¿De qué modo una hija se separa de su madre? En principio, en mi columna anterior dije que esa separación tenía que ocurrir de alguna manera, dado que para las hijas es más difícil dejar a las madres –desde responder a su demanda cotidiana, hasta no estar el día de su muerte. Aclaré que hablaba de procesos psíquicos y no tanto de acciones concretas. De este modo, lo que busco sugerir es una lectura de la nota precedente, como prolegómeno para esta que sigue. No es una condición indispensable, pero podría ser útil.
Lo que ocurrió es que cuando quise escribir el texto anterior, proyecté referirme a dos libros. Apenas pude detenerme en uno y el otro quedó pendiente. Ahí me di cuenta del tema que tenía entre manos, de su complejidad y extensión. ¿Por qué planteo que debe haber algún tipo de separación entre madre e hija? Porque de otra forma en ese vínculo hay una mayor indistinción. Me explico mejor: es en el Edipo masculino que el incesto con la madre se da a partir de que esta última queda prohibida. Entre madre e hija, no hay prohibición y así es que este vínculo plantea una particular complicación.
En términos generales, la separación entre madre e hija puede darse –al menos– por dos caminos diferentes. Seguramente haya otros, pero a mí me interesa subrayar estos dos. Por un lado, puede ser que la distancia interna en el vínculo se construya a instancias de la madre, con el temor de ejercer un rechazo de la hija. En este punto es que surge una fantasía básica, la de la “mala mamá” –que muchas veces produce culpa en la madre y lleva directamente a la relación de la madre con su propia madre; en particular, cuando no quiere rechazar a su hija del modo en que siente que fue rechazada. Por lo general, el intento de reparar con una hija la relación con la propia madre suele llevar al fracaso y a vínculos tortuosos.
Sin embargo, no es este camino –por cierto, cada vez más común– el que me interesa desarrollar. Por otro lado, hay una vía que es más propiamente edípica y que incluya al padre. Me refiero a que la separación de la hija respecto de la madre se da a partir de que esta (la madre) se le revela (a la hija) como una mujer. Pido disculpas si en la descripción de estas operaciones psíquicas me baso en la familia heterosexual y hablo de “padre” y “madre”; pero pienso que el lector puede hacer las consecuentes transformaciones para pensar otros tipos de familias, si tiene presente que se trata de roles simbólicos e independientes de la anatomía de quien los encarne. De este modo, continúo: ya no es la madre, como madre, la que se separa de la hija; sino “la mujer en la madre” la que, cuando se manifiesta, expone a la hija a una distancia difícil de reducir.
Recuerdo una situación que ilustra esta abstracción, que le debo al relato de una amiga. En cierta ocasión, ella me contó que, de niña, tenía las mejores relaciones con su madre; eran muy apegadas y hasta podía jactarse de cómo sus berrinches hacían mella en la buena fe del padre, quien debía retirarse derrotado cada vez que su madre iba a consolarla. El punto es que una noche, cuando ella se despertó y, mientras caminaba hacia el baño, vio una luz tenue en la habitación de sus padres, hacia allí fue. De repente se encontró ante una escena inesperada, que si se manifestó conmovedora no fue por los detalles de la composición; salvo por uno, el gesto de su madre que, cuando viró el rostro, como una Medusa desconocida, la petrificó al proferir: “Tomatela de acá”.
Una de las maneras en que una hija construye esa distancia interna en el vínculo con su madre es a partir del descubrimiento de lo femenino. No me refiero a la sexualidad, sino a lo femenino. Porque es posible que madre e hija conversen de todo sobre sexo, pero lo femenino permanecerá como un misterio entre ambas. Es cierto que quizás en otro tiempo, ese secreto se guardaba en no hablar de temas sexuales; pero hoy recorre otros destinos. Y lo importante es que es un secreto vacío, que el misterio no se resuelve. Podría ser que la madre hable con la hija respecto de cómo es la vida sexual con el padre, quizá se jacte de destrezas que la hija podrá creer, o no, pero de nada servirán esos relatos para que la hija se convierta en mujer. No es tanto por hábito cultural que, hasta hace unos años, los varones llevarán a otros varones a debutar, mientras que no existe ningún equivalente para las mujeres.
Ahora bien, ante esa escena que representa un goce del que la hija está excluida, puede ser que se tomen diversas actitudes. Por ejemplo, podría ser que la hija –una vez entrevista la distancia– decida mirar solamente al padre e ir en su búsqueda (para convertirse en rival de la madre). Este es el camino que Freud consideró “normal”, pero la normalidad ya no existe en este mundo. Otras dos posibilidades podrían ser las siguientes: más que al padre, la hija ve al hombre y quisiera ser elegida por él; ya no competirá con la madre, sino que buscará el deseo detrás de cualquier rol más o menos viril, con el fin de cuestionar su impostura. Si el primer camino es el propio de la histeria, el segundo es el que recorre la femme fatale –título que le cabe a aquellas mujeres que se convierten en verdaderas parricidas.
