Me gusta acordarme de esta escena con José Saramago: hace un calor que parte el alma, acabamos de caminar muchas cuadras por un pueblo desierto, donde nadie está tan loco como para no estar durmiendo la siesta y llegamos a un portón con barrotes. Que está cerrado. “Esta es la casa de mis abuelos”, dice Saramago y se apura para seguir mientras su mujer, mi mujer y yo buscamos el huequito para mirar para adentro. Es cualquier jardín pero, ah, no es cualquier jardín. Esos son los árboles de los que Saramago habló en el discurso con el que recibió el Premio Nobel de Literatura. Los árboles del abuelo.
Así decía:
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer”. Le gustaba, al abuelo, domir bajo las higueras con su nieto José. Le contaba historias hasta que se dormían. “Ese fue mi abuelo Jerónimo”, dijo el escritor frente al Rey de Suecia Carlos XVI Gustavo en una ceremonia lo más elegante, en Estocolmo. Ese era Jerónimo, “pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”.
Esos eran los árboles que queríamos, los que había abrazado el abuelo. Las tres espiamos, él se apura. Su mujer, Pilar del Río, saca alguna foto metiendo la cámara entre los barrotes, después veremos qué sale.
Cuento esto, claro, porque este miércoles 16 se cumplen 100 años del nacimiento de José Saramago. El que fue Premio Nobel pero, claro, el aprendiz de cerrajero, el jovencito que pidió plata para comprar su primer libro, el periodista, el enamorado.
La casa de los árboles del abuelo está en Azinhaga, un pueblo a 70 kilómetros de Lisboa. Llegamos ahí en un auto que manejaba Zeferino Coelho, el editor portugués de Saramago. Cinco en un coche, ventanas bajas y aire acondicionado apagado porque no les gusta. Saramago en el asiento de adelante, con un mapa de papel. Cada tanto el mapa no es claro o el camino no es claro, editor y escritor no se ponen de acuerdo pero no discuten: paramos un par de veces a preguntar. En alguna lo reconocen. Es junio de 2006.
En Azinhaga para José Saramago no hay mayores alegrías. El viento de los tiempos volteó las higueras, tiró la casa donde nació -hay una placa, pero él no quiere saber de nada-, puso una plaza donde había un campo de olivos y dejó abandonado el puente por el que se escapaba a ver a una novia. El río, el río sí está. Y ahí se detiene un rato. No le gusta que todo haya cambiado, aunque ese pueblo parece quieto, como si el aire no se moviera y el tiempo se hubiera evaporado con el calor que sube del suelo.
Comemos en una fonda, la única abierta en el pueblo, donde el dueño le tiene una sorpresa: una italiana ha pasado por ahí hace cuatro años y dejó una cartita por si un día llegaba el escritor. Saramago no se asombra (¿le pasarán seguido estas cosas?), la toma, la lee en silencio, la guarda en el bolsillito de la camisa, dice que la va a contestar. Nos traen una fuente con conejo, que sirve Pilar.
Por esos días acaba de publicar Las pequeñas memorias, unos recuerdos de infancia. Que empiezan en Azinhaga y donde cuenta su primer recuerdo, que es en Lisboa. Unos chicos lo arrastran, lo lastiman. De la peor manera: “A la fuerza (mi débil resistencia de nada podía servirme), tres o cuatro niños ya crecidos me llevaron hasta allí. Me empujaron, me tiraron al suelo, me bajaron los pantalones y los calzoncillos y, mientras unos me sujetaban los brazos y las piernas, otro comenzó a introducirme un alambre en la uretra”.
Vamos a hablar de eso varias veces, pero no ahora, no en Azinhaga. No aquí donde están los árboles del abuelo.
”En estos lugares vine al mundo, de aquí, cuando todavía no había cumplido dos años, mis padres, emigrantes empujados por la necesidad, me llevaron a Lisboa, a otros modos de sentir, pensar y vivir, como si nacer donde nací hubiera sido consecuencia de una equivocación del azar, de una casual distracción del destino, que todavía estuviera en sus manos enmendar”, escribe en esas memorias.
-¿Dónde está la tumba de Saramago?- me pregunta una compañera de trabajo cuando le cuento esto.
Como si lo supiera, o tal vez porque lo sabe. Está bajo otro árbol, bajo un olivo, en Lisboa. Con una inscripción que eligió Pilar del Río y que me conmueve: “Pero no subió a las estrellas, si a la tierra pertenecía”. Es una frase un libro de José, Memorial del convento.
Tan de la tierra, José. Tan del mundo más sencillo y de la gente.
El convento del Memorial es el de Mafra. Allí vamos al día siguiente al de Azinhaga. Lo proyectaron trece frailes franciscanos en 1717 y se inauguró en 1730. El libro de Saramago lo puso en las páginas más populares de las guías de turismo así que cuando llegamos hay cola para la boletería. Y ahí se para Saramago, sencillo, a hacer la cola. Va lento, charlamos mientras tanto y justo pasa la directora del lugar y se escandaliza: “¡Cómo lo dejan hacer la cola a Saramago!”. Así que detrás de él vamos, nos proponen una visita guiada pero a los dos minutos es Saramago quien conduce: estudió todo para el libro, donde cuenta que fue el rey Juan V el que mandó a construir ese convento para agradecer el milagro de que su esposa quedara embarazada. Y donde hay una mujer pobre, Blimunda Sietelunas, que tiene el poder de ver a las personas por dentro y saber qué quieren.. Y está Bartolomeu Lourenço de Gusmão, un cura que inventa un artefacto para volar.
