado un poco para la ocasión, ¿no crees? –riñe Cristina a su anfitrión.

–¿Por qué iba a hacer eso? Solo eran ustedes. Y estaba practicando.

–Vaya –dice Óliver, fingiendo estar ofendido–, solo éramos nosotros, unos simples mortales...

Álvaro lanza un suspiro.

–Ya sabes a qué me refiero.

–Te hemos oído –le aclara ella, observando el piano de cola negro que está junto a la chimenea. Es un instrumento muy valioso, un Yamaha que Álvaro heredó de su abuelo. Óliver podría afirmar que su amigo ha pasado más horas sentado frente a él que en los pupitres del instituto–. Sonaba muy bien. Aunque debes de ser el único pianista del mundo que toca en chándal de diseñador.

–Es cómodo –Álvaro hace un gesto de desdén con la mano.

–¿Por fin has vuelto a componer?

–No, Óli, ya me gustaría. Estaba tocando Coldplay. Últimamente estoy en bucle y... no sé, he sacado los acordes de oído porque eran bastante evidentes. –Álvaro empieza a entonar, con su voz rasposa–. We live in a beautiful world. Yeah, we do, yeah, we do... Vivimos en un mundo bello. Sí, lo hacemos. Sí, lo hacemos.

–Oh. Pensaba que estabas más inspirado últimamente, por todo lo de Eric y eso. Por cierto, ¿cuánto más vas a tardar en ponernos al día sobre el tema? –dice Cristina.

La sonrisa amable de Álvaro sufre una pequeña fractura. Es casi imperceptible, pero Óliver lo nota al momento. Eso se le da muy bien. La pregunta es inofensiva pero desafortunada. Álvaro se recuesta un poco en el sofá en forma de L y da otro trago antes de contestar:

Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.

Silencio.

–Entonces lo has hecho –afirma ella–. Lo has cortado de raíz.

Óliver observa que la mitad de la copa de Álvaro ya se ha evaporado. No puede evitar imaginarse el torbellino de pensamientos catastróficos que deben estar asaltando a su amigo. A veces a Álvaro le pasa eso, se mete en un túnel oscuro de ideas y Óliver no sabe cómo sacarlo de allí, pero siempre lo intenta.

Recuerda la última conversación que tuvieron juntos, cuando le contó que últimamente no podía dormir bien y tenía un sueño recurrente: veía a su casa deshacerse en pedazos para sepultarlo, sacudida por una fuerza que hacía que todo se viniera abajo sin remedio y, curiosamente, lo único que se mantenía intacto de toda esa catástrofe era el piano, que seguía ahí, como si aquel objeto fuera consciente de lo mucho que el chico lo necesitaba y le prometiera no moverse para que siempre pudiera acudir a él. Para no quedarse solo.

Óliver se aclara la garganta y añade:

–Más bien ha ocurrido todo lo contrario, ¿verdad? –Trata de ser cuidadoso y embalsama sus palabras con un halo de comprensión, porque sabe que ahora mismo camina sobre un puente en el que su amigo lleva semanas paseando de un lado al otro, que cruje por el peso que soporta y podría ceder en cualquier momento.

Los ojos castaños de Álvaro se posan en los suyos, y eso le basta a Óliver para encontrar la respuesta que buscaba. Así ha sido desde que tenían diez años, cuando Álvaro se mudó al pueblo por el trabajo de sus padres y llegó a su vida. Era uno de los pocos chicos de la clase que no se metían con él por a) ser enclenque b) dibujar durante el recreo en vez de jugar al fútbol y c) ser el típico preguntón que prefería entender las cosas en clase antes que irse a casa con alguna duda.

Tardaron unas semanas en hacerse amigos. Óliver, que no era muy hablador, descubrió que Álvaro decía más con gestos que con palabras. Sus primeras conversaciones fueron saludos incómodos o preguntas concretas “¿Me prestas un lápiz?”. Hasta que una mañana, Álvaro observó el dibujo que Óliver había hecho en su libreta, en donde aparecía Sergi, el bully de su clase, siendo devorado por una horda de tiburones.