La diferencia entre un caso y otro podría ilustrarse de esta manera simplista, pero clara a su manera: hay mujeres que solo pueden prestarle atención a un hombre en la medida en que éste está en pareja, con una fuerte inclinación hacia la celotipia; así como hay otras que se prendan de hombres que valen por el poder que representan, con el fin de acceder a lo que esconden detrás de su semblante. Hay mujeres celosas de las esposas o amantes de esos hombres que –como tales, librados a sí mismos– mucho no valen; así como hay otras que los prefieren casados, pero para que rompan con la institución matrimonial.
Pido disculpas nuevamente por mis palabras, porque entiendo que puede haber quienes crean que son sumamente reduccionistas. Y lo son. El psicoanálisis no pretende elucidar el universo de las mujeres. Estas descripciones quizá solo valgan para unas pocas, las que a veces llegan a la consulta, porque su posición les resulta incómoda o, más directamente, sintomática. Además, si de algo estoy seguro es que no existe el universal “las mujeres”. Son todas tan distintas entre sí, que sería posible afirmar que no hay dos iguales. El psicoanálisis es el intento fallido de aprehender solamente lo más superficial. Y con mucho gusto olvidaría todos estos devaneos, si no fuera porque cada tanto aparece un libro que me devuelve a este tipo de reflexiones.
Más arriba dije que había dos posibilidades ante la escena de goce entre los padres. Sin embargo, solo presenté una. Junto con la vía histérica –por favor, no le demos a este término ningún sentido peyorativo, dado que no designa lo que habitualmente se dice desde el sentido común–, describí la actitud de interés en el hombre (detrás del padre). Quedaría la tercera vía, de acuerdo con la cual voy a comentar la novela Efectos personales, de Marina Mariasch. No obstante, unas palabras preliminares: en este camino se trata de que la hija se identifica con lo femenino de la madre; pero, claro, con una versión infantil de lo femenino, a través del relato de algo que el padre le hace a la madre. Dicho de otra manera, en esta versión se trata de que lo femenino se concibe a partir de cierto aire “masoquista”. En particular, no me parece que esta sea la palabra adecuada, pero remite a una circunstancia de fácil resolución: cada tanto es posible escuchar a una mujer que obtiene una distinción a partir del modo en que habla acerca de lo mal que un hombre la considera.
Esta identificación con lo femenino tiene el problema de que refuerza la pasividad y su correlato es que deja a los hombres en el lugar de fetiches de los que obtener solamente algún tipo de desprecio. Sin embargo, no voy a ahondar en elaboraciones abstractas e iré mejor a la novela, cuyo tema principal es aparentemente el suicidio de la madre de la narradora, pero en la medida en que uno lee, si algo salta a primera vista, es la cantidad de novios que aparecen en las páginas:
“...salió con un hombre que tenía treinta años más que ella y había sido funcionario y millonario, vivido en Francia y fumaba habanos, y con otro más que ponía los mapas al revés para que viéramos el mundo con otra perspectiva, salió con otro que tenía miguitas de pan en el jogging, tuvo un novio que usaba blazer de corderoy marrón y camisa amarilla y a ella le parecía espantosa esa combinación, tuvo un romance fugaz con un hombre joven que andaba en moto […] fue maltratada por casi todos los hombres como si eso fuera una condición de su existencia.”
La lectura de esta enumeración recuerda a un catálogo borgeano, de objetos imposibles de una colección que solo encuentra sentido en el maltrato que se nombra al final. Esto es lo que narra la hija, quien además subraya que la madre fue dejada por el padre. En la serie, por lo tanto, hay un inicio –como el cero de los números– escondido, pero que determina toda la secuencia. Sin embargo, ¿es la vida de la madre la que se cuenta?
Tiempo antes de la muerte de la madre, la hija recuerda haber pensado que, si a aquella le pasaba algo, podría lograr que “el chico al que había empezado a ver en esa época” le diera más atención. En efecto, cuando ocurrió el hecho, el chico “se portó como un duque. Vino al velorio, al entierro, se quedó a dormir en casa”. En cierta medida, la mirada de la hija está pendiente de cómo se portan los hombres, para bien y para mal, como en este otro episodio:
“Una vez me encontré en un Pertutti con un chico que me había dado unos besos. Una noche, en su casa, con whisky, me había dicho que yo era suave como un queso y cuando me despidió en la boca del subte me pidió que quedara todo entre nosotros. Yo me sequé como una pasa. En el bar la tele estaba prendida fuerte con un partido y yo le conté lo de mi mamá. Te voy a pedir que no me hables de eso, me hace mal, me dijo.”