Saramago habla de los salones, avanza con su brazo sobre el hombro de su compañera. Subimos una escalera y entramos a un recinto con unas extrañas balanzas, gigantes, de una precisión digital, que el Nobel prueba con una moneda de 10 centavos. Después hay una escalera más, chiquita, de palo. El hombre trepa, trepamos. Arriba está el campanario. Saramago dice que ahí surgió la novela. Le gusta contar del convento y también de sus personajes.
Es tranquilo, callado, el Premio Nobel. Pero no se priva de mirar enamorado a su mujer, que le saca las únicas sonrisas que le veo en varios días. En unas semanas nos vamos a encontrar en su casa de Lanzarote, en las islas Canarias, donde Saramago tiene un escritorio con una enorme ventana por donde entra el mar. Y, junto a la ventana, una bicicleta que mantenga esas piernas en condiciones de subir la escalerita de palo del convento. Y libros, libros, libros.
Geográficamente, Lanzarote es África: hay camellos y un suelo volcánico donde crecen plantas extrañas, de hojas gordas para atesorar cualquier humedad que ande por ahí. En esa tierra, el escritor ha plantado y cuida un olivo. Y mima a una lagartija -dice, enfático, que es un lagarto-. Una casa blanca, con lugar para los amigos y sólo una mesa: la de la cocina. A veces lo visitan jefes de Estado o cineastas con algunos Oscars encima: todos se van a sentar ahí, en la cocina, Pilar va a preparar algo mientras se charla, José va a abrir un vino.
Sencillo y no por eso tiene menos deseos, necesidad, de influir sobre el mundo todo. Por eso cuando publica Ensayo sobre la lucidez, en 2004, quiere que hasta en el último rincón de Portugal se enteren del mensaje. La hipótesis de la novela es que en unas elecciones y espontáneamente la mayoría decide votar en blanco. Y se llama de nuevo a elecciones y se vota más en blanco. Entonces el gobierno no cree que sea casualidad y sale a investigar y a ponerse duro. ¿Qué tiene que ver con la “ceguera blanca” de Ensayo sobre la ceguera?
Una revolución pacífica, democrática, imaginaba por entonces el hombre que se había declarado un “comunista hormonal” y que en nuestra primera charla, en 2003, me había hablado con dolor de su ruptura con Cuba.
Cuando presentó Ensayo sobre la lucidez decía que la democracia es una burbuja, que podemos cambiar el gobierno pero no el poder. “El poder real no es democrático -decía por entonces-, no está en la gente sino en organismos que los ciudadanos no elegimos”. Quiso ir por todos pueblos a hablar de esto. “Hace más de lo que puede”, decía Pilar en confianza. Quería conversar con sus conciudadanos. Quería cambiar algo.
Algo se estaba gestando y empezaría a decirlo pronto.
Me cuesta pensar en José Saramago sin la amargura de las últimas veces que nos vimos. Ya estaba grande, pasaba los 80 años, y le pesaba el mundo. Repetía, como un karma, que su generación se iba dejando un mundo peor que el que había encontrado. “Dejamos un mundo peor que el que recibimos”, dijo muchas veces. Había nacido en 1922, sólo cuatro años después de que terminara la cruenta Primera Guerra Mundial. Había sido contemporáneo del nazismo, de la bomba atómica. ¿Era el de 2007, cuando lo dejé en Ezeiza por última vez, un mundo peor? El autor del Ensayo sobre la ceguera creía que sí. Tal vez porque no veía por delante las revoluciones con las que había soñado. Tal vez por aquella decepción con Cuba.
Una vez, en 2005, escribió sobre la Argentina. “A los políticos, policías y jueces de Argentina yo les recomendaría una lectura urgente, la de un libro que se llama Los miserables y que ha sido escrito por un francés cuyo nombre, Victor Hugo, quizá hayan oído alguna vez. Ahí se cuenta la historia de un hombre que pasó casi toda su vida en la cárcel por haber robado un pan”. Lo hizo para apoyar a Raúl Castells y a Margarita Meira, “presa desde hace ya más de un año por haber protestado frente al edificio de la Legislatura contra la prohibición de las ventas ambulantes”. Nada le era ajeno.
Es lindo recordarlo así, al vuelo del teclado, tan vivo, tan vibrante, nunca metido en su ombligo, nunca conforme con su bienestar de Premio Nobel. Muchas veces desde que murió, en 2010, nos preguntamos qué diría ante esto o aquello. Hoy celebramos que haya nacido simplemente. Tu vida, querido.
* Voy a seguir hablando de libros y de autores en el newsletter “Leer por leer”, que se distribuye los jueves cerca del mediodía. Hay que anotarse antes en este enlace.
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