–Se te da bien, ¿eh? –le dijo–. Hasta has clavado la nariz que tiene y todo.

Óliver se puso tan rojo que ni pudo responder.

–Perdona, no quería molestarte.

–No pasa nada, pero... –susurró el pelirrojo–. No me delatarás, ¿verdad? Con la profe, digo.

–¿Delatarte? –Álvaro soltó una risa espontánea y sincera–. Tranquilo, no lo haré. Sergi es un imbécil. ¿Y si añades una serpiente gigante para que le muerda el pito?

Además de escritor, el español Marcos Bueno es youtuber, creador de contenidos y host de "El podcast de Taylor Swift".

Y así empezó todo. Óliver le presentó enseguida a Cristina, a quien conocía desde primero. Y todo sea dicho, a su amiga le llevó un tiempo asumir que tendría que compartir su amistad en un trío que ella no había buscado.

La primera vez que Álvaro lo invitó su casa, Óliver no pudo contener su asombro. Aquello era un palacio, todo brillante y con muebles recién comprados. Pero, a los pocos meses, descubrió que la bonita vida de su nuevo amigo no era tan perfecta como parecía.

Cuando Cristina no quedaba con ellos (porque quería prepararse un examen con semanas de antelación), Álvaro invitaba a Óliver a ver una película de terror en su habitación. Con Scream, Sé lo que hicieron el verano pasado o El exorcista de fondo, el mundo parecía desaparecer y Álvaro se descorchaba ante su amigo como una botella.

–Sabes que Cristina me cae genial, pero... siento que esto solo puedo contártelo a ti. ¿Tiene sentido?

Óliver asentía y escuchaba a su amigo. Eso se le daba bien, mucho mejor que hablar de lo que sentía por dentro. Los niños podían hacer eso, quejarse cuando les pasaba algo, pero los adultos no. Cuando te hacías mayor aprendías a manejar las molestias por ti mismo. Era así, ¿no? Y Óliver ansiaba crecer cuanto antes para dejar atrás esa pregunta que lo perseguía desde hacía años: ¿qué tendría que hacer cuando fuera mayor, cuando fuera adulto?

Entendía que al alcanzar los veintimuchos, las cosas se ordenarían solas de algún modo, y esa sensación vertiginosa de incertidumbre que le hormigueaba el pecho, se desvanecería para siempre. Había estado preparándose desde que empezó la secundaria, ocultándole a sus padres que sus compañeros seguían riéndose de él, que no sabía qué querría hacer después del colegio, que Isaac había dejado de llamarlo cada noche, o que la palabra futuro lo conducía a una imagen vacía, como una cámara sin carrete.

Había aprendido a decir que “estaba bien” cuando le preguntaban “¿qué tal?”, pero con Álvaro y Cristina seguía haciendo lo contrario. Le daba forma a sus sentimientos. Eran pequeños eclipses de sinceridad, igual que los dibujos que hacía en su libreta de lugares imaginarios con los que trataba de escapar de su realidad. Óliver sabía que sus amigos, a su manera, estaban pasando por lo mismo, y que era cuando estaban juntos cuando dejaban de sentirse perdidos.

–Así es, Óliver, ha pasado justo lo contrario –dice Álvaro devolviéndolo al presente.

Se acaba la copa de un trago.

–¿Pero Eric no estaba...? –pregunta Cristina.

–¿Prometido? Sí. Lo está. Y no te sabría explicar muy bien por qué, pero no quiero obsesionarme y buscar motivos. Ha ocurrido y ya está. Si te soy sincero, hacía tiempo que no conocía a alguien que me despertara tanta curiosidad.

Estaban hablando de Eric, el nuevo jardinero de la familia de Álvaro. De origen rumano, con papeles españoles y curtido como jornalero en época de cosecha. Todo un ejemplo de superación, un inmigrante de los que aportan cosas al país, como había dicho el padre de Álvaro en una ocasión. Eric cuidaba del jardín y también se ocupaba del mantenimiento de la casa cuando los dueños estaban de viaje por trabajo y dejaban a su hijo solo (algo bastante frecuente).