A la serie de los “novios” de la madre, se superpone la de los “chicos” de la hija. ¿Es la muerte de la madre un “hecho”, o ya viene con una interpretación específica? En aquello que se presenta como un dato objetivo, ¿no se incluye el punto de vista de la hija, el modo en que la relación entre ellas se resolvió a partir de una identificación? Entonces, ¿qué es una mujer? Es un objeto destinado a ser ennoblecido y (mal) tratado. Esta versión de lo femenino es uno de los saldos en la separación entre madre e hija.
Así como todavía hoy resulta difícil pensar la vertiente materna del incesto, también es complicado no llevar la versión antedicha hacia una justificación: ¡los hombres son malos! Aunque no es de esto que escribo; no hablo de la realidad, sino de la fantasía –y de cómo ciertas fantasías (inconscientes) se imponen más allá de que alguien tenga todos los argumentos de la conciencia para decir que las cosas deberían ser de otro modo. Si algo me gustó mucho de la novela de Mariasch, es que permanece en esa actitud abstinente que requiere la literatura, sin apelar a rodeos morales, para exponer sus recuerdos y procesos anímicos. La muerte materna no puede separarse, en su relato, de lo que la hija hizo con la pérdida de su madre. No puede separarse, porque ya estaba separada mucho antes del episodio suicida.
En este punto es que retorna una situación específica: el salto al vacío de la madre unos días después de una pelea con la hija. ¿Hay más culpa por esta discusión o por haber pensado en que si la madre moría podría conseguir –como cité antes– la atención de un chico? El nexo causal no se produce, con mucha soltura la narración trasciende el pensamiento del resorte íntimo de ese acto. Afortunadamente, esta novela no es una explicación. Por suerte, no es el caso de una hija que quiere mitigar una culpa inexistente, la culpa que cree que debería haber sentido. El suicidio de la madre es más bien una segunda muerte. La primera ocurrió con la separación del padre.
El suicidio de la madre es más bien una segunda muerte. La primera ocurrió con la separación del padre
Ahora bien, ¿de qué modo la separación de la madre respecto de su marido inscribió la separación entre madre e hija? Por un lado, tenemos un relato en filigrana de la separación de la narradora respecto de un novio del que nunca estuvo “del todo” (sic) enamorada. Si la madre hizo la ofrenda de su muerte el día del cumpleaños del padre, con lo cual este tuvo que cambiar la fecha del festejo, la hija va a encarnar el reverso de este acto sacrificial: ¿qué querrá decir estar enamorada “del todo”? En cierta medida, con esa parte de su amor que la hija retiene, es como si realizara una venganza, la que transustancia la escena amorosa en un artificio que no prescinde de la soledad; al contrario, la corona:
“Por eso pienso que terminar una relación es una forma de liberación, terminar con un sufrimiento. Para eso no hace falta terminar con una misma. Sería como tirar la tirita de morrón con el bife. Cuando me separo me quedo con la música, me quedo con mis hijos, me quedo con la casa, con mis chistes, y me quedo con mi peli en la cama y el alfajor.”
Ahí donde la madre naufragó, la hija comenzó a nadar. Ahí donde estaba lo real para la madre, la hija encontró una fantasía sensual. Porque nunca sabemos qué duelamos a partir de la pérdida de un ser querido: la hija se separa de la madre, sí, pero el duelo es por ella misma. Por eso en la novela no encontramos una reconstrucción de la vida de la madre con el padre, sino el retorno de esa escena a partir de los efectos en la hija.
Leí la segunda parte de Efectos personales como un viaje iniciático hacia un cambio de piel. Sin la madre o, mejor dicho, con la muerte de la madre es que la hija pierde de a poco esa identificación mortífera con la seducción masoquista, que solo preserva al hombre (como padre) en un lugar excluido. A través de diferentes terapias, la hija deambula por su relación con la palabra y hace la experiencia del único fracaso que importa, ese del que nace un deseo. Quizá no haya otra conclusión menos dolorosa para esta novela: hay traumas que no son tan traumáticos, cuando en última instancia son el ombligo del que nació un deseo renovado, ya no tan atado a las escenas de una fantasía.
Luego de dos novelas que me gustaron mucho (Estamos unidas y El matrimonio), tengo que decir que esta es la mejor de Marina Mariasch. Tal vez porque es la más desprolija, aquella en que da un paso más allá de ciertos giros habituales de su estilo; por eso es la más sincera y la más lograda, porque ser sincero sin ponerse confesional es todo un logro. A lo mejor pedirle sinceridad a la literatura sea algo pasado de moda –no me dedico a la crítica–, pero los lectores comunes y ordinarios todavía esperamos que un libro nos conmueva y nos de una ocasión de vida. Este libro nos regala esa oportunidad.
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