–Pero sabes de sobra que no le estás haciendo ningún favor –señala Cris–. Quiero decir, tiene a alguien esperándolo en casa cuando termina de trabajar en la tuya. Y acostarte con él... no hará las cosas más fáciles para ninguno de los dos.

–Ya sabes que me aburren las cosas fáciles –contesta él en tono sarcástico.

–Pero es que Eric no es una cosa, Álvaro, es una persona. Estás interfiriendo en una relación.

Óliver bebe de su copa y no interviene en el tira y afloja de sus amigos. No le gusta decir algo en voz alta y que sus palabras puedan herir a alguien que le importa. Él entiende la postura de ambos. Entiende la frustración de Cristina y que odie que Álvaro se haya encaprichado con Eric como si fuera una chaqueta nueva o una figurita para decorar su habitación. Por otra parte, también percibe la desesperación de Álvaro, tan evidente que podría dibujarla si se lo propusiese, ansioso por sentir el afecto que no ha tenido en su propia casa y que ha tratado de suplir con la atención de Eric desde que lo contrataron.

–Cris, sabes que te quiero y aprecio tu opinión –suspira Álvaro–, pero ya tengo una psicóloga que me recuerda lo jodido que le parece todo esto. Me gustaría que ahora fueras solo mi amiga, la verdad.

–Y justo porque soy tu amiga no me importa tener que decírtelo las veces que hagan falta.

Álvaro se levanta para acercarse al piano. Toca algunas teclas de forma aleatoria, acordes graves y profundos, como el sonido de una avalancha.

Óliver mira a Cristina entonces y le hace un gesto negativo con la cabeza para que aborte misión. Álvaro no quiere hablar más y ella no puede forzarlo. Tras unos segundos incómodos, Cristina vacía su copa.

Álvaro levanta un dedo, de pronto.

–Acabo de tener una gran idea. ¿Quieren ir a dar una vuelta?

–¿Una vuelta? –se ríe Óliver–. Tú no has sacado la mano por la ventana, ¿verdad? Hace un frío horrible.

Su amigo se gira sobre sí mismo. Cualquier atisbo de seriedad se ha desvanecido, y ahora les dedica una amplia sonrisa.

–No estaba ofreciéndoles dar un paseo por el bosque, Óli. Hablo de un local nuevo. Acaba de abrir y conozco al de seguridad, que es básicamente el San Pedro de las discotecas. Si te arrodillas y se lo pides por favor, estás dentro. Y les aseguro pase VIP, sin nada de filas.

–¿Quieres salir de fiesta?

–Queremos –matiza Álvaro con una sonrisa burlona.

Óliver y Cristina se miran. Él está seguro de que ella rechazará la propuesta.

–Me parece bien. Pero no tengo un centavo y, la verdad...

–Yo invito. Habrá que celebrar que mis padres me han desbloqueado la tarjeta, ¿no? Y animar un poco a nuestro Óli. Que le den a Isaac, ¿me oyes? ¡Que le den!

Y, antes de que Óliver pueda decir nada, Álvaro se sienta al piano con agilidad y empieza a aporrear las teclas mientras canta a viva voz:

Isaac, Isaac, maldito imbécil,

Vamos a bebernos la noche

El Óli y la Cris, a bailar sin reproches.

Mi amigo te da mil vueltas

Ojalá te atropelle un coche

Tremendo, tremendo imbécil...

Óliver casi se atraganta y tira la copa a causa de la risa. Y, de pronto, todo le parece estupendo. La piel le vibra, sus mejillas están cálidas y la compañía de sus amigos lo hace sentirse bien.

Le hace sentir que todo va a salir bien.

Quién es Marcos Bueno

♦ Nació en Madrid, España.

♦ Impulsado por su interés en contar historias, se graduó en Comunicación Audiovisual, se especializó en cine y viajó a Barcelona para terminar su primer guión cinematográfico, titulado Los chicos no hablan de amor. Poco después, comenzó a trabajar en el mundo editorial y se especializó en marketing.

Nosotros bailamos sobre el infierno es la primera novela que publica.

♦ Además de escribir, es creador de contenido en redes sociales y es el host de El Podcast de Taylor Swift.

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